"El país del miedo y el país de la alegría. Supo de la existencia de ese test infantil a partir de un comentario de Jean Delumeau en su libro El miedo en occidente. Se trata de una prueba utilizada por los psicólogos para facilitar la expresión de los sentimientos en los niños, en casos de experiencias traumáticas que han dejado secuelas, o en menores con algún tipo de trastrno grave. El especialista propone a los niños que imaginen cómo serían para ellos el país del miedo y el país de la alegría. Puede presentarles imágenes sencillas y frases breves para que se identifiquen con ellas, pero también pede pedirles que dibujen ellos mismos esos lugares. Un mundo imaginario llamado "el país del miedo", y otro mundo fantástico llamado "el país de la alegría". El primero estaría habitado por todo aquello que les causa temor. El segundo, obviamente, por todo aquello que aman".
Con estas palabras explica el narrador de la absorbente novela " El país de la miedo" su propio título. Pese a lo que puede dar a entender esta explicación, el experimento mental de imaginar el escenario terrorífico que está detrás de esta expresión no es un ejercicio exclusivamente de niños. El protagonista de la novela, Carlos, adulto y padre de familia, va desarrollando y diseccionando de modo prolijo y minucioso a lo largo de toda la novela la naturaleza y características de su propio país del miedo.
Es más, piensa que todos en algún momento deberíamos enfrentarnos a dicho experimento mental y trazarnos las coordenadas de nuestro propio mundo del terror. Para unos -dice- el país del miedo no sería a la postre algo esencialmente diferente a la realidad que conocemos, salvo por la acentuación y exageración de algunos aspectos de la misma. Para otros la cosa tendría la apariencia del mismísimo infierno de la tradición católica. Sería curioso -prosigue Carlos con su monólogo interior- comprobar en qué se parecen y en qué se diferencian los países del miedo de las diferentes personas.
Hace unos días vi por el Plus la película "Cobardes". Pese a alguna crítica negativa que he leído en internet, la película no deja de ser interesante. (Aunque confieso que para el cine español soy quizás excesivamente indulgente y fácil de complacer). El tema de la la novela y el de la película es el mismo e incluso el tipo de situaciones que se relatan para hacer esta radiografía del miedo son similares. Soy incapaz de contemplar aisladamente cualquier fenómeno cultural y en cuanto veo una película, leo un libro o visito una exposición de pintura o fotografía mi mente empieza a tender puentes aquí y allá, inventando parentescos y destacando rasgos marginales de una obra con el fin de poder hermanarla con la de más allá.
Es sólo un juego, lo sé. En el fondo no se me escapa que es injusto ceñirme a este análisis interesado de una obra de arte y que "El país del miedo" y "Cobardes", pongamos por caso, se merecen un abordaje más exhaustivo y global, en el que se las valore por lo que autónomamente son en sí mismas, y no por lo que puedan llegar ser la una en relación a la otra. No obstante, también soy consciente de que este enfoque (tan propio de los profesores de filosofía, por cierto, aunque no exclusivamente de ellos) también permite conectar las obras de ficción con la pedestre e inapelable realidad, por lo que los universos de lo imaginario acaban conectados a la postre, en algún punto, con este mundo al que solemos denominar real, de tal forma que hallemos ambos países -el del miedo y el de la alegría- en la tierra, en nuestro día a día, en esa jornada pedestre que camufla su sorpresa con un inicio habitual e inofensivo, de desayuno con tostadas y de café con leche.
Y es que uno hojea los periódicos y ficciones como estas se revelan de una rabiosa actualidad.
Volviendo a "Cobardes": me fue imposible verla sin que en cada fotograma se interpusieran los renglones de la novela de Isaac Rosa y cuando el psicólogo patán entrevistaba a ambos chicos, mas sobre todo a Gaby, víctima de acoso, sin descubrir lo que escondía su acongojado silencio, me dieron ganas de gritar frente a la pantalla del televisor (cosa que hago en ocasiones, cuando la película lo exige y no hay moros en la costa; como si hubiera yo pertenecido a esos primeros espectadores que, recién llegado el cinematógrafo a los pueblos y ciudades del país, vociferaban y silbaban y se estremecían o emocionaban a viva voz frente a las estrellas del celuloide), de gritar. digo:
-¡Hazle el test, estúpido, pídele que te dibuje el país del miedo!
No voy a escribir ni a imaginar mi país del miedo, como no voy a contratar dicho seguro a todo riesgo. Y no porque no tenga miedos, ni porque me considere un valiente, sino precisamente porque sé que los tengo -aunque posiblemente en un grado aceptable- y porque me temo que el hacerlos explícitos no es, en contra de lo que se piensa, un modo de exorcizarlos, sino por contra una forma de afianzarlos, darles juego e incrementar su influencia y peso.
Vivir con miedo paraliza y ensombrece el ánimo. Temo encontrar al final de ese experimento mental tales resultados. Así que, movido por la prudencia, por la superstición o incluso por el miedo, declino amablemente la invitación y contesto:
-Muchas gracias, señorita, por la llamada y por su información, pero no estoy interesado; quizás más adelante...
En la película Mi vida sin mí, de Isabel Coixet, hay otro experimento mental, mucho menos sombrío, pese a lo que pueda parecer a primera vista. Su nombre podría ser: Cosas que hacer antes de morir. A la protagonista le han diagnosticado un cancer terminal y tiene los días contados. En lugar de derrumbarse y quedar paralizada (por el miedo) decide aprovechar lo que le queda de vida y hacer todo aquello que le queda pendiente para preparar su vida sin ella, el mundo que le rodea para ese día en el que ella no esté. No hay tiempo que perder así que hace una lista con esas tareas pendientes: grabar un mensaje para cada cumpleaños futuro de cada una de sus hijas, tener una aventura con otro hombre, buscar una mujer para su marido, el único hombre que ha conocido...
A mis alumnos les suelo plantear este experimento mental a modo de ejercicio. Y les encanta. Creo que les fascina -y extraña- eso de hablar en clase de la muerte, con dieciseis años. En realidad se trata de un ejercicio en el que más que de la muerte se aprenden cosas de la vida. Por eso me gusta. Con la muerte en primer plano, este nuevo experimento mental nos ayuda a interponer entre ella y uno mismo todo aquello que más nos importa y valoramos. Al final, ese espacio se va llenando de presencias amables y gratas que hacen que la muerte vaya alejándose y difuminándose, quedando cada vez más en un segundo -o postrero- plano.