lunes, 30 de marzo de 2009

CiNe AñEjO

El sábado por la tarde -a las 13:40, para ser más exactos- fuimos al cine Gabi y yo. No era el supermulticine al uso, sino un sitio relativamente pequeño y bastante viejo. Un cine de los de antes, con su moqueta gastada y sus lámparas de araña decadentes y algo pretenciosas. Un lugar poco concurrido (o quizás fuera la hora), ajeno a las aglomeraciones de los centros comerciales. Un cine con encanto y probablemente con muchas historias a sus espaldas; algo así como el Cine Víctor en Santa Cruz, el Cine Wood en Tafira o el... ¡mecachis! ¿Cómo se llamaba aquella sala de mi infancia, sito en Heraclio Sánchez, frente a deportes Discóbolo, en el que hacían descanso y había que hacer una cola de horrores para conseguir que te despacharan aquellos legendarios cortes?

Sea como fuere, el día estaba frío y ya habíamos estado bastante tiempo puertas adentro, así que un cine se presentó como la mejor opción: "Te voy a llevar a uno que hay cerca de casa, está de madre, con unos sofás muy grandes para sentarse; además cuesta la entrada 3 dólares menos". Me pareció perfecto; sobre todo porque echaban esa película que mi madre me había recomendado y que no había podido ver en Tyler: "The reader".

En efecto, la película me encantó. Una historia hermosa, una interpretación impecable por parte de Ralph Fiennes y de Kate Winslet, un argumento con sustancia, rico en temas y preguntas que hacerse y con las que entretenerse un rato:

¿Pueden amarse dos personas radicalmente diferentes? ¿De qué manera se aman dos amantes de edades tan diferentes: un joven principiante y una mujer ya madura, curtida por experiencias singularmente dramáticas? ¿Quién era realmente Hanna Smith, el personaje interpretado por Kate Winslet? ¿Qué circunstancias y azares la explicaban? ¿Somos los seres humanos susceptibles de explicación o, por contra, inasequibles a la comprensión? ¿Puede una persona entusiasmarse con Homero, emocionarse con las voces de un coro infantil en una iglesia de pueblo, necesitar de la literatura como quien necesita del agua o el sexo y, sin embargo, ser en apariencia insensible al sufrimiento ajeno hasta el punto de convertirse en propiciador de la muerte de otros? ¿Es compatible el refinamiento de la sensibilidad estética con la insensibilidad y torpeza moral más absoluta? ¿Qué sucedió en la Alemania nazi? ¿Cómo hacer para comprender lo incomprensible? ¿Qué es la justicia y, por otra parte, qué se dirime en los juicios o tribunales de justicia? ¿Qué ocurre con las personas a lo largo del tiempo, aparte de hacerse más viejos por fuera? ¿Qué continuidades y lealtades, qué rupturas y desmentidos albergamos en nuestro fuero interno con los años? ¿Qué valor siguen teniendo los primeros amores u otro tipo de experiencias cruciales de nuestra niñez o adolescencia? ¿Son reevaluados por nuestros nuevos y sucesivos "yoes" o por el contrario preservan su aurea inmarcesible e impoluta, invulnerable al desengaño? ¿Puede uno enamorarse de una persona mala? ¿Era mala Hanna Smith? ¿Qué es una persona mala?

Pero, por encima de todas estas preguntas, quedó sin responderse una elemental y simple:

¿Cómo termina la película?

Y es que durante el transcurso de la misma, justo en ese momento álgido de justicia poética, en el que Ralph Fiennes vuelve a leerle a su antigua amante -ahora una anciana- toda la bibliografía con la que alimentaron ese extraño e imposible idilio de juventud, justo entonces, ocurrió lo impensable, la ruptura de la magia, el cese del tiempo, el despertar del hipnótico sueño en que consiste el buen transcurrir cinematográfico:

Se jodió la película.

Se jodió la cinta, el rollo de película, el celuloide o cómo coño se llame el carrete en que se yuxtaponen los fotogramas para conseguir la ilusión del movimiento. Tras un extraño temblor de la imagen, tras una súbita e insólita coloración, una luz como de llama comenzó a quemar la película hasta que ésta se quebró y se quedó inmóvil y abierta en canal, estúpidamente, cual víctima de un asesinato atroz y macabro, exhibiendo delante de todos nosotros, espectadores atónitos, unas vísceras absurdas con forma como de dinosaurio.



Tras encenderse las luces entró en la sala un joven e incomodado acomodador, quien tras disculparse y tratar de explicar lo inexplicable nos repartió un pase gratuito para otra función.

De allí salimos todos con cara de pringados, absolutamente estupefactos y desconcertados, sin saber como digerir lo ocurrido: emocionados por el espectáculo de la película consumiéndose en llamas y frustrados por quedarnos sin ver el final.

En fin, por 3 dólares menos, qué otra cosa cabía esperar.

¡Qué genuinamente auténticos son los cines añejos en América!





No sé qué extraño pálpito me había llevado a coger conmigo la cámara en el último momento.

Gracias a ello, pude filmar el final de todo.

Bueno, no exactamente el final: ése, nos lo perdimos.


AgUdEzA ViSuAl


¿Qué crees que me sucedió ayer por la tarde?

miércoles, 25 de marzo de 2009

martes, 24 de marzo de 2009

domingo, 22 de marzo de 2009

PeCaMiNoSa OrLeAnS 4


Los iluminados del Señor recorrían la calle Bourbon día y noche, ataviados con esas sudaderas que aseguraban:

"God hates Mardi Gras"




Predicaban pacíficamente el mensaje de amor de Jesús.



Pero la Bourbon, ya se sabe, está llena de apóstatas, de herejes, de blasfemos...

Contonean sus pecaminosos cuerpos en mueca grotesca, de desprecio y burla.

Ovejas descarriadas.



O bien contraatacan directamente, micrófono en mano, contrapredicando blasfemias.

Nuevos iconoclastas, modernos heréticos.



¡Ardua y espinosa es la labor de quien regala en Mardi Gras la palabra de Dios!



La tensión en algún momento se hizo casi insoportable.

Aquel duelo dialéctico se me antojó casi tan dramático como un sermón apocalíptico en Speakers´ Corner.

Uno defendiendo la materia y el otro el espíritu.

Uno abogando por este mundo y su contrincante apelando al más allá.

Uno llamándolo vicio y el otro virtud.



Desde las alturas la gente se rebelaba contra aquel sermón vociferado a golpe de escupitajo.

Les abucheaban, les insultaban, les hacían cortes de manga.



A este tipo se le acabaron los argumentos ateos y decidió, directamente, desabrocharse la bragueta y exhibir su trozo de materia, con el que hacer frente a tanta exuberancia espiritual.



Bourbon Street, calle de contrastes.

O no:

A fin de cuentas, de una y otra parte, el mismo histrionismo, el mismo cachondeo, idéntico sentido del espectáculo.

Si yo fuera creyente y llegara a recalar por accidente en la calle Bourbon, probablemente me avergonzaría más de los defensores que de los detractores de Dios.


sábado, 21 de marzo de 2009

aMiGo InViSiBle 2


Tan pronto como llegamos a México, un 7 de de marzo, día en el que cumplía años mi padre, el de Gaby y el de mi alumna Yessenia, nos instalamos en el amplio y confortable piso de Alberto y Bea y nos sentimos como en casa.

Hasta allí, hasta el DF, nos habia llevado la Edición 2009 del Amigo Invisible.

De justicia era culminarla cuanto antes, con la apertura de mis regalos, dos meses después de la celebración general del anual acontecimiento en la villa de San Cristóbal de La Laguna.



Alberto lo grabó todo en video, disfrutando de los regalos que me tenía preparados, al tiempo que atesorando material audiovisual para afrontar las futuras ediciones del Amigo Invisible.



Atacó al corazón con los primeros regalos: fotos de aquellos viajes inolvidables en nuestra adolescencia tardía.



Imágenes de una amistad duradera, enriquecida a lo largo del tiempo y a través de sus incontables y memorables episodios; tal que este último viaje a México.



Luego -siempre instalado en la vena sentimental- prosiguió con esos "productos de la tierra", que tan lejos nos queda a ambos:

Café el Caracol

Más canario que eso: el gofio.



Cada regalo llevaba su paliquito de rigor, su presentación, su misterio.

(Al fondo, queridos lectores a los que les encana ampliar las fotos y fijarse en la marginalia de los posts, se puede ver, radiante, impoluto, acogedor, con sus puertas abiertas de par en par al nuevo huésped: el cuarto de las pajas)



Luego los regalos serios: un catálogo de una exposición en la que participó (o fue el comisario) Alberto.

El artista: Manuel Felguérez.



Aunque tengo aquí muy poco tiempo para leer, lo que escriben los colegas tiene prioridad absoluta, así que leyendo el texto de Bertux me enteré de que el tal Felguérez fue uno de los puntales que introdujo el arte abstracto en la tradición pictórica mexicana, tan instalada en el realismo (aunque a veces mágico) figurativo.



Alberto seguía filmando, yo leyendo y abriendo regalos...

Qué sensación más extraña la de esta edición del Amigo Invisible, fragmentada, dividida en dos, con este coletazo y cierre tan tardío.

O quizás fue la demostración palpable de que pese a las distancias y ausencias el Amigo Invisble podía seguir su curso, continuar, perpetuarse.



Bea es redactora jefe de Glamour y por lo tanto creo que tuvo bastante que ver en este regalo.



Y para despertar al personal, aletargado aún por el jet lag, para exaltar más aún si cabe la amistad, para probar el milagroso elixir nacional, nada mejor que una botellita de esa bebida mexicana que la planta de maguey hace posible.



Las notitas me iban conduciendo a abrir armarios o puertas y a descubrir nuevos regalos que señalarían el rumbo de esta noche de bienvenida...



Una guitarrita mexicana, de apariencia similar al timple canario.



Y un sombrero de mariachi, por si quedaba alguna duda respecto adonde habíamos ido a parar.



Faltaba el regalo manual.

El cabrón de Alberto me había dicho por la tarde:

Prepárate esta noche, he preparado una buena, alguien va a venir...

El guión escrito me mandaba abrir la puerta de la casa para encontrar el último regalo.

Por un momento pensé:

¿Santi? ¿Nico?

Pero enseguida lo descarté: demasiado surrealismo.

(
Queda apuntada la idea, no obstante, para futuras ediciones)



Abrí la puerta y...

¡hélas!

¡Sorpresa!

¡Tronar de guitarras, guitarrones, violines y trompetas!

¡Juan Felipe y sus marichis!

¡La orquesta Meteeeeeeeeeeeeoro!

¡Ándale, ándale, ándale!



Alberto se redimió con su regalo postrero.

La cara de todos era un poema.

¡Jajajajaja!



Los mariachis entraron con el animado ritmo de Guadalajara, cuya letra había impreso Alberto para cantarla a dúo conmigo.



Pronto se animó el cotarro.

Se olvidó el jet-lag a ritmo de ranchera y de tequila.

¡Guadalajara hermosaaaaaaaaaaa!



Convertimos el saloncito en una improvisada pista de baile.



El sombrero rulaba de cabeza en cabeza.

La alegría estallaba como una supernova, a años luz de Tyler y de Tenerife...

¡Y arriba las chivas!



¡Cuidadín, cuidadín, que viene el baile del tiburón!

Bailábamos y cantábamos los temas como si los conociésemos de toda la vida.

(Ilusiones fruto del tequila, me temo)



Dicha desatada.

Bienvenida apoteósica.

Prometedor preludio de lo que habría de venir.


miércoles, 18 de marzo de 2009

NaTuRaLeZa MuErTa


Pedro tiene razón:

A Frida, a Diego -a México, añadiría yo- no les va el bronce, opaco y frío, sino el estallido de color, la orgía cromática, el mundo prohibido de los ciegos.



El único cuadro de Frida que encontré en el museo de arte de Dallas fue este bodegón de frutas tropicales y exóticas, como el pico de un tucán.

Bodegón de luz y dicha veraniegas, fresco, vivo, palpitante.

En modo alguno una "naturaleza muerta".



Hasta la llamada Casa Azul, donde nació y reposa -desintegrada en polvo- Frida, donde vivió tantos años con su marido, Diego Rivera, convertida ahora en casa-museo de ambos, hasta esta Quinta plantada en la inolvidable Coyoacán, exhibe a través de sus muros exteriores este ultramarino casi estridente; revolucionario y oceánico.



Diego se pintó a sí mismo (aunque de niño) cogiendo (perdón: agarrando) de la mano a la muerte Catrina.



Y sin embargo el mural es una fiesta de color.



Allí estuvimos, en el museo Rivera, contemplando las diferentes escenas de este gigantesco mural, que el exiguo objetivo de mi cámara fue incapaz de abarcar.

Allí estaban todos los que habían jugado algún papel en la historia de México:

Desde Hernán Cortés...



...hasta los próceres de la Revolución Mexicana.



Antes habíamos estado en el Palacio Nacional, en cuyas escaleras y paredes del patio interior Rivera pintó otro interminable mural en el que se resume la historia del país:



El México prehispánico, con sus mayas, sus toltecas, sus aztecas y toda su prole divina.



La Conquista, con sus frailes, su Inquisición y su nuevo dios.



La edad contemporánea (ya histórica) con su lucha entre capitalismo y comunismo, cada cual con sus ídolos, con sus Biblias y profetas...



En el Palacio de Bellas Artes no nos dejaron sacar fotos, pese (o precisamente debido) a la gran belleza de su interior estilo Art Déco.

Pero me compré esta libretita en cuya portada aparece el famoso y polémico mural que pintó Rivera para el Rockefeller Center de Nueva York y que el magnate americano mandó destruir al rematarlo su autor con el retrato de Lenin redivivo, verdadero escupitajo en plena Quinta Avenida, alma y símbolo del capitalismo.



Pedro tiene razón:

El alma mexicana es de colores.

En el Museo del Templo Mayor (aún me pregunto cómo pudimos compatibilizar tan bien el tequila y los museos, las cervezas y la visita cultural) varios focos de luz coloreaban esta piedra grabada en tiempos de los aztecas, para recordar al visitante qué aspecto tan diferente tuvieron las pirámides, los templos y las piedras...

Como el Partenón en Atenas, estas ruinas fueron en su tiempo luminosas, prístinas, multicolores:

Doradas como el oro.

Azules como el cielo y el océano.

Amarillo sol.

Y rojo sangre.



El imperio azteca cayó, víctima de su propia arrogancia, de sus incontables abusos y víctima, por supuesto, de los españoles.

Hoy sus restos han perdido el color de antaño; son piedra petrificada, no viva.

Frida se rebeló en vida, a través del color, contra la enfermedad, el dolor y la muerte.

Hoy se la ve más inmóvil que nunca, fría y dura, descolorida y opaca, sentada en un banco tan de bronce como ella misma.

Pobre Frida, que terminó convertida -como los aztecas, como Lenin, como todos nosotros algún día- en polvo, esto es, en algo más muerto que la muerte Catrina: en naturaleza muerta.