Siempre he tenido gatos en casa pero nunca antes había visto uno muerto. Los despojos que vislumbra uno desde el coche no cuentan: la velocidad y la carnicería que implica el atropello hacen de aquello una masa informe e irreconocible. Por eso es una ironía que el primer gato muerto al que he podido tocar -sobrecogido- sea un gato callejero y no un gato casero.
La primera y creo que única experiencia desagradable que he tenido en este piso en el que ahora vivo fue a las dos semanas de instalarme: una descomunal rata de alcantarilla se coló por el balcón mientras -desnudo, recién salido de la ducha- me cortaba las uñas de los pies frente al televisor. Después de haberla acorralado en los bajos del sofá-cama conseguí expulsara por donde había venido con la ayuda de una fregona.
Desde entonces, la familia gatuna que parecía haberse establecido en las inmediaciones de mi portal, junto a los contenedores donde a menudo se acumulaban las sobras y desperdicios del
Leito de proa y de
Casa Ginory, a la sazón restaurantes de pescado frito y a veces fresco, se convirtieron en mis protegidos (y los de alguna viejecita que puntual y devotamente les dejaba agua y
friskies). Con gusto les bajaba ese embutido que había empezado a saber ácido, o soportaba el hedor de sus meados, sabedor de que su presencia y vigilancia eran la mejor garantía contra el merodeo impune de las ratas.
Pero hoy al volver del trabajo me he encontrado su echadero habitual desierto. Sólo estaba el cadáver abandonado de este gato joven que muestra la foto. Asombrado me acerqué y, con una mezcla de repugnancia y morboso interés, lo toqué. Estaba duro y rígido. Los ojos abiertos pero ya cubiertos por una costra sólida y transparente que delataba la ausencia de cualquier atisbo de vida. Las orejas tiesas, así como el rabo y las extremidades. Probé a moverlo un poco: estaba pesado y como adherido a la acera. La
viva imagen del
rigor mortis. No supe qué hacer con él. "Es un simple gato callejero" -pensé. Y sin embargo la certeza de que nadie haría nada por reparar la obcenidad del gato muerto en medio de la acera, salvo esquivarlo, me hizo en cierto modo responsable o culpable de su desamparo. Hasta el resto de la camada lo había dejado allí postrado y olvidado. ¿Tenía sentido tratar de enterrarlo en el solar de al lado? ¿quizás al menos desplazarlo allí, apartarlo de la vista de todos?.
No fui capaz. Había empezado a oler y unos bichitos (probablemente pulgas) se cebaban con él. Sólo estos parásitos no le habían abandonado; sólo éstos vendrían a velarlo y devorarlo, atraídos por la fragancia contumaz e irrespirable de la muerte. Me fui a casa y sólo regresé unas horas más tarde para fotografiarlo.
La imagen de la muerte de un gato en el petril de mi portal no me abandona y me conduce a inquietantes reflexiones y preguntas sobre la muerte de un hombre cualquiera; empezando por la propia.