Éste es Lídel, el perrito al que le gustan las salchichas.
Siempre he pensado que la Humanidad se divide en dos clases de personas:
a) los amantes de los perros.
b) los amantes de los gatos.
Los primeros son extrovertidos y sociables; personas alegres a las que les gusta la compañía y las manifestaciones públicas de afecto. Son directos en el trato con la gente, no se guardan casi nada en la recámara. Son confiados y a veces tienen tan poco malicia, o pueden llegar a ser tan simples como dicen las mujeres que somos los hombres.
Los amantes de los gatos son en cambio seres introspectivos, generalmente tímidos, o simplemente con una vocación irrenunciable por la soledad. Necesitan del afecto de los otros, pero en dosis controladas, para evitar el colapso por saturación (y babas). Son más rebuscados, o más complicados, tal y como decimos los hombres que son las mujeres.
Los lectores habituales de este blog saben de sobra por
cuál de estos dos mamíferos siento una mayor devoción; y por tanto dentro de qué tipo humano me veo a mí mismo.
Lídel apareció en mi vida (o en mi casa) hace tan sólo una semana.
Siempre pensé que era el perrito del vecino, un tipo alto y tieso como un mástil, viejo y huraño. Casi siempre que lo veía andaban juntos. Sin embargo, de un tiempo a esta parte Lídel anda siempre solo, recorriendo las calles de arena de La Caleta.
La semana pasada le hice unas carantoñas y se tomó la confianza de subir tras de mí las escaleras de mi casa y colarse en la cocina. Era la hora de la cena, así que abrí la nevera y le fui dando, cachito a cachito, una salchicha alema del supermercado Lidl. El perrito devoraba la salchicha con desesperación de náufrago.
Al día siguiente, a la misma hora, yo llegaba exhausto del instituto (los martes y los jueves doy clase en el nocturno) y a la puerta de mi casa estaba haciendo guardia el perrito del vecino. Pensé en las salchichas alemanas del Lidl, y allí mismo lo bauticé:
-¡Vamos, Lídel, sube, que es la hora de la cena! -le azucé.
Lídel salió escopetado escaleras arriba, en dirección a la nevera: esa noche cayó otra salchicha alemana.
De este modo, noche a noche, se fue construyendo entre Lídel y yo una placentera rutina, como la que van forjando los amantes a lo largo del tiempo.
Pero llegó el día fatídico.
Llegó nuestra primera crisis.
Y es que una de esas noches, en la que llegaba a casa tarde y sin fuerzas para juguetear con Lídel, al abrir la nevera descubrí que el bote de salchichas estaba vacío.
(Sí, lo reconozco: soy de esas personas que terminan un bote o un paquete de algo y lo dejan nuevamente en la nevera, a la espera de que alguien con más iniciativa y resolución acabe por tirarlo a la basura)
Mientras yo miraba con cara de imbécil el bote lleno de ese líquido en el que nadan (cuando quedan) las salchichas, Lídel movía la cola frenéticamente, salivando y extasiado, ajeno a la tragedia que se estaba mascando.
-Ya va, Lídel, ya va -decía, tranquilizador, mientras en mi interior mi cabeza trataba de sacudirse el abotorgamiento y el cansancio para buscar una solución.
Llené un tazón con el líquido amniótico de las salchichas, cuyo olor me pareció tan penetrante, tan asalchichado, que por un momento pensé que a Lídel no le importaría cenar caldo de salchicha, para variar.
Pero Lídel husmeó aquel mejunje y lo rechazó con displicencia.
Registré mi nevera y mi despensa: pasta, papas, frutos secos, yogures, bases de pizza, fruta, queso blanco, pepinillos, dátiles, cereales, leche, berberechos...
Allí no había nada apropiado para Lídel.
Y entonces vi las sardinas jareadas.
-Si fueras un gato- le dije.
Lídel me miraba expectante, como queriendo comprenderme.
-Si fueras un gato todo sería más fácil.
Lídel agachó las orejas. Una especie de gemido se escapó de su interior.
-¿Y por qué no? -le dije-. ¿Por qué no ibas a ser tú capaz de comer sardinas?
Y así, con suma precaución, le partí una porción de sardina jareada. Lídel la olisqueó y se abalanzó sobre ella, casi con mayor entusiasmo que hacia las salchichas a las que lo tenía habituado.
No he vuelto a hacer una compra en Lidl. Así que, hasta la fecha, el perrito Lídel sigue cenando cada noche sardinas jareadas.
Entre los dos se ha restaurado la vieja rutina y el pescado salado ha hecho posible esta dulce reconciliación.
Hay personas extrovertidas, y de una jovialidad sencilla: son los amantes de los perros.
Hay otras personas que se sienten más cómodas en el ensimismamiento de sus soledades: son los que aman a los gatos.
Pero Lídel es un perro al que le gustan las sardinas jareadas.
Así que es muy probable que las cosas no resulten ser tan simples como parecen.
Y que cada persona sea un misterio, una incógnita, un enigma.