jueves, 29 de noviembre de 2007

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jueves, 8 de noviembre de 2007

viernes, 2 de noviembre de 2007

CoLLeCCiOnAnDo TiEmPo


Esto no es tiempo, sino dinero. Es verdad, el tiempo es oro. Pero no llega a ser del todo lo mismo. Son monedas de 1, 2, 5, 10, 20 y 50 céntimos: dinero. En total, ochenta y nueve euros con cuarenta céntimos.


Tampoco se trata de una colección. Es sólo el balance y la unión de toda esa calderilla que se me va acumulando en el trajinar de los días. Nada premeditado, pues. Nada dispuesto conforme a un orden o un propósito determinado, pese a que en el momento del recuento lo haya organizado todo en montoncitos parejos.


Luego me he entretenido haciendo formas y dibujos con el vil metal, con el deleite del tío Gilito: he aquí un árbol. Después he metido parte del tesoro en una caja y lo he ido cambiando, poco a poco, en una venta cercana a mi casa. Pero a medida que entregaba a la tendera la cajita llena de monedas de 20 un día, de 50 otro día, nuevas monedas iban acumulándose por doquier: en la entrada, en la mesita de noche, en los bolsillos, en el coche... Cada vez que venía alguien a casa lo veía todo lleno de monedas. El tesoro no menguaba, o lo hacía muy lentamente. Antes de que aquello se convirtiera en un trabajo de Sísifo, decidí ir al banco y cambiarlo todo de una vez. Me hicieron clasificarlo todo y meter las monedas en paquetitos de plástico diferenciados. Me deshice de aquel peso. Me gasté todo lo que con lentitud casi geológica se había ido acumulando en los rincones de mi casa en apenas unas horas, de una sentada: un almuerzo en un restaurante y el tanque lleno de sin plomo 95.

Hoy vuelve a estar la casa regada de moneditas de 1, 2, 5, 20 y 50 céntimos. Aquello fue en agosto.



Lo de las botellas de aceite de oliva de la marca "Crismona" sí que se puede considerar una suerte de colección. Las consumo, lentamente: una ensalada, unos tomates con sal gorda, orégano, ajo y mucho aceite de Crismona, un pan tomaca... Lavo las botellas: las tengo un par de días en remojo y con jabón, para que la pegatina se vaya ablandando y no deje huella al arrancarla. Y finalmente las relleno con algún objeto para el que hacen las veces de vitrina. Comencé con la idea de rellenarlas de arenas y piedras de las distintas playas y terrenos de la isla. Hay picón de la Geria, arena de Caletón Blanco y callados de Famara. Pero luego desistí. La idea se postergó demasiado y acabé desistiendo del proyecto por mera falta de entusiasmo.



Más fortuna ha tenido la colección de precintos de botellas de 1,5 litros de agua Lanjarón. Quienes me conocen lo saben: soy un bebedor compulsivo de agua Lanjarón. No se trata de una elección basada en razones de tipo medicinal, pese a lo que pudiera pensarse. No, es una cuestión de gusto. El sabor o ausencia de sabor de Lanjarón es lo que la hace mi favorita.

Al principio estaban por todas partes desperdigados, los precintos. Había muchos más que monedas de céntimo. No había tantos ceniceros o papeleras a mano como botellas ingeridas, así que allí por donde pasaba iba dejando un rastro de precintos de botella de Lanjarón. Las botellas vacías de aceite de Crismona me ofrecieron la solución, la posibilidad de encerrarlos todos, de almacenarlos, en su interior. Es, también, en cierto modo, una colección.



Lo de las latas de sardina sí que es una colección, en toda regla.

Empezó la cosa en un viaje a Portugal con Bea (novias no colecciono, mas alguna tuve). Me llamó favorablemente la atención el colorido de los azulejos en las paredes de las casas y el de las latas de sardina. Así que me traje en la mochila un par de latas de original diseño. Ahí quedaron, en una estantería del entresuelo, como un objeto más de decoración, como un recordatorio en clave del último viaje con Bea.

Más tarde, creo que en Londres, o acaso en algún interrail, me tropecé con alguna otra lata de atractiva cubierta. La compré, con la conciencia ahora sí de convertirla en una pieza más de esta particular colección.

Apenas he racionalizado nunca mi colección de latas de sardinas. No he tratado de encontrarle una explicación más o menos freudiana al asunto. Es verdad, me encanta viajar. Y la colección era una excusa -algo pueril lo sé- para cultivar esta pasión.

He visto colecciones de muy diverso tipo. Están las clásicas: sellos, monedas y billetes. Esta gente dispone hasta de una entrada en el diccionario. Y otras no tan típicas, aunque bastantes frecuentes: posavasos, botellines de cerveza, mecheros, cómics. La colección de cucharillas de postre de mi abuelo me parecía de pequeño algo insólito, ante la que me quedaba un poco alelado: ¡una por cada país! Luego descubrí que en toda tienda de souvenirs que se precie vendían cucharillas de esas con la rúbrica del lugar: Barcelona, New York, Fátima. Y aunque no encontrara en alguno de mis viajes latas de sardina para mi colección, casi siempre traía una cucharilla de postre para la de mi abuelo. Eso era así antes de que muriera.

Tengo un tío que afirma que todo el mundo colecciona algo o que al menos debería hacerlo. Es un tío al que admiro. Suele decir algunas verdades, aunque sin preocuparse mucho de justificarlas. Hace unos seis o siete años estuve un mes trabajando para él, de jardinero, y me quedé en su casa. Tenía una colección de figuras femeninas y otra de coches americanos de juguete de la década de los años cincuenta y sesenta. Además, encima de un aparador tenía una enorme vasija de cristal llena de corchos de botellas de vino. "¿Las coleccionas?" -le pregunté. "Sí -contestó, socarrón- cada corcho es un polvo que me he echado con la mujer con la que me bebí la botella". Después de un mes conviviendo con él pude comprobar que aquello no había sido un farol.



Sellos, mecheros, chapas, llaveros, pins, pegatinas, cucharillas de postre, figurillas, monedas, latas de sardina. Es verdad, todos coleccionamos algo.

¿Por qué?

Yo creo que cada uno de esos objetos representa una especie de mojón en nuestro vida: inmortaliza un momento, sirve de pretexto para rememorarlo, señala una coyuntura o una etapa.

Voy a reformular a mi antojo la filosofía de mi tío: "Quien no escribe, debería coleccionar algo".

Porque el tiempo corre más veloz y sin obstáculos hacia el olvido y la nada cuando no hay una lata de sardinas que entorpece su huida y le obliga a reducir la marcha debido a lo aquilatado del pasado que lleva a cuestas.