En el post anterior Kapuscinski contrastaba el carácter maleable y subjetivo de la concepción que los africanos tienen del tiempo con la idea que los "europeos" tenemos de esta -reza el diccionario- magnitud física: absoluto, objetivo y exterior al sujeto.
Esto vale para Newton, y para nuestra concepción de sentido común. Sin embargo, también es europeo Kant, del que recordará cualquiera que lo haya sufrido en bachillerato su definición del tiempo como una "forma a priori de la sensibilidad", lo cual venía a resumirse en que el tiempo no es una realidad exterior e independiente del sujeto que conoce, sino una condición que éste impone a todo aquello que ha de ser conocido. Se trata no de una cualidad o propiedad del mundo, de la realidad exterior a nuestro entendimieno, sino de una forma, de una condición bajo la cual tiene lugar el conocimiento. El entendimiento impone a todo aquello que se nos presenta la siguiente constricción o camisa de fuerza: su sometimiento a este mecanismo férreo aunque subjetivo: el tiempo.
Siempre me ha costado entender u otorgar verosimilitud a esta piedra de toque de la filosofía de Kant, desde que se la oí por primera vez a mi profesor de filosofía en COU hasta hoy mismo (en que me toca enseñarla), pasando por mi examen de oposición en que tuve que exponerla. Resulta muy difícil tomarse en serio la afirmación de que el tiempo es algo subjetivo y no por tanto una propiedad del universo. Incluso si se entiende ese carácter subjetivo como algo compartido, propio de la especie humana: como algo intersubjetivo. Me resisto a pensar que lo que había antes del hombre y lo que habrá después de él no sea tiempo. Aunque hablar aquí de "antes" y "después" implica dar por sentado lo que precisamente se pone en solfa. Y Kant me diría aquí que eso se debe a que no me queda más remedio que hablar y pensar de ese modo (utilizando categorías temporales) pero que eso sólo es un síntoma que delata la marca de fábrica de nuestro entendimiento.
No obstante, incluso si nos declaramos detractores de Kant en este punto, sí que hay un sentido en que la idea del tiempo como algo subjetivo cobra toda su validez. Es el que le otorga al hablar de los africanos Kapuscinski, o al que se refiere ese cambio de mentalidad de la sociedad peruana en el post anterior y que tiene su origen en la invención del reloj mecánico y su profusión durante la revolución industrial como emblema del capitalismo.
Para los africanos (acaso también para el occidental precapitalista) el tiempo sólo pasaba o corría o transcurría cuando algo en el mundo tenía lugar, sucedía, cambiaba: una nueva estación, una celebración ritual, una arruga. Sólo los acontecimientos indicaban que el tiempo había fluído. Con la generalización del reloj, con la familiarización con este artilugio que implica el llevarlo atado a la muñeca como un apéndice, se hace posible que pase el tiempo sin que ocurra nada (como no sea el mero registro que implica el desplazamiento de una manecilla, la aparición de un nuevo dígito o la cantinela de una alarma). No importa la intención subyacente que pueda ver en esta transformación el historiador social: disponer de un mecanismo con el que el patrón poder azuzar a los obreros y encomiarles a llenar este receptáculo vacío que marca el reloj (pongamos por caso: 35 minutos) con las más diversas actividades o acontecimientos (enroscar 3000 tornillos, apretar 600 tuercas, dar 300 martillazos). Lo que importa es el efecto que este cambio de hábitos creó en nosotros, occidentales: la idea de un tiempo objetivo exterior a nosotros, que nos constriñe, que nos encorseta, que nos impone una determinada servidumbre.
Es a esta servidumbre a la que escapa aún el hombre africano que describe Kapuscinski en "Ébano". La misma que pretende afianzar ahora el gobierno peruano con su campaña "La hora sin demora".
Esto vale para Newton, y para nuestra concepción de sentido común. Sin embargo, también es europeo Kant, del que recordará cualquiera que lo haya sufrido en bachillerato su definición del tiempo como una "forma a priori de la sensibilidad", lo cual venía a resumirse en que el tiempo no es una realidad exterior e independiente del sujeto que conoce, sino una condición que éste impone a todo aquello que ha de ser conocido. Se trata no de una cualidad o propiedad del mundo, de la realidad exterior a nuestro entendimieno, sino de una forma, de una condición bajo la cual tiene lugar el conocimiento. El entendimiento impone a todo aquello que se nos presenta la siguiente constricción o camisa de fuerza: su sometimiento a este mecanismo férreo aunque subjetivo: el tiempo.
Siempre me ha costado entender u otorgar verosimilitud a esta piedra de toque de la filosofía de Kant, desde que se la oí por primera vez a mi profesor de filosofía en COU hasta hoy mismo (en que me toca enseñarla), pasando por mi examen de oposición en que tuve que exponerla. Resulta muy difícil tomarse en serio la afirmación de que el tiempo es algo subjetivo y no por tanto una propiedad del universo. Incluso si se entiende ese carácter subjetivo como algo compartido, propio de la especie humana: como algo intersubjetivo. Me resisto a pensar que lo que había antes del hombre y lo que habrá después de él no sea tiempo. Aunque hablar aquí de "antes" y "después" implica dar por sentado lo que precisamente se pone en solfa. Y Kant me diría aquí que eso se debe a que no me queda más remedio que hablar y pensar de ese modo (utilizando categorías temporales) pero que eso sólo es un síntoma que delata la marca de fábrica de nuestro entendimiento.
No obstante, incluso si nos declaramos detractores de Kant en este punto, sí que hay un sentido en que la idea del tiempo como algo subjetivo cobra toda su validez. Es el que le otorga al hablar de los africanos Kapuscinski, o al que se refiere ese cambio de mentalidad de la sociedad peruana en el post anterior y que tiene su origen en la invención del reloj mecánico y su profusión durante la revolución industrial como emblema del capitalismo.
Para los africanos (acaso también para el occidental precapitalista) el tiempo sólo pasaba o corría o transcurría cuando algo en el mundo tenía lugar, sucedía, cambiaba: una nueva estación, una celebración ritual, una arruga. Sólo los acontecimientos indicaban que el tiempo había fluído. Con la generalización del reloj, con la familiarización con este artilugio que implica el llevarlo atado a la muñeca como un apéndice, se hace posible que pase el tiempo sin que ocurra nada (como no sea el mero registro que implica el desplazamiento de una manecilla, la aparición de un nuevo dígito o la cantinela de una alarma). No importa la intención subyacente que pueda ver en esta transformación el historiador social: disponer de un mecanismo con el que el patrón poder azuzar a los obreros y encomiarles a llenar este receptáculo vacío que marca el reloj (pongamos por caso: 35 minutos) con las más diversas actividades o acontecimientos (enroscar 3000 tornillos, apretar 600 tuercas, dar 300 martillazos). Lo que importa es el efecto que este cambio de hábitos creó en nosotros, occidentales: la idea de un tiempo objetivo exterior a nosotros, que nos constriñe, que nos encorseta, que nos impone una determinada servidumbre.
Es a esta servidumbre a la que escapa aún el hombre africano que describe Kapuscinski en "Ébano". La misma que pretende afianzar ahora el gobierno peruano con su campaña "La hora sin demora".