El viernes pasado pude por lo menos alquilar la película antes de que se produjera la catástrofe. Iba ya de vuelta, el DVD en una mano y el MP3 en la otra, escuchando abstraído un reportaje radiofónico acerca de la nueva ley de universidades, ajeno por completo a la ciudad dormida, a la tranquilidad del barrio de Valterra sólo perturbada por la música y el motor atronadores de algún opel corsa tuneado y travestido en reactor, cuando -como un jarro de agua fría: no, ojalá, qué frecor, qué higiénico castigo- llegó y enchumbome desde el cielo la inmundicia en estado líquido:
¡¡¡pflashhhhhhh!!!
Me había alcanzado de lleno: el suéter, los vaqueros y, sobre todo, el pelo, que chorreaba como manantial desde una frente por la que corrían hilillos de un líquido repugnante. Tendría que ducharme de nuevo. ¿Qué rayos era aquella bazofia? Me olía a alcohol, a vino barato, a licor adulterado. A un alcohol dulzón; sangría don Simón mezclada a saber con qué mejunje de índole orgánica.
Maldije al culpable, grité "Sal, ti te atreves", espié la casa desde una distancia prudencial, escrutando el horizonte de lo que parecía una azotea, los ventanucos abiertos o rotos por los que cabría un cubo lleno de mierda. Era una casona típica canaria, abandonada, deshabitada, acaso ocupada ocasionalmente por mendigos, yonquis o niños en busca de emociones fuertes. La casa tenía de hecho cierto aire fantasmal. Ni un alma, ni un rostro agazapado, ni una risa de fondo... Nada. Silencio, impotencia y rabia.
"Aquí no hay más que rascar" -me dije. No era cuestión de coger un resfriado ni de perder el pelo por efecto de aquel potingue nauseabundo. Me fui, resignado.
Pero de pronto solté una carcajada y una súbita alegría me recorrió por dentro. Imaginé a tres o cuatro chicos tirados en el suelo de la casa en ruinas muertos de risa hasta el dolor. Imaginé que acaso hasta fueran alumnos del IES Blas Cabrera Felipe. Imaginé su dificultad para articular entre lágrimas de felicidad la frase en cuestión: "Joder, tío, le has dado de lleno en pleno tolmo al puto jefe de estudios".
Y es que con esta agresión líquida se cerraba el círculo, se hacía justicia, se saldaba una cuenta con mi pasado de cabroncete adolescente.
Éramos dos, tres, cuatro, no sé, dependía del día. Nuestra barbacana: la azotea de la casa del abuelo de Alberto, encima de
Caprichos. No pude ver cumplidas casi ninguna de las fantasías eróticas de mi adolescencia. Y sin embargo,
Caprichos, la tienda de golosinas del abuelo de Alberto, colmó todas las fanta
sías gastronómicas de mi tardoniñez. Nos metíamos por la trampilla, de noche o los fines de semana, cuando por fuera colgaba el cartelito de "cerrado", en delictivo silencio y con un chute de adrenalina que precedía al inminente chute en vena de azúcar insiscriminado. Una vez dentro, sólo era cuestión de saber elegir sabiamente el orden de los placeres antes del hartazgo: trufas, chocolate blanco, frutos de mar, judías, nubes, melocotones, plátanos, fresones, relojes, huevos fritos, cocacolas, caramelos, regalíes y pastillas de todos los colores y formas imaginables. ¡Qué desbordante imaginación la de los fabricantes de chuches! Nos sentíamos como Hansel y Gretel sin bruja.
Pero me he desviado... Desde la barbacana de
Caprichos lanzábamos a los viandantes globos llenos de agua (que les daban un susto de muerte y les enchumbaban de arriba a abajo), huevos (con los que era más difícil acertar) o inocuos garbanzos (que simplemente hacían detenerse a los transeúntes, vacilar un instante, mirar estúpidamente alrededor, y proseguir el paso). Una vez acertamos de lleno con un huevo en el interior de un BMW del que salía una emperifollada víctima. Nos descubrió y una semana más tarde se presentó en
Caprichos con la factura de la tintorería. Hubimos de pagar el lavado del traje y de la tapicería. Fue entonces que el abuelo tomó medidas y zanjó esta etapa de nuestra infancia.
El viernes pasado volví a recordarla y mientras me enjabonaba en la ducha y me sacaba esa mugre hedionda y pestilente del pelo, reí al trasladarme a aquel escenario, en el que dos, tres o cuatro cabroncetes preadolescentes puteábamos incívicamente a la ciudadanía desde las alturas, ebrios de placer y adrenalina, vacilando entre el temor a ser pillados y el regocijo por la fechoría cometida.
Reí y la risa me sirvió de catarsis y el incidente de expiación. Pues aunque pueda parecer una impostura o una fabricación a posteriori de la memoria, creo no equivocarme si afirmo que junto a la frivola e inconsciente gamberrada, una sombra de culpa, de congoja y de vergüenza de mí mismo acompañaba a aquellos bombardeos desde las trincheras de un ejército pueril y algo cobarde.
Así que si el baño nocturno de líquido inmundo del viernes pasado sirve para justificar tantas risas y buenos momentos, y para hacer justicia y pagar el precio por las gamberradas que hace más de quince años quedaron impunes... ¡Bienvenido sea!