-Lo llamo así porque es muy viejo para ella.
-No vuelvas nunca a hacerlo, mujer. Es un honor para nuestra familia. Y ya está decidido.
Abu Bakr le había pedido la mano de Aisha y él había zanjado rápidamente sus diferencias con su esposa. Hubiera querido esperar algunos años. Pero Abu Bakr no tenía ninguna intención de esperar algunos años y además era el comerciante más próspero y más respetable de la provincia de Qasim. De modo que el padre sólo tardó un día en consentir la boda de Aisha. Todos los gastos corrieron a cargo del comerciante Abu Bakr, quien se encargó de traer a la aldea a un magistrado de confianza. La única condición del juez fue la de no consumar el matrimonio hasta que la niña hubiese alcanzado la pubertad.
Aisha abandonó la aldea e ingresó en el palacio de Abu Bakr con el asombro y el miedo dibujados en sus grandes ojos negros. Iba vestida de novia y al mirarse en los espejos se preguntaba si era normal que las princesas fueran tan maquilladas. Todo era absolutamente nuevo para ella: el brillo de los azulejos, las albercas somnolientas, la docilidad de los sirvientes, el artesonado de los techos, la melancolía de los patios, el aliento enardecido y sofocante de Abu Bakr.
Él le había permitido llevarse al palacio sus juguetes y sus muñecas, aunque no le había comprado ninguna otra; pero sí sortijas y trajes de gala, piedras de ámbar o amatista, juegos de cama, camisitas finas y lencería en seda, transparencias, encajes y satén. De todas formas ella no necesitaba a ninguna otra muñeca que no fuera la pequeña Srini, a la que arrullaba y le decía al oído: “No tengas miedo. Un día volveremos a jugar con Alí, con tu papá”.
Pero en la aldea también los niños crecían desorbitadamente, a golpe de Corán.
-¿Por qué no puede Alí venir a verme? –le preguntaba ella a sus padres cada vez que éstos eran invitados a palacio.
-Alí se está haciendo un soldado. Olvídate de él –le decían.
Aisha les contó a sus padres un buen día cómo era su nueva vida en palacio y ellos discutieron. Pero el padre volvió a zanjar sus diferencias con su madre:
-Es su marido. Mahoma dijo que un esposo tiene derecho a disfrutarlas desde la cima de sus cabezas hasta la planta de sus pies.
-Pero…
-Y ya te dije hace tiempo que no volvieras a llamarlo nunca así. Su nombre es Abu Bakr.
Aisha le canturreaba a la pequeña Srini: “Se está haciendo un soldado y un hombre de fe. Ya verás que un buen día volveremos a estar juntos los tres”. Sólo hacía falta que Abu Bakr envejeciera un poco más. Es lo que le había dicho su madre: “Sólo así podrás volver a tener pretendientes otra vez”. Sólo así. Alí podría esperar. Ella no quería ser repudiada. También podría esperar y esperar.
Pero pasaron cinco, seis, siete, diez años, y él todavía estaba allí. Con su aliento sofocante y sus obsequios todavía. Hasta que un día aciago acudió su madre para darle la noticia:
-Alí se inmoló, hija mía. Ahora es un héroe para todos.
Aisha se cansó de esperar. Él todavía estaba allí y sin embargo era ya demasiado tarde. Pasó los días contemplando los azulejos de luto y sin brillo. Pasó las noches despierta recorriendo los patios de palacio o acostada junto a él con la mirada perdida en las geometrías funestas que el artesonado dibujaba en los techos de su alcoba. Pensó como en un sueño: en quedarse dormida y en despertarse de repente y en verse junto a Alí. Las praderas serían allí verdes y esponjosas. De los ríos podrían beber leche de burra y miel. Al despertarse, pensó, se encontraría junto a Alí.
A la mañana siguiente los sirvientes la encontraron arrojada a la alberca junto a su muñeca Srini. Respiraba todavía aunque estaba sumergida en un profundo sueño del que parecía imposible rescatarla. El dueño del palacio ordenó traer a los mejores médicos de la ciudad. La joven había estado al borde de la muerte, pero estaba a salvo. Continuó no obstante abandonada a su pertinaz letargo cinco, seis, siete, diez semanas.
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.