Hoy me acordé de esta foto.
Quizás porque cayó en mis manos ese libro de Vicente Verdú que leí hace años, mucho antes de sospechar que acabaría todo un curso viviendo en los Estados Unidos: "
El planeta americano".
Releí el primer capítulo y me dije: voy a releerlo de nuevo, qué maravilla.
Y también me dije: voy a empezar un apartado en el blog con un post por cada capítulo y con citas con miga y con fotos de las que he ido acumulando durante un año y no sé cómo hacerlas revivir de algún modo y que no mueran de olvido en un disco duro.
Pero estos días de encierro no paro de comenzar cosas: lecturas, proyectos, películas, series televisivas... de un modo omnímodo, mas sin estar seguro de si llegarán a buen puerto.
Lo mismo ocurre con este post, que he empezado sin saber a ciencia cierta que rumbo toma y a qué puerto llega, si es que a alguno llega finalmente.
Me encuentro en un estado de indolencia y volubilidad total y absoluta.
Vivo sin horarios: me acuesto a eso de las tres y me levanto bien entrada la mañana.
Me apalanco en la tele y me abrumo con la cantidad de canales del
Plus: quiero verlos todos y al mismo tiempo ninguno.
Es raro:
Me quedo alelado viendo una carrera rompe-rodillas retransmitida en euskera. Si alguno de los corredores se expresa en español le ponen los subtítulos en el idioma vasco.
Luego un canal de baile: enseñan salsa, vamos con el mango, muy bien, un, dos, tres, mango otra vez y vuelta a la chica con el brazo derecho. Mecachis: y yo con el papiloma.
Al jazeera cuenta cómo los periodistas en Irak no reciben información alguna de la policía y les ponen trabas y obstáculos a su trabajo.
Decido volver a quitarle el sonido en versión original a
La Tapadera: una vez compruebo que Tom Cruise tiene voz de mariquita quiero enterarme un poco de la trama.
En la andaluza un culebrón.
En la gallega un noticiero en
galego.
En la 5, o en la 3, no recuerdo, lo mismo son, siguen dándole vueltas a lo mismo: Belén Esteban, su padre, su hija, el padre de la Campanario, la susodicha y todos los comemierdas de la prensa del corazón: a estos
paparazzis yo, que soy de naturaleza pacífica, los empalaba vivos.
Y así hasta que un reflujo de voluntad me llega al cerebro y apago la tele.
Deambulo: es un decir, más quisiera yo.
Deambulo con el pensamiento, que no tiene vendas ni gasa ni le hago curas cada seis horas. Aunque pienso que igual no le vendría mal. O sea, divago, vagueo, me dejo mecer por las horas y me dejo seducir por el primer estímulo que se me presente.
Y entonces me acuerdo de la foto y la busco y la subo al blog y me pongo a escribir todo esto.
O quizás no.
Quizás no fue el libro de Verdú sino el propio tiempo.
Me explico: esta semana he estado recordando mi vida en Texas más que lo que lo he hecho en los últimos dos meses, desde que me vine.
He tenido que mandar algunos correos al colegio y llamar a los apartamentos donde me quedé por haberse quedado algunos asuntos sin cerrar.
He hablado por teléfono con Pepe y con Raquel.
He buscado en el Facebook al resto de españoles en Tyler, que han vuelto a España, como yo, y los he agregado como amigos.
Me he puesto a ver una vez más fotos de mis niños, los
gansitos.
Joder: sólo ahora me doy cuenta de que lo del libro de Verdú no ha sido sino un síntoma más y no el desencadenante de nada.
Y es que puede que basten dos meses para trasladar todas esas vivencias al pasado remoto en el que los recuerdos ya sólo llegan a nosotros impregnados del baño de nostalgia que nuestra memoria le otorga a lo que resulta ya irrecuperable.
Y así, de repente, como un fogonazo de los que duelen, me asalta el recuerdo de esta foto y de esa noche, en la que no ocurrió nada particular, o sí.
Volvía de Dallas, a la que había ido por el cumpleaños de Gaby en este
chevrolet alquilado: acababa de vender mi coche.
Era el último domingo del curso escolar y acababa de decidir no ir a trabajar al día siguiente, pues me quedaban
sick days por pedir y tenía miles de gestiones que resolver todavía.
Así que de Dallas me fui directamente a la escuela, sin pasar por casa, para preparar el
folder al sustituto.
La cosa me llevó un par de horas y salí de allí, del colegio, a las 23:30 de un domingo de junio.
No había cenado ni probablemente tenía en casa nada que no andara caducado así que estacioné el
chevy de alquiler en ese descampado en que se convierte el aparcamiento del
Wal-Mart a esa hora.
No sé qué fue lo que sentí entonces que me llevó a sacar de la guantera la cámara para inmortalizar el momento.
Quizás el silencio de la noche.
O la sensación de libertad de estar rompiendo mi encorsetada rutina.
O esta nostalgia anticipada -que ahora actualizo y se convierte en retrospectiva- por mi inminente vuelta a España, de donde acaso nunca jamás volvería.
El caso es que saqué la foto y entré al supermercado.
Para mi sorpresa había bastante gente, para ser Tyler y ser las doce de la noche.
Sentí por primera vez la crisis de la que hablaban los periódicos, al ver la fauna humana que compraba a esas horas.
Me fijé en los tatuajes, en las ropas, en la obesidad, en la negritud, en la mexicanidad, en las caras y en su cansansio y su tristeza.
Descubrí el submundo de la ciudad de Tyler, invisible para mí en mis visitas diurnas a los establecimientos siempre felices del sur de la ciudad, donde vivían los blancos, como en otro universo.
Hice la compra con un nudo en el estómago y con cierto sentimiento de culpa.
A diferencia de lo que ocurría por el día, sólo había dos cajas abiertas, ante las cuales había dos filas larguísimas de clientes, que esperaban con resignación.
Las cajeras eran lentas y no regalaban al cliente una sonrisa, un saludo, una frase cordial, como es norma en cualquier negocio americano en el que se trabaja de cara al público.
Ya eran más de las doce y la fila no se movía.
De repente, tan sólo unos metros delante mío, unos ojos negros se quedaron clavados en mí:
¡Era
Junior!
Era
Junior: José Luis, el nuevo alumno que se había incorporado a clase en el tercer trimestre.
Estaba vestido de calle, es decir, sin el uniforme.
Iba con unas cholas que dejaban ver unos pies manifiestamente sucios y vestía una camiseta negra de
Spiderman cinco tallas mayor que él: parecía un camisón.
Comprendí su pobreza: sólo la imaginaba y daba por sentado.
Sus papás estaban allí, y el bebé, de meses acaso.
La madre me saludó en la distancia, como avergonzada.
El padre ni me miró.
Éste intentó pagar con algo que se me antojó un cheque, pero no pudo. Sacó efectivo del bolsillo de un chándal raído y los perdí de vista.
Cuando pude al fin pagar y dirigirme de camino al coche, dirigí la mirada al interior del
Mac Donald´s que había en la entrada, o salida, del
Wal-Mart.
Allí estaban
Junior y su familia, cenando, a las 12:40 de un domingo.
Me pregunté si el resto de mis gansitos también estaban expuestos a sufrir estos horarios.
Sentí pena por
Junior y m
e sentí ridículo al recordarme amonestándolo por estar distraído, jugando y molestando.
Al día siguiente mi sustituta pasó lista, pero
Junior no estaba.