sábado, 24 de febrero de 2007

cArNaVaL PaLmErO


"No hay que subestimar el atractivo primordial de salir de uno mismo, completamente, porque esta salida, esta huida de la prisión del cuerpo, implica nacer a la vida eterna, lejos de las constricciones de la mortalidad y del tiempo. Librarnos de las cadenas del ser por un instante, suprimir el accidente de nuestro yo mortal, liberar las pasiones en un único estallido...


...La embriaguez, el orgasmo, el vértigo de la danza no constituyen, pues, sino el abandono de nosotros mismos a una voluntad superior que se hará cargo de nuestra persona el tiempo que duren el baile, la borrachera, la pasión amorosa o los efectos de las drogas, depositando nuestra confianza más absoluta en poderes vitales sobrehumanos, que nos permiten sentir que la propia vida, en los momentos de extrema exaltación, se funde en un poder divino. En ese sentido, lo que en nuestra sociedad son pecados constituían manifestaciones de gracia para los paganos".


(Lucía Etxebarria: La Eva futura. Cómo seremos las mujeres del siglo XXI y en qué mundo nos tocará vivir).

miércoles, 21 de febrero de 2007

cArNaVaL cHiChArReRo


En cuanto tropezamos con las primeras mascaritas y el ron empezó a hacerme sentir la metamorfosis interna, al modo en que el disfraz se encargaba de la metamorfosis externa, comencé a renegar de mi solidaridad con los vecinos e hicieron agua irracionalmente mis argumentos en contra del chicharrerismo fanático e insolidario -o simplemente obtuso- que había insultado en los días precedentes a los santacruceros de la zona centro que habían buscado en la justicia una protección de su derecho al descanso y la salud. Me refiero como todo el mundo sabe a esos "vecinos tocapelotas", abucheados por una manifestación pro-canaval, ridiculizados por gran parte de la opinión pública de este país y ninguneados por un alcalde. Sólo en España puede un ciudadano que solicita a las autoridades medidas alternativas para armonizar su derecho al descanso con el derecho al ocio de una mayoría ser tachado de "vecino tocapelotas".

Pero como este tipo de ideas son muy impopulares; y como el Carnaval es ante todo una fiesta popular; y como el Arehucas entra divinamente y aletarga la razón y confunde los sentidos y exalta el ánimo; y como -para qué engañarnos- el Carnaval es algo como que lleva uno dentro, lo cierto es que nada más ingresar en el bullicio y el fragor de los aledaños de la plaza Weyler me olvidé olímpicamente de los vecinos a los que la justicia había dejado finalmente en la estacada.

El Carnaval es uno de los antónimos de la muerte; una suerte de alegoría exagerada de la vida. También incluye a la propia muerte, elemento imprescindible, presencia -y envés- ineludible de la vida. Pero se opone a la nada y al silencio eterno que la muerte representa, con su algarabía, con su mezcolanza, con su desenfreno, su parodia, su provocación, su transgresión...

Es cierto: poco queda del Carnaval como venganza anticipada del periodo de abstinencia impuesto por la cuaresma; del Carnaval como licencia a las pasiones y al cuerpo previa al rigor y al régimen inaugurado el miércoles de ceniza; del Carnaval como ruptura de las castas y clases y jerarquías sociales... Pero algo queda.

Queda la ruptura momentánea del orden de lo cotidiano. Queda el teatro y la simulación y la asunción voluntaria de cualquier rol o identidad real o imaginara. Queda un sentimiento de casi universal confraternización (digo casi por eso de los vecinos...). Queda el ingreso en un tiempo irreal al amparo de la fantasía. Queda la victoria del capricho y la risa y la imaginación sobre la seriedad, la norma y el orden social.

Por todo ello espero que ningún edil vuelva a hacer demagogia diciendo que hay quien quiere que muera el Carnaval de Tenerife y pido al próximo alcalde de Santa Cruz que simplemente habilite una zona donde celebrarlo en la que con unos meros tapones de cera puedan pegar ojo los "vecinos tocapelotas" del año que viene.

viernes, 16 de febrero de 2007

GaTo MuErTo

Siempre he tenido gatos en casa pero nunca antes había visto uno muerto. Los despojos que vislumbra uno desde el coche no cuentan: la velocidad y la carnicería que implica el atropello hacen de aquello una masa informe e irreconocible. Por eso es una ironía que el primer gato muerto al que he podido tocar -sobrecogido- sea un gato callejero y no un gato casero.

La primera y creo que única experiencia desagradable que he tenido en este piso en el que ahora vivo fue a las dos semanas de instalarme: una descomunal rata de alcantarilla se coló por el balcón mientras -desnudo, recién salido de la ducha- me cortaba las uñas de los pies frente al televisor. Después de haberla acorralado en los bajos del sofá-cama conseguí expulsara por donde había venido con la ayuda de una fregona.

Desde entonces, la familia gatuna que parecía haberse establecido en las inmediaciones de mi portal, junto a los contenedores donde a menudo se acumulaban las sobras y desperdicios del Leito de proa y de Casa Ginory, a la sazón restaurantes de pescado frito y a veces fresco, se convirtieron en mis protegidos (y los de alguna viejecita que puntual y devotamente les dejaba agua y friskies). Con gusto les bajaba ese embutido que había empezado a saber ácido, o soportaba el hedor de sus meados, sabedor de que su presencia y vigilancia eran la mejor garantía contra el merodeo impune de las ratas.

Pero hoy al volver del trabajo me he encontrado su echadero habitual desierto. Sólo estaba el cadáver abandonado de este gato joven que muestra la foto. Asombrado me acerqué y, con una mezcla de repugnancia y morboso interés, lo toqué. Estaba duro y rígido. Los ojos abiertos pero ya cubiertos por una costra sólida y transparente que delataba la ausencia de cualquier atisbo de vida. Las orejas tiesas, así como el rabo y las extremidades. Probé a moverlo un poco: estaba pesado y como adherido a la acera. La viva imagen del rigor mortis. No supe qué hacer con él. "Es un simple gato callejero" -pensé. Y sin embargo la certeza de que nadie haría nada por reparar la obcenidad del gato muerto en medio de la acera, salvo esquivarlo, me hizo en cierto modo responsable o culpable de su desamparo. Hasta el resto de la camada lo había dejado allí postrado y olvidado. ¿Tenía sentido tratar de enterrarlo en el solar de al lado? ¿quizás al menos desplazarlo allí, apartarlo de la vista de todos?.

No fui capaz. Había empezado a oler y unos bichitos (probablemente pulgas) se cebaban con él. Sólo estos parásitos no le habían abandonado; sólo éstos vendrían a velarlo y devorarlo, atraídos por la fragancia contumaz e irrespirable de la muerte. Me fui a casa y sólo regresé unas horas más tarde para fotografiarlo.

La imagen de la muerte de un gato en el petril de mi portal no me abandona y me conduce a inquietantes reflexiones y preguntas sobre la muerte de un hombre cualquiera; empezando por la propia.

lunes, 12 de febrero de 2007

BaRcO HuNdidO

En 1981 la primera aparición veraniega de la playa de Famara, paraíso de las vacaciones de mi infancia, nos sorprendió a los que llegábamos en el coche, cargados de maletas y anhelos de brisa marina, con una visión espeluznante: el barco hundido.

Había encallado en la playa más bella y sugerente del archipiélago un carguero de 60 metros de largo que transportaba cemento.

Ese verano un piche de luto cubría grandes superficies de arena. Cada día la marea traía a la orilla algo nuevo: toneles de plástico, brazos de asiento, trozos de colchoneta, maderas de todo tipo. La playa amanecía salpicada de toda la basura del naufragio un día sí y otro también. Creo tener el vago recuerdo de un tono de tristeza en las conversaciones. Acababa de cumplir tan solo cuatro años.

El barco hundido se convirtió cada verano posterior a su llegada misteriosa en una nueva ocasión para constatar que durante el otoño, el invierno y la primavera en casa el tiempo en La Caleta de Famara no había pasado en vano. En efecto, cada año el barco menguaba: se hundía un poco más y se veía un poco menos. Mi padre registraba el cambio con una precisión casi científica: "El año pasado se podía ver sin dificultad todo el puente mayor, incluso con marea alta".

Y aquí está ahora el barco hundido de mi infancia, mostrando nada más que el morro de proa, como si estuviera tomando la última gran bocanada de aire -de brisa marina- antes de hundirse del todo en el océano y desaparecer para siempre.

La foto está tomada, por cierto, con marea baja.

domingo, 11 de febrero de 2007

"Todo fluye..

...nada permanece". Ya saben toda esa retahila de Heráclito el oscuro: "Nunca te bañarás dos veces en el mismo río". Nada queda, nada es estable, todo está sujeto al cambio incesante, al devenir; en otras palabras: al tiempo.

Marcel Proust trató de contradecir al insigne presocrático y recuperar el caudal de tiempo que sin poder evitarlo se le había estado escurriendo y escapando de las manos durante los años previos al comienzo de su obra. En busca del tiempo perdido es su intento por retener el tiempo que corriendo a raudales se emborronaba poco a poco en la memoria y desvanecía en el pasado, en la nada.

José Saramago presentó Mis pequeñas memorias el sábado pasado (qué pronto habrá de convertir el tiempo esta frase en falaz) en el terrero de lucha del pueblo de Tías de Fajardo, Lanzarote. Allí dijo Saramago que los hombres éramos "transportadores de tiempo", tarea ésta -la de transportar el tiempo a lo largo de nuestras vidas y fatigas- a la que desde épocas remotas e inmemoriables nos habíamos dedicado; circunstancia que no tiene visos de cambiar.

Un blog: literatura efímera, volátil, perecedera. Un soporte inmaterial, virtual, casi etéreo: digital. Y pese a todo, un intento más de retener y dilatar y enriquecer y ennoblecer y engrosar y almacenar el tiempo, la savia de las horas, los entresijos de los días y las noches, los renglones que silenciosamente escribimos al vivir.

Un blog, pues, contra el tiempo. Una batalla ineludible aunque perdida de antemano. O una herramienta simplemente: una ayuda, un instrumento para arrastrar, para escoltar, para transportar el tiempo.

Hoy es domingo once de febrero de 2007, según la hora canaria.