Trescientos sesenta y cinco.
No se puede, por cierto, sobrevolar el cielo todo el tiempo.
Hace falta tocar fondo alguna vez para apreciar luego las alturas cuando lleguen.
Pues llegarán.
Ya lo verás.
Recordarás la ciudad, supongo. Desde lo alto del torreón de Orduz se la puede abarcar y resumir visualmente: el río, el casco antiguo, la Catedral, la Rambla de los Comendadores, el mercado, la playa, el malecón, el mar. Antes solía subir al castillo a contemplar la ciudad desde arriba y tratar de entenderla. Pero el recuerdo es caprichoso. Ocurre que a veces no es una imagen visual lo que se queda prendido a nosotros sino un olor. O una música. Del torreón de Orduz yo recuerdo principalmente el olor a flores de tu pelo. Para poder asomarnos los dos al mismo tiempo a la ciudad por el exiguo espacio de la misma almena tuve que aproximarme tanto a ti que me dio la impresión de que el invierno había llegado a su fin. Así que es muy posible que lo que recuerdes de la ciudad sea otra cosa: el salitre impregnando tus fosas nasales allí donde fuéramos o el tañido de las campanas o el arrullo de las palomas en la plaza del mercado. Todo eso también me da miedo.
Antes hubiera podido jurar que la ciudad gozaba de una cierta geometría y orden. Así es como se me antojaba desde el torreón de Orduz. El río marcaba una clara delimitación entre el casco antiguo, por una parte, y la zona moderna y comercial por otra. En esta última la Rambla de los Comendadores corría paralela al río y desembocaba también en el mar. Junto a la Rambla, el mercado se erigía en el centro neurálgico de la parte nueva de la ciudad. El casco antiguo también poseía su centro indiscutible: la Catedral, que emergía majestuosa como un gran champiñón de piedra. Desde allí arriba me hubiera resultado sencillo incluso dibujarla.
Ahora que no he vuelto a contemplar la ciudad desde arriba y que escalar la empinada escalera en espiral del torreón me resulta un despropósito, ahora y sólo ahora, veo que todo puede haber cambiado. Y necesito advertírtelo.
¿Recuerdas el paseo de chopos que orillea el río bajo el puente y aquellos bancos desde los que contemplábamos su inagotable caudal y tratábamos de adivinar la velocidad con la que el agua pasaba ante nosotros y se perdía en el mar? Pues bien, no sé si sigue allí.
Supongo que recuerdas si acaso la penumbra laberíntica del casco antiguo por las noches. La primera de ellas te pegaste a mí mientras caminábamos y ahí volví a sentir el olor a flores. En los cinco días que pasaste en la ciudad recorrimos aquellas callejuelas estrechas y empedradas muchas veces, así que me temo que las recordarás todas tal y como eran.
¡Y qué decir de la Catedral! También en la morada de lo eterno pueden verse diferentes las cosas.
No sé si me explico. No sé si lo que quiero es explicarme.
¿Recuerdas nuestros paseos en silencio por las Ramblas o por el malecón desde el que la ciudad nos sonreía con su fachada más limpia y con el castillo y su torre allá en lo alto? Claro que lo recuerdas, no se olvida tan pronto. En estos cuatro meses es posible pensar que todo aquello haya sido devastado.
Porque la ciudad no es la misma.
El río arrastra lentamente materia muerta y desechos como de naufragio que se acumulan tercamente en ese extremo de la playa en el que por primera vez reconociste con las yemas de tus dedos aquel cuerpo mío.
El casco antiguo acaso te lo encuentres atestado de turistas y a la luz del día es posible que tu mirada se detenga horrorizada en las costuras, las cicatrices y las marcas de una restauración imperfectamente acometida.
Cuando vengas, no habrá pasado el tiempo suficiente para que la ciudad vuelva a ser lo que fue. Hazte a la idea: como en aquella biblioteca egipcia consumida en llamas o como las dos torres abatidas desde el aire, hay secuelas que son para siempre.
No creas que no he vuelto a recorrer estas calles. Preparo tu visita con locura. A mi manera puedo todavía dejarme conducir hasta la plaza del mercado y desde una terraza observar los pasos de todos los que me rodean. Siempre he tenido especial predilección por una cierta actitud contemplativa y ahora esa tendencia mía ha encontrado algo así como una ocasión propicia para consolidarse.
Pero me despierto todos los días agitado por tu inminente visita a la ciudad y las mañanas me las paso casi siempre en la cama y buscando las palabras con las que contarte lo que me ha ocurrido e imaginando tu expresión y adivinando tus pensamientos y especialmente tus sentimientos cuando compruebes por ti misma lo que ha quedo de esa ciudad que recordarás, supongo.
Harold W. Bloodworth se hallaba en un almuerzo en el Texas Roadhouse con la plantilla entera de la empresa. Él presidía la mesa central así que al consultar el buzón de voz tuvo que levantarse y disculparse ante todos: “Me temo que he de dejaros a medias, me ha surgido un contratiempo y debo estar en Dallas esta tarde, disfrutad del almuerzo”. A su secretaria, en un aparte, le dijo: “Ha muerto mi padre, pero no dudes en llamarme si se sabe algo del contrato con los finlandeses”.
Desde Houston solo había cuatro horas de camino hasta la casa del viejo, acaso tres y media si iba con el Lexus: por fin había surgido la ocasión de probar el nuevo juguete. Una vez en ruta se puso a pensar en su madre, qué palabras emplear. Había visto las llamadas perdidas. Podría devolvérselas ahora. ¿Para qué? En menos de cuatro horas volvería a tenerla delante y habría de hablarle de todas maneras. Se miró a sí mismo en el espejo del coche, ¿sería también ella otra persona? El campo verde retrocedía vertiginosamente a ambos lados del vehículo, era extraño asomarse y contemplar el manso ganado pastando y de pronto verlo precipitado con violencia hacia el pasado hasta hacerse minúsculo en el retrovisor. Pensó en todo aquello. La luna delantera iba atropellando intermitentemente a pequeños insectos que morían en el acto. Recordó vagamente aquellos años. Había que quitarlos de en medio; ya estaban muertos, pero sobraban allí. Presionó con firmeza el botón del limpiaparabrisas y los borró de su vista. Durante el resto del trayecto se concentró en la parte legal del asunto, ¿para qué si no este viaje a Dallas?
La viuda recibió a sus hijos en la biblioteca y de negro. El servicio había cambiado aunque llevaban todos el triste y discreto uniforme de antaño. Al otro lado de la puerta un mayordomo aguardaba de pie cualquier instrucción por parte de Mrs. Bloodworth.
-Me alegro sinceramente de que hayáis venido.
Harold y Silvia permanecieron en silencio.
-Sé que Harry lo hubiera valorado –continuó la madre-. De hecho estoy segura de que ahora mismo lo está haciendo desde allí arriba.
Silencio.
-Un padre es un padre al fin y al cabo –sentenció Harold.
-Últimamente hablaba mucho de vosotros, creedme.
Las miradas de los dos hermanos acabaron cruzándose.
-¿En qué sentido, madre? –preguntó el.
-¡Oh, Harold, qué cambiado estas! He sabido por tu hermana que te has convertido en un gran empresario, en un hombre de negocios.
La mirada de la vieja era vidriosa y de un azul más limpio que cuando era joven. Sus ojos estaban fijos en él pero parecían atravesarlo y estar contemplando algo situado más allá de su voluminoso cuerpo.
-También le conté que cada día estabas más calvo y más gordo –dijo Silvia, guiñándole un ojo a su hermano.
Mrs. Bloodworth alargó su brazo, le tomó la mano a su hijo y éste se dejó.
-Un hombre de negocios –repitió para sí misma- como tu padre… Él estaba orgulloso de ti después de todo. Eres un hombre, Harold.
-Soy un hombre ya, madre. ¿Dónde está él?
-En la capilla.
Los tres se quedaron callados. El reloj de cuco seguía en el mismo lugar de siempre, frente a la chimenea, sobre la estantería repleta de libros de contabilidad y la enciclopedia ilustrada, marcando, con monotonía y regularidad anticipada, los segundos, siempre idénticos.
-¿Se sabe algo del notario? –preguntó Harold. Y al mirar a su hermana supo que tampoco ella sabía nada.
Pero la madre no pareció oírle, porque respondió:
-Está en la capilla: vayamos a verle.
En el fondo del jardín, separado de las canchas de tenis por una pared oscura de tupido seto, se levantaba un templete de adustas curvas neoclásicas. Era la capilla en la que aguardaba expectante el cadáver notable de Harold Bloodworth. El interior estaba en penumbra y la madre se adentró con pasos lentos y como un lazarillo fue arrastrando a sus dos hijos hasta el fondo de la estancia. Los hermanos avanzaban de la mano y también les pesaban los pies. Hacía frio. Poco a poco la luz de un gran candelabro macizo que colgaba de lo alto fue descubriendo de pies a cabeza el cuerpo rígido y crispado del padre. La viuda lo miró a la cara. Silvia Bloodworth se apretó contra su hermano y éste dio un paso al frente, junto a su madre. Las manos del padre seguían siendo, después de muerto, duras y rugosas como los nudos de un roble. Silvia se estremeció y Harold reaccionó a este movimiento con cierta brusquedad, como quien esquiva un golpe. La madre posó entonces su mirada aguada sobre sus dos retoños y los vio por fin, ahora sí, tal y como los recordaba.
-Salgamos, es suficiente –susurró.
Una vez fuera, Harold se pasó el dorso de la mano por los ojos, la luz del jardín lo cegaba. Ya recompuesto, se dirigió a su madre:
-¿Qué hay del notario?
-Harold, querido, tranquilízate. Vendrá esta tarde. Ni yo ni tu hermana sabemos nada todavía. Pero de algo puedes estar seguro: él te quería.
-Veremos.