Este es el parque Lezama. Aquí se conocieron ("en un banco, cerca de la estatua de Ceres") Alejandra y Martín. Aquí tiene lugar el comienzo de la novela de Ernesto Sábato Sóbre héroes y tumbas, que tanto me sobrecogió allá por mis 19 años, cuando la leí por primera vez.
La empecé en el primer InterRail que hice con mis amigos. Llevábamos poco peso en las mochilas: saco de dormir, tres mudas, linterna, camping-gas y poco más. Para leer: algo ligerito, en el sentido literal del término. Yo me decanté por dos o tres libritos de una colección de bolsillo que había sacado Alianza Editorial. Costaban 100 pesetas y a mi casa llegaban con una periodicidad creo que semanal. Probablemente vendrían con EL PAÍS. Uno de esos libritos se llamaba "El Dragón y la Princesa" y su autor se llamaba Ernesto Sábato, un argentino que no me sonaba de nada.
Por esa época yo había ya conocido el amor y el desamor. Da igual que se llamara Patri y no Alejandra. Lo cierto es que la lectura de esas tormentosas relaciones entre aquellos dos adolescentes (adjetivo apropiado para Martín pero a todas luces inexacto a la hora de definir a Alejandra, pues aunque sólo le sacaba un par de años a Martín -como Patri me los sacaba a mí- su edad mental, o mejor dicho, espiritual, era insondable e incalculable), aquellas disquisiciones metafísicas de Bruno (el narrador), aquella atmósfera romántica y trágica, lánguida y decadente, desesperadamente anhelante de absoluto... me subyugaron desde el principio.
Leía con lentitud y avaricia cada página, cada párrafo, cada frase y cada adjetivo, como un gourmet. Leía con la anticipación del desconsuelo que habría de inundarme cuando alcanzara la última página de aquella historia de amor imposible. Las horas en tren eran largas y había que dosificar la poca literatura con la que habíamos aprovisionado nuestras mochilas, en cuyo interior viajaba el codiciado librito entre latas de atún, calcetines y una barra de fuet.
Pero llegó el día y el momento fatídico en que arribé a la última página de aquel librito: "El dragón y la princesa". Con desconsuelo infinito paladeé las últimas oraciones... Y entonces una leyenda, en letra pequeña, hizo nacer el sol nuevamente. La leyenda rezaba: "El dragón y la princesa es la primera parte de la obra de Ernesto Sábato Sobre héroes y tumbas". Mi corazón dio un vuelco. El tren seguía recorriendo Europa. Mis manos temblaban de emoción contenida. Amanecía.
Pero llegó el día y el momento fatídico en que arribé a la última página de aquel librito: "El dragón y la princesa". Con desconsuelo infinito paladeé las últimas oraciones... Y entonces una leyenda, en letra pequeña, hizo nacer el sol nuevamente. La leyenda rezaba: "El dragón y la princesa es la primera parte de la obra de Ernesto Sábato Sobre héroes y tumbas". Mi corazón dio un vuelco. El tren seguía recorriendo Europa. Mis manos temblaban de emoción contenida. Amanecía.
Al terminar el InterRail, de vuelta a Tenerife, no hizo falta asaltar ninguna librería. Allí estaba, en la estantería de mi casa, aquel libro de tapa dura y marrón con letras doradas. Allí estaba aquel comienzo en el parque Lezama: el adolescente y solitario Martín, la enigmática y turbia Alejandra... y todo lo demás. Había tenido que llegar muy lejos para encontrarme con "Sobre héroes y tumbas". Había tenido que atravesar Francia, Bélgica, Alemania, Austria y Suiza en tren para poder descubrirlo entre tantos otros libros que poblaban aquella estantería de casa de mis padres.
Aquel verano leí por primera vez Sobre héroes y tumbas, y durante muchos años fue mi libro favorito, si es que esas cosas existen.
Dice Ernesto Sábato en Sobre héroes y tumbas que "siempre es levemente siniestro volver a los lugares que han sido testigos de un instante de perfección". Algo similar canta Sabina en Peces de ciudad: "En Comala comprendí que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver".
Hace unos meses me propuse volver al parque Lezama, a aquellas páginas donde fui feliz. No suelo releer libros a no ser que me hayan gustado muchísimo y haya pasado bastante tiempo entre una y otra lectura. En este caso, habían pasado 14 años: tiempo suficiente. Quería releer Sobre héroes y tumbas y descubrir si pasaba la prueba del tiempo. Yo ya no soy quien fui, supongo. Ha llovido muchísimo desde entonces. He viajado, he estudiado Filosofía y me he convertido en profesor: ¡en profesor! Ya no me dicen por la calle "Oye, chico". Ahora, en cambio, me tratan de usted...
Así que hace unos meses quise revisitar a Ernesto Sábato para comprobar si su literatura me había subyugado por el simple hecho de encontrarme yo entonces en las postrimerías de la adolescencia. Regresé a Sobre héroes y tumbas con un espíritu casi científico y con el propósito de responder a esta pregunta: "¿Es Sobre héroes y tumbas una novela de y para adolescentes?".
Si nada extraño ocurre, terminaré de releer la novela este fin de semana, pues apenas me quedan treinta páginas. Pero ya antes de concluir esta empresa sospecho que habré de lamentar haber vuelto a remover las páginas del pasado: "No debieras tratar de volver" -advierte Sabina. "Siempre es levemente siniesto -añade Sábato- volver a los lugares que han sido testigos de un instante de perfección".
Aquel verano en que descubrí Sobre héroes y tumbas fue uno de esos lugares. Aquel verano y aquel viaje en tren, ligero de equipaje, con poquísimo peso en la mochila: sin tantos viajes a cuestas, sin una carrera de Filosofía a mis espaldas, sin más profesión que la de recorrer Europa con mis amigos ni más posesión que un camping-gas, una linterna, una barra de fuet y un librito titulado "El dragón y la princesa", de un argentino llamado Sábato.
El pasado es el lugar al que uno no debiera tratar de volver.
Obcecarse en ello es levemente siniestro, como la música de Mike Olfield.
Obcecarse en ello es levemente siniestro, como la música de Mike Olfield.