viernes, 27 de abril de 2007

PaTeRaS NóMaDaS 2

Otra vez más Kapuscinski:

"Se vuelve cada vez más importante para el mundo la pregunta no de cómo alimentar a la humanidad -hay comida suficiente; a menudo sólo se trata de organización y transporte-, sino de qué hacer con la gente. Qué hacer con la presencia en la Tierra de millones y millones de personas. Con su energía sin emplear. Con el potencial que llevan dentro y que nadie parece necesitar. ¿Qué lugar ocupa esa gente en la familia humana? ¿El de miembros de pleno derecho? ¿El de prójimos maltratados? ¿El de intrusos molestos?".

(Ryszard Kapuscinski: Ébano).

sábado, 21 de abril de 2007

ZoNa PeLiGrOsA

Un viernes por la noche no deberían ocurrírseme planes tan arriesgados como el de salir al videoclub y alquilar una comedia ligera con la que ir dejando atrás el cansancio acumulado desde el lunes. Hace un par de meses me dejé las llaves del piso puestas por dentro y tuve que llamar al cerrajero. La operación terminó a la 1:30 de la mañana, hora en la que pude entrar por fin a mi casa, previo pago de 108 euros y sin haber podido siquiera llegar al videoclub.

El viernes pasado pude por lo menos alquilar la película antes de que se produjera la catástrofe. Iba ya de vuelta, el DVD en una mano y el MP3 en la otra, escuchando abstraído un reportaje radiofónico acerca de la nueva ley de universidades, ajeno por completo a la ciudad dormida, a la tranquilidad del barrio de Valterra sólo perturbada por la música y el motor atronadores de algún opel corsa tuneado y travestido en reactor, cuando -como un jarro de agua fría: no, ojalá, qué frecor, qué higiénico castigo- llegó y enchumbome desde el cielo la inmundicia en estado líquido:

¡¡¡pflashhhhhhh!!!

Me había alcanzado de lleno: el suéter, los vaqueros y, sobre todo, el pelo, que chorreaba como manantial desde una frente por la que corrían hilillos de un líquido repugnante. Tendría que ducharme de nuevo. ¿Qué rayos era aquella bazofia? Me olía a alcohol, a vino barato, a licor adulterado. A un alcohol dulzón; sangría don Simón mezclada a saber con qué mejunje de índole orgánica.

Maldije al culpable, grité "Sal, ti te atreves", espié la casa desde una distancia prudencial, escrutando el horizonte de lo que parecía una azotea, los ventanucos abiertos o rotos por los que cabría un cubo lleno de mierda. Era una casona típica canaria, abandonada, deshabitada, acaso ocupada ocasionalmente por mendigos, yonquis o niños en busca de emociones fuertes. La casa tenía de hecho cierto aire fantasmal. Ni un alma, ni un rostro agazapado, ni una risa de fondo... Nada. Silencio, impotencia y rabia.

"Aquí no hay más que rascar" -me dije. No era cuestión de coger un resfriado ni de perder el pelo por efecto de aquel potingue nauseabundo. Me fui, resignado.

Pero de pronto solté una carcajada y una súbita alegría me recorrió por dentro. Imaginé a tres o cuatro chicos tirados en el suelo de la casa en ruinas muertos de risa hasta el dolor. Imaginé que acaso hasta fueran alumnos del IES Blas Cabrera Felipe. Imaginé su dificultad para articular entre lágrimas de felicidad la frase en cuestión: "Joder, tío, le has dado de lleno en pleno tolmo al puto jefe de estudios".

Y es que con esta agresión líquida se cerraba el círculo, se hacía justicia, se saldaba una cuenta con mi pasado de cabroncete adolescente.

Éramos dos, tres, cuatro, no sé, dependía del día. Nuestra barbacana: la azotea de la casa del abuelo de Alberto, encima de Caprichos. No pude ver cumplidas casi ninguna de las fantasías eróticas de mi adolescencia. Y sin embargo, Caprichos, la tienda de golosinas del abuelo de Alberto, colmó todas las fantasías gastronómicas de mi tardoniñez. Nos metíamos por la trampilla, de noche o los fines de semana, cuando por fuera colgaba el cartelito de "cerrado", en delictivo silencio y con un chute de adrenalina que precedía al inminente chute en vena de azúcar insiscriminado. Una vez dentro, sólo era cuestión de saber elegir sabiamente el orden de los placeres antes del hartazgo: trufas, chocolate blanco, frutos de mar, judías, nubes, melocotones, plátanos, fresones, relojes, huevos fritos, cocacolas, caramelos, regalíes y pastillas de todos los colores y formas imaginables. ¡Qué desbordante imaginación la de los fabricantes de chuches! Nos sentíamos como Hansel y Gretel sin bruja.

Pero me he desviado... Desde la barbacana de Caprichos lanzábamos a los viandantes globos llenos de agua (que les daban un susto de muerte y les enchumbaban de arriba a abajo), huevos (con los que era más difícil acertar) o inocuos garbanzos (que simplemente hacían detenerse a los transeúntes, vacilar un instante, mirar estúpidamente alrededor, y proseguir el paso). Una vez acertamos de lleno con un huevo en el interior de un BMW del que salía una emperifollada víctima. Nos descubrió y una semana más tarde se presentó en Caprichos con la factura de la tintorería. Hubimos de pagar el lavado del traje y de la tapicería. Fue entonces que el abuelo tomó medidas y zanjó esta etapa de nuestra infancia.

El viernes pasado volví a recordarla y mientras me enjabonaba en la ducha y me sacaba esa mugre hedionda y pestilente del pelo, reí al trasladarme a aquel escenario, en el que dos, tres o cuatro cabroncetes preadolescentes puteábamos incívicamente a la ciudadanía desde las alturas, ebrios de placer y adrenalina, vacilando entre el temor a ser pillados y el regocijo por la fechoría cometida.

Reí y la risa me sirvió de catarsis y el incidente de expiación. Pues aunque pueda parecer una impostura o una fabricación a posteriori de la memoria, creo no equivocarme si afirmo que junto a la frivola e inconsciente gamberrada, una sombra de culpa, de congoja y de vergüenza de mí mismo acompañaba a aquellos bombardeos desde las trincheras de un ejército pueril y algo cobarde.

Así que si el baño nocturno de líquido inmundo del viernes pasado sirve para justificar tantas risas y buenos momentos, y para hacer justicia y pagar el precio por las gamberradas que hace más de quince años quedaron impunes... ¡Bienvenido sea!

miércoles, 11 de abril de 2007

cHiNa cAmBiAnTe 2

En China se ha vuelto más caro morir que vivir. La falta de espacio y la especulación con el suelo han alcanzado finalmente a las postreras parcelas, las tumbas. Cada año mueren 100.000 chinos en Shangai y se calcula que de seguir así de aquí a diez años no habrá espacio en la ciudad para enterrar a los muertos.

Los más avispados llevan ya un tiempo jugando con el valor de lo crematístico. El precio del metro cuadrado de una parcela modesta en un cementerio de los alrededores de Pekín ronda los 2.500 yuanes (242 euros), unas 14 veces más caro que hace una década. El Ministerio de Asuntos Civiles ha sacado un borrador de ley para garantizar que sólo aquellos a quienes se les haya muerto un familiar o amigo tengan derecho a la compra de una parcela. Se pretende con ello frenar la especulación galopante en torno a los muertos.

El Ayuntamiento de Shangai, además, ha duplicado este año (de 19 a 36 euros) el subsidio que recibirán las familias que se decanten por el funeral "marítimo" y decidan lanzar las cenizas de sus seres queridos al mar. En la misma linea, el Ayuntamiento está recomendando que las nuevas sepulturas tengan menos de un metro cuadrado, la mitad del tamaño más popular.

No obstante, los shangaineses se resisten a adoptar los consejos de las autoridades. Y es que, según las estadísticas, sólo un 1,6 % de los "enterramientos" que se producen en la ciudad son marinos y tan sólo un 7% de las familias entierran a los suyos en parcelas de tamaño pequeño.

La cultura china ofrece una particular devoción a sus muertos. El día 5 de abril celebran la festividad de Quingming o barrido de las tumbas. Los cementerios se llenan de masas que con fervor acuden a honrar a sus difuntos: barren las lápidas (o el trocito de mármol) y queman objetos que, según sus creencias y de acuerdo con el rito budista, habrán de disfrutar sus antepasados en una vida ultraterrena. La relación de objetos o bienes que por incineración son enviados al otro mundo va desde un cochinillo o alcohol hasta preservativos, viagra o la figura del amante que el muerto o la muerta (generalmente lo primero) tuvo en vida.

Funerales marinos, tumbas diminutas objeto de especulación inmobiliaria (cual si de pisos españoles se tratara), preservativos de papel y viagras como ofrenda a los muertos del siglo XIX. Ejemplos de una China cambiante. Y de que incluso aquello que simboliza y representa el cese, la cancelación, el fin de todo cambio -la muerte- también de alguna forma está sujeto al mismo.

jueves, 5 de abril de 2007

cHiNa cAmBiAnTe 1


A medida que el tiempo pasa aumenta el problema de los chinos con el espacio.

Francis Fukuyama proclamaba hace décadas el fin de la historia, que él identificaba con la consolidación y triunfo en el mundo del modelo capitalista de las modernas sociedades democráticas. Tras la caída del muro de Berlín y el fracaso del llamado socialismo real, la expresión de Fukuyama se veía reforzada con un contenido político: el de el fin de las ideologías.

Ahora que China -el coloso, el gigante asiático, el "centro del mundo" según la milenaria percepción de sí mismos de los propios chinos- "despierta", "se abre", esto es, abraza el capitalismo, ahora que parece que cobra más valor que nunca la profecía de Fukuyama del fin de las ideologías, se torna más urgente y necesario que nunca buscar alguna alternativa a este fatum, alguna vía de escape, alguna corrección al sistema cuyas "contradicciones" denunció desde el primer momento la ortoxia comunista y hora vive en carne propia la sociedad china.

Yang Wu, un antiguo campeón de kung-fu, y su esposa, Wu Ping, han finalmente aceptado una indemnización de 95.000 euros por el derribo de su casa para la construcción de un gran centro comercial. Llevaban desde el 2004 rechazando todas las ofertas recibidas y algo más de un año con su casa sitiada por las palas y grúas que habían vaciado literalmente las inmediaciones de suelo y transformado su morada en un islote suspendido casi en el vacío, en un bastión erguido frente al maremágnum de la especulación.

Las casas cuyos habitantes se resisten a abandonarlas, impelidos a ello por el gobierno, reciben en China el nombre de "casas-clavo". No son un fenómeno aislado. La demolición de la denominada por EL PAIS (04/04/07) "casa del clavo" no constituye un acontecimiento pintoresco e insólito, aunque sí visualmente impactante, sino la punta del iceberg de un fenómeno en pleno auge fruto de la cada vez más imparable "modernización": la especulación con el suelo. La fachada de las grandes ciudades chinas cambia a una velocidad galopante. Allí donde había hasta hace poco manzanas o barrios enteros de hogares construidos con la lentitud de los siglos y según la disposición de la arquitectura tradicioal china (callejuelas más o menos laberínticas y estrechas, escenario de la vida social y el intercambio humano, donde poder no sólo comprar y vender, sino también lavarse el pelo o jugar a las damas) ahora encontramos grandes avenidas ruidosas e inhóspitas, pobladas de grandes edificios comerciales y calcadas de las grandes metrópolis occidentales.

La destrucción de una determinada disposición urbanística implica necesariamente la destrucción de un determinado tipo de costumbres y hábitos: así como la adopción de otros de recambio. Una de las cosas que más me fascinó de los chinos en China fue, junto a su capacidad de trabajo, su entrega versátil, variada y generalizada al disfrute del ocio y el tiempo libre. Chinos jugando a las cartas, al dominó o a las damas en plena calle. Chinos volando cometas. Chinos haciendo ejercicio e incluso bailando. Chinos sesteando y chinos charlando. Todas estas actividades las desarrollaban en la calle, lugar de encuentro y comunión con el prójimo. Y todas ellas eran absolutamente gratuitas. Me asombró -por contraste con nuestra sociedad capitalista y rica- la capacidad que tienen los chinos de disfrutar de su tiempo libre sin pagar. Y me pregunto si los grandes centros comerciales que vienen a sustituir a las últimas casas-clavo pervertirán dicha costumbre y harán esclavos a los chinos del ocio de pago al que estamos acostumbrados los occidentales.




miércoles, 4 de abril de 2007

TiEmPo DiBuJaDo

¿Por qué el cielo es azul? ¿por qué se tiñe de otros colores -ocres, rosados, amarillos- con el alba y al atardecer?

Un volcán y una pagoda, uno cono natural, el otro hechura humana, se apartan con humildad del primer plano de la foto, se tornan espectadores esquinándose, se vuelven hacia lo alto y se interrogan: ¿por qué azul? ¿por qué naranja? ¿qué ley de la óptica? ¿qué capricho de los dioses?

Busco en Google: "por qué el cielo es azul".

El cielo es azul debido a la llamada "dispersión Rayleigh". En 1870 Lord John Rayleigh explicó, al parecer satisfactoriamente, el fenómeno. La luz solar se compone de una multiplicidad de ondas de diferente frecuencia. El ser humano percibe todas aquellas que están más acá de las infrarrojas y de las ultravioletas. Y las percibe traduciendo un fenómeno absolutamente objetivo (la diferente longitud de onda) en un fenómeno mental, psicológico y, por tanto, plenamente subjetivo (la percepción absolutamente personal e intransferible de un verde, de un rojo, de un magenta). Pues bien, las moléculas de los gases que hay en la atmósfera (formadas por nitrógeno, oxígeno y argón, en orden decreciente) hacen desviarse, dispersándolas, tales ondas de luz solar. Y es precisamente la luz de longitudes de onda más corta la que de modo más eficaz tienden a dispersar tales moléculas. Esa luz es la que dispersándose lo inunda todo y la que -traducida al sistema perceptivo humano- se corresponde con lo que llamamos azul.

Por eso el cielo es azul.

Busco en Google: "por qué nos conmueve el color del cielo". No hay ningún resultado que coincida con mi búsqueda. ¿Por qué nos alegra y llena de entusiasmo su limpidez azul inmaculada? ¿Por qué parece que nos habla desde su silencio mayestático, ya sea el azul atlántico de las islas o el azul eterno y continental de China, revelándonos algún misterio cifrado? ¿Por qué se produce un desgarro en nosotros, por qué suena una nota aguda en nuestro interior, por qué el corazón se confunde y enreda en sí mismo, sin saber si está henchido o herido, cuando el mismo cielo comienza a teñirse y consumirse como en una hoguera? ¿Por qué el ánimo se sobrecoge cuando la silueta amenazante del volcán se recorta sobre la isla y crece su sombra a medida que la luz total se extingue?

Durante el ocaso, la luz solar atraviesa la atmósfera de modo oblicuo, por lo que ha de recorrer un tramo mayor de atmósfera que cuando cae -al mediodía- perpendicular al hombre, a la pagoda o al volcán. Durante ese mayor recorrido de la luz solar, la azul ha ido dispersándose por el camino, mientras que aquella con una longitud de onda más larga -la roja- llega a su destino de modo más directo. Por eso se produce al atardecer esa explosión orgiástica de amarillos, naranjas, rosados, violetas y rojos.

Nada más dice Google al respecto.

He aquí una hipótesis de por qué nos conmueve el color del cielo: porque nos dibuja el transcurrir del tiempo.