viernes, 31 de agosto de 2007

miércoles, 29 de agosto de 2007

HeNrY MiLLeR 3


"A mi entender, el significado de un libro radica en que el propio libro desaparezca de la vista, en que lo mastiques vivo, lo digieras e incorpores al organismo como carne y sangre que, a su vez, crean nuevo espíritu y dan nueva forma al mundo"

(
Henry Miller, Trópico de Capricornio)


martes, 28 de agosto de 2007

lunes, 27 de agosto de 2007

domingo, 26 de agosto de 2007

FLoRiDo PeNsiL

Pensaba que este post iba a tener un enfoque gremial, que iba a tratar fundamentalmente de la escuela española ayer y hoy, de cómo en tan poco tiempo -de nuevo el tiempo- había cambiado tanto la enseñanza en nuestro país.

Eso es lo que pensaba mientras tomaba fotos del cartel de la obra a la puerta del teatro y del patio de butacas una vez dentro. Al fin y al cabo, como profesor, tenía bastante que decir. Al fin y al cabo, como hijo de profesores, había crecido rodeado de todo aquello; con lo educativo como telón de fondo.

Mis padres pertenecen a esa generación que sufrió en sus propias carnes todo lo que en clave de humor denuncia "El florido Pensil", el libro de Andrés Sopeña Monsalve. Los que de esa generación se hicieron profesores no tuvieron en su infancia apenas ningún modelo positivo que emular, en el que inspirarse, para desempeñar con entusiasmo y buen hacer su profesión. Maestros como el que retrata el filme "La lengua de las mariposas" y que representa Fernando Fernán Gómez no habían de ser muy frecuentes. Y sin embargo, mis padres, junto a tantos otros profesores de su generación, llevaron a cabo durante los años 70 y 80 una profunda renovación pedagógica. Retrospectivamente y mediante alguna que otra conversación con mi madre me he ido dando cuenta de ello. Ahora cifro el esfuerzo de dicha renovación en todas aquellas revistas y libros de pedagogía pululando siempre por la casa, o en tantas tardes en las que acompañaba a alguno de mis padres al local del STEC, sindicato en el que en un momento dado -recuerdo un sisma, una ruptura, una entrega despechada del carnet de afiliado allá por mi adolescencia- llegaron a militar activamente. Eso, y las horas y las tardes y los días infatigablemente trabajando en casa, fuera de su jornada laboral. Eso, y el recuerdo acaso falso -mi madre se empeña en decir que lo es pese a la viveza con que está impreso en mi memoria- del consejo materno de que de todas las profesiones eligiera cualquiera menos la de profesor. Supongo que ambas versiones del pasado guardan algo de verdad. Supongo que mi madre, en esencia, está en lo cierto; supongo que nunca llegó a darme ese consejo hablando en serio. Al fin y al cabo, conozco a pocas personas tan entusiastas con su profesión de profesora de secundaria como mi madre. Y sin embargo, supongo que es posible que alguna tarde, abrumada por una montaña de exámenes que corregir, me dijera aquello hablando en broma y mi mente infantil malinterpretara el tono y magnificara la sustancia del mensaje. O acaso no, acaso nada de esto ocurrió ni fue dicho. Y es que puede ser que en realidad haya sido exclusivamente mi mente la que entre bambalinas haya fabricado este recuerdo falso con el único y exclusivo propósito de hacerme creer que la decisión de hacerme profesor no fue un acto de obediente imitación sino una prueba de obstinada y desafiante rebeldía.

Pensaba que el post iba a versar sobre los recuerdos en préstamo que conservo de aquella época remota en blanco y negro. Al fin y al cabo, también de mis dos abuelas atesoro anécdotas jugosas al respecto. Y es que en mi familia sólo las mujeres se han dedicado a nombrar el pasado; a conservarlo en la memoria como en tupper-wares que abrieran para la ocasión ante sus nietos o sus hijos, a fin de perpetuarlo. De mis difuntos abuelos nunca aprendí nada. A mi abuelo paterno no alcancé a conocerlo; murió unos años antes de nacer yo. No obstante, poseo vívida la imagen y el momento y circunstancias de su muerte, como un recuerdo falso, como si hubiera sido testigo de ella, de tantas veces que he escuchado a mi abuela y su viuda narrármela. Mi abuelo materno murió hace tan sólo dos años, pero era un hombre callado y taciturno. En cuanto a mi padre, son muchas las cosas que he aprendido de él, pero casi ninguna relacionada con el pasado (pese a ser profesor de Historia) y mucho menos con su pasado, algunos de cuyos episodios yacen mudos e ignotos bajo un turbador manto de silencio.

Son ellas, pues, las mujeres, mis abuelas y mi madre, las que han sabido o querido transmitirme esas anécdotas, descripciones o recuerdos en préstamo, como ocurre en las familias musulmanas o en las novelas de Isabel Allende. Una de tales anécdotas jugosas se la debo a mi abuela materna, Socorro. Al parecer, la abuela Soco, antes, mucho antes de convertirse en la abuela Soco, antes incluso de convertirse en madre, cuando no tenía más que 14 o 15 primaveras, en esa época en la que, como cuenta el "Florido pensil", los maestros de escuela ejercían dentro del aula y sobre sus pupilos una autoridad férrea y caprichosa, entonces -aunque no sólo entonces- gozaba de una belleza abrumadora, hasta el punto de que uno de sus profesores -cuyo nombre no conseguí retener, aunque sí lo que impartía: matemáticas- llegó a estar profunda y ostentosamente enamorado de ella. Según cuenta mi abuela, el profesor en cuestión se había encaprichado y obsesionado con ella, de tal modo que durante sus clases siempre la sacaba a la pizarra (o en palabras de mi abuela: "al encerado"). El resto de niñas se daban cuenta de este favoritismo, que a mi abuela no le hacía pizca de gracia, imaginando a sus espaldas la libidinosa mirada del profesor desde el fondo de la clase. Tanto era así, que un día mi abuela se plantó y al sentenciar el profesor, como cada día: "Señorita Socorro, salga al encerado a resolver los ejercicios", armándose de valor, le espetó: "Pues mire, no. No voy a salir, porque estoy cansada de ser siempre yo quien lo haga". Un silencio gélido recorrió toda la clase, como el que durante unas centésimas de segundo precede a una explosión, a una caída, a un accidente de coche. Aquel desafío al profesor podía suponer lo peor: la expulsión. Y sin embargo, lo que ocurrió entonces fue lo siguiente: ¡¡taack!!... El ruido sobresaltó a todas las alumnas, empezando por mi abuela. Había sido el profesor que, despechado, había lanzado desde la última fila de pupitres su tiza contra la pizarra con todas sus fuerzas y, acto seguido, había recogido sus cosas y había abandonado el aula.

Pensaba, pues, que era de anécdotas como éstas de lo que iba a tratar este post. Tenía pensado reflexionar acerca de cómo la educación había fluctuado drásticamente de un extremo a otro. Porque con la LOGSE, y desde entonces, se ha abandonado el justo medio que recomendaba Aristóteles y del que, creo, pudimos disfrutar como alumnos los que estudiamos bajo el amparo de la EGB y el BUP.

Cuando estudiaba el temario de oposiciones relativo a ese nuevo catecismo de la Educación generado en los laboratorios pedagógicos del PSOE y denominado "Ley Orgánica General del Sistema Educativo" (LOGSE) no dejaba de asombrarme el retrato absolutamente caricaturesco y manipulador que se hacía de la ley educativa anterior, la LODE, marco normativo regulador del modelo de la EGB y del BUP por el que yo había transitado sin mayores sobresaltos ni contratiempos; o al menos, sin aquellos que refería el mencionado temario.

Según dicha caricatura, el modelo educativo anterior a la LOGSE estaba basado en el autoritarismo, la exclusión del sentido crítico y de la autonomía, la enseñanza memorística, el sesgo ideológico en los contenidos... y otras lacras varias. Vamos, que entre el modelo de enseñanza que sufrieron mi abuela Socorro o mis propios padres y el que conocimos los de mi generación no había ninguna diferencia sustancial.

Tal idea era una solemne majadería. Los profesores de la generación de mis padres, que ahora rondan la cincuentena o la sesentena, dicen que sufrieron de niños la peor época que había para ser alumnos... y que ahora les ha tocado sufrir la peor época para ser profesores. Puede que haya algo de cierto en ello. Pero en medio queda un periodo de transición, desde los setenta hasta el inicio de los noventa, en que la cosa no fue tan mala -sospecho- ni para alumnos ni para profesores.

Pensaba hablar exclusivamente de la obra teatral, de "El florido pensil". Hablar de la risa ante lo absurdo y ridículo de todo aquello uniéndose allí arriba -en lo más alto del gallinero- y allá abajo -en mis entrañas- con la rabia sorda contra el oscurantismo, la intolerancia y la crueldad de la escuela franquista en particular y del caudillismo patrio en general. Hablar de la ambivalente sensación de desazón y dicha que como un poso ha dejado estos días en mí "El florido pensil". De la desazón e indignación retrospectiva ante un sistema refractario al conocimiento de la verdad y a la libertad, podrido por la sumisión al poder político y religioso del nacional-catolicismo. De la desazón al imaginar tantos pescozones en el nombre de Franco y de la mentira, al imaginar cuántas ilusiones, vocaciones y destinos individuales malogrados por los totalitartios designios del Movimiento. Y de la dicha, también, junto a tanta desazón. Pues aquellos sesentones habían salido indemnes de aquel experimento atroz, se habían convertido pese y frente (o acaso debido) a todo aquello en extraordinarios actores anónimos (como tantos otros españoles que contra todo pronóstico no devinieron en engendros fanatizados), calzándose de nuevo el uniforme escolar de la época para combatir con humor e ironía la terca necedad, la estrechez de miras, la religiosidad pacata e intolerante, la crueldad y la vileza de la escuela en tiempos de Franco.

Pensaba, pues, limitarme a esto: a revisitar el pasado, a recorrer con una mirada perpleja las iniquidades de lo que sucedía entre las cuatro paredes de un aula presidida física e ideológicamente por la fotografía del dictador, como si aquello fuera ya un capítulo cerrado, como si hubiéranse cortado definitivamente los funestos hilos -como de Parca- que desde el pasado pudieran aún estar dejando secuelas en el presente en forma de títeres, como si los modos y maneras y totalitarios tics que amarga y cómicamente denuncia el "Florido pensil" hubieran quedado sepultados definitivamente bajo tierra junto al esqueleto enano del dictador y no siguieran siendo aún hoy el alimento de muchos.

Eso pensaba... hasta que me he topado con la sección facha de libros del Vips de Plaza de España. Leyendo aquellos títulos y alguna contraportada incendiaria vino a mí de nuevo todo el universo franquista de "El florido pensil": la demagogía y superchería, la bilis contra lo diferente propia del pensamiento único, la falta de sentido común y el dogmatismo. Todo eso estaba ahí: en los manuales escolares de la época franquista y en las bazofias de papel como ésta de Curri Valenzuela que me estaba revolviendo el desayuno.

Los niños y niñas de la escuela franquista debieron aprenderse y berrear a coro himnos y canciones con letras como ésa que inspira la obra de Andrés Sopeña: "¡Viva España! Mi Patria esclarecida, madre sin igual, compendio del honor. ¡Viva España! Solar de noble vida, regio pedestal de Cristo Redentor. Fuiste de glorias florido pensil: hoy reverdecen a un impulso juvenil. Veinte naciones coronan tu sien: ¡Arriba España! Raza invicta es tu sostén".

Cuando Curri Valenzuela habla de "100 personajes que hunden España" y que esa España "se está evaporando" por culpa de personas como Zapatero, Almodóvar, Joaquín Sabina, el Gran Wayoming y 96 "personajes" más, entre los que cuenta no sólo a personas individuales sino también a colectivos, como "los hombres de negro" (a los que identifica con "los progres" que van vestidos de negro y a los que Curri invita a ponerse un día unos vaqueros azules y un polo rosa), cuando dice en la contraportada de su libro que Zapatero "se ha propuesto, quizás inconscientemente, que España deje de ser lo que era" o cuando añade que Almodóvar "está propagando por el mundo la idea de que éste es un país de pederastas, travestis y personajes indeseables", cuando dice todo esto, sin duda alguna tiene en mente una imagen arquetípica e ideal del país que le gustaría que fuera España y que me malicio coincide bastante con el florido pensil que invocaban cara al sol y con la camisa nueva todos los que, henchidos de orgullo y fanatismo, tanto gritaron: ¡Arriba España!.

Ante la letra de la cancioncilla en cuestión y ante la prosa de Curri Valenzuela sólo cabe una reacción, la de exclamar: "¡manda huevos!".

Y es que no hay apenas argumentos que refutar. Allí, de pie en el Vips, me paré a leer dos artículos del libro de Curri, los escritos contra Sabina y contra el Gran Wayoming. Aquello era sólo un vómito de bilis sin nada sano ni sólido en lo que aferrarse. Al Gran Wayoming le reprochaba que fuera un humorista pésimo y sin gracia (ya sabes, lector: "las opiniones son como los culos...") y que sus programas televisivos tuvieran una audiencia mínima. ¿Son éstos, Curri, motivos suficiente para hacer de alguien un enemigo de España, un peligro potencial para su hundimiento?. Respecto a Sabina, se limita a insultarlo y a meterse con sus vicios, de todos conocidos, en un gesto de puritanismo muy propio de una derechona que nunca ha entendido el sentido del término liberalismo, por mucho que le guste llenarse la boca con él. Ante la falta de argumentos, Sabina ha contestado en verso, dedicándole un soneto canalla que la retrata elocuentemente.

Así que mi indigesto tránsito por el Vips me hizo darme cuenta de que el post en cuestión no podía tener un enfoque meramente gremial, ni podía versar exclusivamente acerca de la escuela ayer y hoy, ni sobre el pasado, la memoria y el recuerdo de un tiempo extraño y distinto.

Porque el presente estaba plagado de acontecimientos, valores y criaturas que eran algo más que meras reminiscencias de aquel sueño franquista de España como un florido pensil. Porque hacía todavía muy poco tiempo que la idea de que nuestro país fuera algo así como un florido pensil se repetía machaconamente aunque sin música con la estridente y bigotuda letanía de que "España va bien". Porque Curri no estaba sola ni era la única "adoratriz de Aznar, Rouca Varela". Los que sufrían Telemadrid en esta ciudad encantadora en la que pasaba mis vacaciones sabían que Curri no era la única "de curro vil". Porque el florido pensil se pudría incesantemente en el imaginario colectivo, auspiciado por tantos voceros del miedo y la sinrazón. Porque España se hundía, porque España se rompía, porque...

Me resultaba asombroso que en la contraportada de su libro Curri pudiera autoproclamarse como una abanderada de la libertad y del pluralismo al denostar a "individuos y grupos que practican la intolerancia y el sectarismo para justificar sus posturas ideológicas" y a esos "cien personajes que se están distinguiendo por querer acabar con la España libre y tolerante que en su corta vida democrática parecía haber dejado atrás todos esos tics tan propios de tiempos anteriores a la Transición".

¡Pero si era al revés del pepino!

Tal cinismo y grado supremo de demagogia me hizo acordarme del estupendo post de Southmac en su Diario impresentable acerca de la lógica propagandística de muchos dirigentes y voceros del PP. Y me hizo acordarme de Nacho Villa y de la chuletada en la azotea de mi hermano y de su novia, en la que un amigo de ellos, periodista de la COPE y rojo malgré tout, nos estuvo hablando de su experiencia -apasionante y desalentadora a un tiempo- en "la emisora de los obispos". Me sorprendió escucharle que Jiménez Losantos era en lo personal un tipo agradable y legal, al que la gente en general apreciaba, pese a lo incendiario de sus hiperbólicas e hiperradicalizadas opiniones. Y me fascinó comprobar cómo el personaje que interpreta Ignacio Villa en "59 segundos" no tiene nada de impostura ni artificio, pues fuera de plató resulta ser tan repulsivamente jesuítico como frente a las cámaras. Nacho Villa siempre me ha parecido -cuando lo he visto en los debates de "59 segundos"- como el perfecto demagogo, un tipo inteligente pero incapaz de entender el diálogo como un intercambio de posturas enfrentadas en el que el interés por alcanzar la verdad (aunque ésta fuera relativa) no cuenta nada frente a lo realmente importante: convencer y ganar, aun a costa de una suprema falsificación de la realidad o -como le reprochaba Platón a los sofistas- aun a costa de "hacer más fuerte el argumento más débil". Al parecer, según nuestro amigo periodista, quien maneja todo el cotarro en la COPE es Nacho Villa, y no Federico, como piensa mucha gente.

Hablar con un periodista en los tiempos que corren siempre es desalentador. Como están bien informados, te das cuenta una vez más -por si alguna vez llegaste a dudarlo- que el país y el mundo en el que vivimos no es un puto florido pensil. Y lo que es peor, te das cuenta del increíble poder de los media -prensa, radio, tv- para modificar en uno u otro sentido tal percepción y para construir la realidad mediante la fabricación propia de ideas, mensajes y valores que habremos de asumir a veces de modo tan involuntariamente acrítico como los niños y niñas del franquismo que retrata "El florido pensil".

Ya no somos niños y niñas. Ya no vivimos en una dictadura. Ahora el florido pensil es democrático y hasta Curri Valenzuela habla de tolerancia y libertad.

Y sin embargo los periodistas como nuestro amigo rojo infiltrado en la COPE están atados de pie y manos. Y sin embargo sigue habiendo tabús en la "prensa libre" y noticias impublicables, que hacen que sea tan inverosímil hablar mal hoy de El Corte Inglés en un medio libre, pluralista y democrático como podía serlo hace setenta años hablar mal de Francisco Franco Bahamonte en el NODO. Y sin embargo nos creemos a pies juntillas mucho de lo que nos cuentan desde el cuarto poder.

El mundo se ha vuelto sin duda más complejo y diverso; y por ello más interesante. Pero una cosa es cierta: ni antes ni ahora ni nunca fue o es España un florido pensil.




jueves, 23 de agosto de 2007

AmOr iNtErRuPtUs

Al llegar a casa traté de encontrar en google una solución al dolor de huevos. La contención y la tentación no eran buenas compañeras de viaje; al final, si el asunto se demoraba mucho y la chica no soltaba prenda, todo acababa en un dolor sordo y agudo, como de ejambre, ahí abajo.

Era sábado y me había levantado a eso de las 12 de la mañana; pronto, para todo lo que habíamos bebido y trasnochado. El sol incandescente me había sacado de la cama de un tirón de orejas, abrasando mi pijama empapado en sudor con efluvios de ron. Me duché con agua helada; todo lo helada que cabe esperar de un verano en Madrid. Me vestí con ropa limpia y sin olor a humos ni reminiscencias nocturnas y salí a la calle, al aire puro e inexplicablemente límpido de la contaminada urbe, a la mañana radiante de azul, a la atmósfera seca, austera, castiza, continental: al inconfundible pretil de la madrileña calle del Limón.

Tras mucho deambular, quemando paso a paso el alcohol, matando minuto a minuto la resaca, llegué al Retiro. Aquello era una fiesta: domingueros de sábado, parejas de enamorados, ciclistas, patinadores de gimnasio, caricaturistas, brujas del tarot, negros ofreciendo costo y gitanas ramas de romero. En la hierba se dormitaba, se tomaba sol en bañador o se entregaban las parejas al exquisito pasatiempo de las carantoñas, los arrumacos y las metidas de mano.

Entonces la vi. Estaba sentada en una escalinata, de cara al lago, contemplando las torpes maniobras de las barcas, bronceando su blanca piel, pensativa -quién sabe-, abstraída -quizás-: rubia y bella y sola.

-¿Te importa hacerme una foto?

Los fracasos que me da la experiencia me han enseñado que las frases pretendidamente originales no conducen a nada y nos hacen quedar como unos pedantes, unos freakis o incluso unos psicópatas encubiertos. Mientras pronuncias esa frase largamente meditada y rumiada, cargada de ironía y dobles e incluso triples sentidos y lecturas, aunque fingiendo naturalidad y espontaneidad, como si acabara de ocurrírsete, la chica descodifica tu mensaje de tal modo que en tu frente ve tatuada una leyenda: "Soy un perdedor". Así que es mejor un abordaje convencional, típico y, si quieres, tópico, aderezado -eso sí- con una sonrisa amplia y solícita, como de sinceridad.

A la chica no le importó y el decirlo me sirvió para reconocer su acento: "Alemana ¿verdad?". Mientras me confirmaba que sí, pensé que no habría hecho falta que abriera la boca para estar seguro de ello: rubia, ojos azules, piel clara, alta, levemente cachorrona, de una belleza correcta aunque ligeramente tosca y masculina, sin la finura francesa ni la turbación que provoca la mujer mediterránea. Era un ejemplar perfecto: un prototipo; me recordaba a alguna de las fotos de mi libro de texto de alemán de la Escuela Oficial de Idiomas. Sólo su abultado escote la diferenciaba de aquellas imágenes agradables pero desabridas y académicas.

No sé cómo ocurrió, cómo pudo suceder, pues no estaba en absoluto en mis planes, pero sucedió, ocurrió, lo dije:

-¿Te apetece que vayamos a tomar algo juntos aquí al lado?

Para mi sorpresa accedió. Yo me dispuse a justificar la invitación como un imbécil: "Con el calor que hace...", "Al fin y al cabo, los dos estamos solos... bueno, supongo ¿no?... podemos hablar un rato y entretenernos". Eran tan estúpidas las justificaciones en sí mismas como el propio hecho de darlas: ella había accedido y eso era lo importante.

Pedimos dos coca-colas bien frías en una de las terrazas-bar del Retiro; donde me clavaron. Se llamaba Henrike. Llevaba cuatro meses en Madrid trabajando en una empresa que vendía ropa interior femenina a mayoristas, fundamentalmente a Alcampo. Hablaba español bien, aunque sin fluidez y con algunas lagunas comprensibles en el léxico. Le encantaba Madrid aunque aborrecía su trabajo. Tres días más tarde le preguntaría que por qué no se planteaba buscar otra cosa si tanto sufría en él; le preguntaría que qué le gustaría hacer en condiciones ideales: "Trabajar en una revista, algo relacionado con la moda, buscando tendencias y estilos". Reconocí para mis adentros que era más estimulante que vender bragas a Alcampo. O quizás no... Tres días más tarde me desnudaría un poco ante esa desconocida que por entonces estaría muy lejos de mí y de aquel encuentro como de conjunción planetaria en el Retiro; me desnudaría diciéndole alguna verdad, alguna intimidad: que lo que a mí me gustaría hacer en condiciones ideales era escribir. Me miró entonces como a un bicho raro; y eso nos alejó aún más. Le había traído una postal free del baño que anunciaba una Escuela de Humanidades, o algo así. En el anverso un joven tumbado boca arriba miraba el cielo pensativo y unas letras en rojo rezaban: "no entierres tus ideas". En el reverso se daba algo más de información y se añadía: "Si te gusta leer, escribir, pensar, hacer, sentir...". Le pedí que se quedara con sólo dos de esos verbos: la conversación decaía y había que aferrarse a cualquier cosa. Eligió los dos últimos: hacer y sentir. Le pregunté entonces qué tal llevaba el libro en español que le había visto en el bolso tres días antes en el Retiro. Me dijo que mal, que no lo había tocado desde entonces. Yo también tenía a Henry Miller en cuarentena desde hacía un tiempo. Le sugerí que intentase leer algo más corto y menos ladrillo: aquello de tapas verdes que llevaba en el bolso parecía servir más que otra cosa para construir casas. Me dio la razón y me dijo que estaba buscando algo más ligero, que tratara de "cosas y problemas de mujeres, una historia de amor". No quise seguir por ahí; apuré mi cerveza.

Cuando terminamos de bebernos nuestra coca-cola, había no obstante ocurrido, aún no acierto a adivinar de qué modo, en virtud de qué sortilegio, como no fuera el de la ya mentada conjunción planetaria, lo siguiente: habíamos quedado para ir al cine al día siguiente, nos habíamos dado los móviles y, at last but not least, había accedido a mi sugerencia de tumbarnos en la hierba, en un rinconcito recoleto y sombreado, a descansar -dije-, a retozar -pensé- como había visto minutos antes lo hacían todas aquellas parejas de tortolitos en celo.

Atravesamos un parterre y nos tumbamos bajo la sombra de un árbol que mis escasísimas nociones de botánica me impide identificar. Enfrente, un islote rodeado de un agua estancada y verdosa, en cuyo centro una estatua de Diana nos observaba como única testigo de mis andanzas; y de las suyas.

Fue maravilloso. No recuerdo si hablamos o era yo el único que parloteaba infatigablemente, como ocurriría al día siguiente y tres días después, aunque sólo fuera para evitar en ella y en mí la incómoda sensación de quedar con un desconocido para acabar bostezando y existiendo frente al otro sin nada que decirnos, como un matrimonio malogrado. Lo cierto es que todo fluyó y ninguno de los silencios fue incómodo. Accedió a todos mis juegos y atrevimientos. Accedió a una breve instrucción en mi rudimentario conocimiento del yoga, dejándose tocar su muslo y su vientre cuando la corrección de una postura exigía mi pedagógico contacto. Accedió a dejarme ser jardinero de su ombligo, construyéndole allí, en su centro umbilical, un secreto Versalles con briznas de hierba, deseo contenido y risas por su parte que amenazaban con dejar mi ensayo de domesticar en su ombligo la naturaleza en un estado de destrucción tal como no se recordaba desde el histórico terremoto de Lisboa. Accedió a que la fotografiara, de frente y de perfil; y a que hiciera un herbario digital con cada una de las plantas -bueno, casi- que conformaban su femenina vegetación: ojos, boca, pelo, manos, pies... y esos sugerentes zapatos blancos sobre verde en poética y evocadora actitud. Accedió a que recorriera su brazo desde la mano hasta la frente con una brizna de césped primero y con una moneda de 10 céntimos después, inventando un relato justificador para cada ocasión; y se rió con él, aunque mirando para otra parte, para evitar que me abalanzara sobre ella y la besara; se rió y disfrutó -creo- con ese alpinista infatigable que remontaba su frontis por el conducto de su brazo y por el acantilado de su cuello hasta alcanzar y conquistar la sima de oro de su pelo.

Fue maravilloso; y ello pese a no dejarse besar. Me dijo que si estaba loco, que cómo iba a besarme si no me conocía de nada, que eso no era muy normal. Yo le dije que tenía parte de razón, pero que tampoco era muy normal que se tomara una coca-cola y jugueteara con un desconocido en la hierba. Y sin embargo -seguí diciéndole- allí estábamos, pasándolo increíblemente bien, pese a que aquello no fuera muy normal. En cualquier caso, respeté su invocación a la cordura y le juré que no la besaría, pese a seguir acercando peligrosamente mi cara a la suya, mi boca a su boca, para espantarle una mosca, para enseñarle una foto en el visor de mi cámara, para recolocarle un mechón rebelde de su pelo. Y es que era verdad que estaba, al menos durante ese sábado de resaca, un poco loco, acaso un poco ebrio aún y, sin lugar a dudas, un poco sugestionado o intoxicado por el recuerdo de las promiscuas páginas de Trópico de Capricornio, en las que el propio Miller o cualquiera de sus compañeros de viaje conseguía echar un polvo con la facilidad con la que el común de los mortales alcanzaba, fuera del universo literario en que se inscrible el bautizado por Miller "País de la jodienda", a respirar.

Fue pese a todo, pese a su negativa a estamparle en sus carnosos labios un casto beso, maravilloso. Y sólo fue tras la despedida en el metro, tras el doble y resignado beso en el cachete, tras su última sonrisa y su última mirada llena de promesas y augurios, sólo fue entonces que me percaté del insidioso enjambre ahí abajo. En google no encontré ninguna ayuda al respecto, ningún consejo útil, ningún consuelo: nada me apetecía menos que otra erección.

Al día siguiente fuimos a ver "El ultimátum de Bourne" en un multicine de Fuencarral. Ya que había aceptado mi invitación a ir al cine, no era cuestión de imponer mis gustos cinematográficos. Además, eso me permitió pedirle que me contara el argumento de las dos primeras entregas y hacerla así a ella hablar un poco también. Se presentó exultante por fuera y hecha jirones por dentro. Había cambiado la falda del sábado por unos vaqueros blancos y una camiseta corta y ceñida; sobre unos tacones amarillos hacía equilibrios y me sacaba media cabeza. Recordé cómo cuando, al dirigirse ella el día anterior al baño de la terraza-bar del Retiro, oí a tres capullos -que podían en otras circunstancias ser tres almas gémelas mías- decir: "¡Vivan las suecas!". Preferí fingir que no entendía, que era un guiri como ella, acaso su novio o su hermano. Preferí hacerme el sueco. Andar con una vikinga así a tu lado en España era exponerse a este tipo de situaciones. Ya en el cine, al ver a Matt Damon repartir hostias a diestro y siniestro, me sentí algo cobarde, poca cosa, un pringado al que esta alemana sanota y pechugona iba a dejar en breve plantado si no era capaz de obsequiarla con un par de ganchos bien dados a algún maleante o desconsiderado. Estaba exultante por fuera pero arrastraba una resaca de mil pares de cojones. Había salido con unos amigos de bar en bar y ya en "su" lugar, del que me habló maravillas pero del que había oído yo hacía tiempo que era un sitio pijo y sin alma (en el que se follaba con cierta facilidad, lo cual no está del todo mal, y que tenía un nombre de gusto adolescente, algo así como "Tu mamá también" o "Tu mamá lo sabe"), acabó devolviendo todo el vino y todo el vodka ingerido. Me aseguró que estaba fatal, que le dolía todo, especialmente la barriga, en la que posaba su mano cada dos por tres, como si poseyera cristianas virtudes curativas. Hablaba poco o nada, daba suspiros largos y agónicos, como si su cuerpo estuviera siendo recorrido por una naúsea infinita frente a la cual la sartriana representara un puro juego de niños. Yo la miraba llevarse la mano al vientre y quería emularla, posar la mía cariñosamente allí, consolarla táctilmente, traspasarle mi tono vital y mi salud. Pero no me atrevía; me sentía mucho menos loco que la víspera. Pretender algún acercamiento, algún escarceo o asechanza sexual me parecía, dado su lamentable estado, egoísta e indigno. Así que me limité a adoptar la actitud solícita y asistencial de un enfermero o un padre. Al salir del cine, sólo me pareció verosímil que aceptara que la invitara a una manzanilla en una cafetería. Pero ni ésas. Se le trababa la lengua hasta para decir que lo único que quería hacer era volver a su casa y meterse en el catre, mientras se llevaba elocuentemente la mano a la barriga.

Tan persistente y absorbente dolor de barriga me llevaba a imaginar hipótesis alternativas a la resaca y contradictorias entre sí: tan pronto pensaba que todo aquello era una pura patraña, una excusa con la que poder irse a casa cuanto antes, como me imaginaba a continuación todo lo contrario: que aquel dolor era un síntoma evidente de que estaba enamorada de mí y que mi sóla presencia convertía sus entrañas en un aquelarre de nervios.

Al despedirnos en la glorieta de Bilbao se demoró más de lo que su maltrecho estado cabría esperar, como si quisiera prolongar un poco este segundo encuentro, sabedora de que no corría peligro alguno de acoso sexual junto a la figura paternal en que me había convertido, o acaso con la intención de compensarme por una cita tan sosa y aburrida. Le dije que al día siguiente mi hermano y la novia hacían una chuletada en su casa; que si le apetecía venirse. Me preguntó la hora: "A las 10". Le pareció muy tarde; me dijo que quizás fuera mejor quedar para el día siguiente a una hora más temprana: tenía que trabajar al día siguiente. Me sorprendió gratamente que diera por hecho que si no era mañana, era pasado. Éramos dos novios: en el horizonte de futuro inmediato no cabía la posibilidad de no volver a vernos. Éramos dos amantes: en la aventura que habíamos comenzado el sábado en el Retiro no cabía la posibilidad de no culminarla o prolongarla. Esto me tranquilizó y me permitió contestar con suficiencia: "Como tú veas. Si te apetece venir a la chuletada mándame un sms mañana y ya te digo a qué hora es. Si no te apetece, pues no pasa nada, brindaré a tu salud". Otros dos besos de mejilla y se la tragó el metro.



Al día siguiente un sms de Henrike a las 19:09: Hola! A q hora esta la barbacoa?

Respuesta de andriu: A las 9. Te animas?


A las 20:20 Henrike contrataca: Me parece mejor si quedamos mañana a las siete algo así. No estoy informa! Beso


Y andriu de nuevo: Como quieras. Me tomaré esta noche una copa de vino a tu salud. Mañana espero verte ya totalmente recuperada.

Al día siguiente me citó a las ocho de la tarde en el Bo Finn, el típico Irish Pub con suelos, paredes y techos de madera en el que en cada mesa una cesta de mimbre con papas fritas aguarda al cliente sediento de cerveza y en el que el camarero te pide que pagues la consumición por adelantado. Tardé unos minutos de más en plantarme allí, en Velázquez esquina Diego de León. Acudía radiante y optimista a mi cita, tarareando una canción de Sabina acorde con la ocasión y fantaseando con lo humano y lo divino, feliz al recorrer las calles de una ciudad en la que la gente se daba cita en la intersección de dos calles: Velázquez con Diego de León era a Madrid lo que la calle 12 con la Quinta avenida era a Nueva York o la rue Monge con le Boulevard St-Germain era a París. Me explico: nadie en Arrecife de Lanzarote quedaba, pongamos por caso, en la calle Ingeniero Paz Peraza esquina con Jacinto Borges. Pensamientos de esta guisa me escoltaban en mi periplo hasta el Bo Finn, del que aún dudaba si sería un bar, un supermercado o un motelito en el que furtivas parejitas perpetraban sus clandestinas infidelidades. Resultó ser lo primero. Allí estaba ella, sentada en un taburete de madera (como todo lo que nos rodeaba allí dentro) y al recordarla hoy tal y como se me presentó esa noche -serena y muda, blanca y bella- no he podido menos de establecer una asociación de ideas entre la vaca blanca de la leyenda y mi mansa Henrike.

Aquella cita fue la más soporífera y estéril de cuantas nadie haya tenido la desgracia de soportar. Aquellas fueron las dos cervezas más largas de mi vida. Henrike ya había cenado así que mis perspectivas de cena romántica y luego copa en su casa se fueron al traste. Ignoraba que no había quedado conmigo frente a su casa para invitarme a ella sino para salir escopetada -y sola- cuanto antes. Se encontraba mejor de la resaca. "¡¿Sólo mejor?! -pensé para mis adentros- ¡pero si hoy es martes y te emborrachaste el sábado!". He de reconocer que seguía estando muy guapa. Se había pintado los ojos, aunque no necesariamente para la ocasión: ya los llevaba discretamente pintados la tarde del sábado en el Retiro. Pero pese a encontrarse mejor, seguía muy callada. Recordé aquel post acerca de la virtud del silencio de Natalia Porcel. Estaba de acuerdo en su esencia con todo aquello. Y por eso mismo me sentía como un tonto al tratar de tapar con mi palabrería hueca todos aquellos silencios. En mi monológica desesperación me vi abocado a recurrir a topicazos de la guisa de "¿Qué música te gusta oír?" o "¿Cuál es tu color favorito?". Cuando Platón dijo que "El sabio habla porque tiene alguna cosa que decir; el tonto, porque tiene que decir alguna cosa" se estaba refiriendo a mí con este último.

Poco a poco el hechizo se rompió y se esfumó el encanto y magnetismo de la insípida rubia. Ortega y Gasset describe en uno de los textos más bellos y acertados que he leído de él (Estudios sobre el amor) el proceso del enamoramiento con la metáfora de la cristalización. El enamorado construye o inventa una imagen del ser amado que es bella y perfecta como esa filigrana de cristal de hielo que la naturaleza construye en invierno: lo idealiza. Pero el tiempo acaba por derretir el etéreo y frágil aderezo y nos hace ver de nuevo al ser amado sin el manto de fino cristal con el que nuestra anhelante imaginación lo tenía cubierto. En el Bo Finn el proceso de cristalización que mi imaginación había operado sobre aquella planta exótica hallada en el Retiro, la alemana Henrike, tomó su camino de retorno, se invirtió, desmitificándola. No coincidíamos en nada. Nos reíamos a destiempo, y de cosas diferentes; cada uno pertrechado de registros humorísticos divergentes y excluyentes. No coincidiamos en opiniones, en aficiones, en actitudes ante la vida; ni siquiera en colores favoritos.

-Henrike, ya no me gustas. ¿Qué hago yo aquí? -pensé.

Me entró hambre, eran ya casi las 10:30. Le propuse salir a comer algo; ella podría ayudarme tan solo, si no se animaba a recenar. Al final acabó recenando. Tras pagar yo la cuenta (aunque ella había comido tanto como yo, la idea había sido mía) me percaté de que en los últimos tres días yo había pagado siempre y ella no había hecho ni un gesto para pagar ella o a medias ni tan siquiera me había dado nunca las gracias. Yo había pagado las coca-colas en el Retiro, las entradas a esa bazofia de Bourne, las cervezas en el pseudo-pub irlandés y las micro-tapas de un restaurante ultramoderno, pijo y vacío. No, no era como rezaba Platón: no eras tonto, andriu; eras, fuiste, más bien ¡gilipollas!.

La acompañé hasta el portal de su casa, mucho antes de que a Cenicienta empezara a rondarle por la cabeza la idea de que su flamante carruaje iba pronto a convertirse de nuevo en una simple calabaza. No me apetecía besarla pero tampoco irme sin un beso. Así que se lo dije: "La verdad es que me apetece besarte". Siempre me había llamado la atención aquella idea de Eusebio Poncela en "Martin H" de que a él no le gustaba follarse los cuerpos sino las mentes: "Follarse las mentes, H, hay que follarse las mentes". Ahora quería refutar a Poncela a partir de ese beso que le pedía a Henrike. No me atraía para nada su mente, pero acaso el misterio de la carne podría encender de nuevo ese mecanismo abortado, ese magnetismo pretérito.

Dijo que no. Dijo algo así como: "Hombres..." y un largo suspiro. Yo le pregunté si le extrañaba que después de tres días juntos me apeteciera besarla (cosa que era sin embargo falsa, aunque verosímil). Me dijo que no quería "discutir" sobre estas cosas. Y desapareció. Se la tragó su inexpugnable inmueble.

Yo me quedé con tres palmos de narices, frustrado y con innumerables incógnitas por despejar: ¿por qué quedaba conmigo? ¿no quedó claro desde el principio que mis intenciones iban desde echar un simple polvo hasta casarnos y tener una parejita de lindos y rubios retoños a los que llamarles Henrike y Enrique respectivamente? ¿por qué embarcarse conmigo en este viaje si nuestros rumbos no coincidían?... Y sobre todo: ¿Por qué no me dio nunca las gracias tras invitarla a algo? ¿por qué lo daba por sentado como la cosa más natural del mundo? ¿no se supone que son los alemanes los que se gastan sus ahorros y sacan así de la miseria al canario pobre metido a hostelero? ¿era machismo, racanería o timidez? La rubia Henrike quedará siempre por esto en mi recuerdo como un ser absolutamente críptico y misterioso...

Aquí termina esta aventura frustrada. Antes de despedirnos me preguntó que cuándo me iba de Madrid: "El martes" -le dije. Me dijo que de jueves a domingo iba a estar con una amiga que venía de Alemania. "Pues que se prepare bien la cartera" -pensé. Me dijo que quizás el lunes podíamos vernos. Quise descojonarme en su cara pero sólo acerté a replicar: "Bueno, ya veremos".

Si el lunes me llama, cosa que creo muy pero que muy improbable, pienso llevarla a cenar al restaurante más caro de Madrid (aunque tenga que ser a las 19:30 de la tarde) y cuando llegue la cuenta proceder según debería haber hecho desde un primer momentos: "Es Tanto. Dividido entre dos, sale a Cuanto por cabeza".


viernes, 17 de agosto de 2007

TeMpOrAdA dE cAñAs


Aplazadas, demoradas, postergadas, llegan, al fin, mis vacaciones, mi tiempo de no hacer nada, y de hacerlo todo, mis días de objeción de conciencia, mi oasis, mi venganza contra el calendario.
Mi destino: Madrid.

Le envié un sms a una amiga, para ver si quedábamos un día: "madrid en agosto! stas loco!" fue su respuesta.
En agosto todos van a Lanzarote, donde me paso todo el año.
Estaría loco si no aprovechara mis vacaciones para salir huyendo de allí...


...y venirme a Madrid.

domingo, 12 de agosto de 2007

HeNrY MiLLeR 2

"Con los refinamientos propios de la madurez, los olores fueron esfumándose para quedar sustituidos por otro olor claramente memorable y placentero: el olor a coño. Y, en particular, el olor que queda en los dedos después de magrear a una mujer, pues -no sé si se habrá observado antes- ese olor es más grato, incluso quizá porque ya lleva consigo el perfume del pretérito, que el propio olor a coño. Pero este olor, que corresponde a la madurez, es tenue comparado con los olores vinculados a la infancia. Es un olor que se evapora casi tan rápido en la imaginación como en la realidad. Puedes recordar muchas cosas de la mujer que has amado, pero es difícil recordar el olor de su coño... con alguna certeza".

(Trópico de Capricornio)


HeNrY MiLLeR 1


"Pues sólo existe una gran aventura y es hacia dentro, hacia uno mismo, y para ésa ni el tiempo ni el espacio, ni los actos siquiera, importan"
(Trópico de Capricornio)

domingo, 5 de agosto de 2007

SoNeTo MoLaR


Por un dolor de muelas belicoso,
Armado de valor a su consulta
Fui con ojos de Quijote y oculta
Tras la bata vi a Evelia del Toboso.

Sus mañas y sus artes de dentista
Lográronme extirpar tan gran dolor,
Mas quiso confundir mi torpe vista
Gigantes y molinos: salud y amor.

¡Qué mal, qué sufrimiento, qué suplicio!
¡Qué goce, qué deleite, qué alegría!
No sé si era mejor todo al inicio...

Curado estoy, mas ¡qué melancolía!
Debátome entre cima o precipicio
Por culpa de la odontología.

sábado, 4 de agosto de 2007

pLaNeTa tOnSiOtRéN

Hace mucho tiempo que no me tomo un tonsiotrén.

Ya sé, probablemente no sepas de qué demonios te hablo, qué criatura extraña es esa: "tonsiotren". A muchos farmacéuticos les pasa, al principio. Pero si la farmacia me queda a mano de mi nueva residencia, de mi curro, del piso o apartamento en el que paso un par de semanas, tarde o temprano terminan iniciándose: llaman al laboratorio (sito en Las Palmas), mandan a pedir un par de cajas y, poco a poco, aprenden a despachar con naturalidad la exquisita panacea de todos los males, sin necesidad de gestos de estupor y extrañeza, sin necesidad de consultar el ordenador, sin necesidad de que se lo deletree otra vez, ni de hacerme quedar delante de todos como un puto hipocondríaco, como un bicho raro, como un auténtico freaky de los medicamentos: "t-o-n-s-i-o-t-r-é-n".

Desde que empecé a dar clases me di cuenta de que la garganta era mi talón de Aquiles.

Ese descubrimiento hizo que fuera gestándose en mi rutina diaria un entramado de normas de obligado cumplimiento, un sistema abigarrado y complejo de condicionantes que, pese a restarme libertad de movimientos, acción y pensamiento en esta azarosa aventura del vivir, apuntalaban concienzudamente mi debilitada y siempre vulnerable garganta. Aunque no se trate de un catálogo discreto y concreto, de una lista finita de preceptos, sino de algo más global y holístico, de un modo de vida, de una forma de ser, de una actitud ante mi cuerpo, la sociedad y el cosmos circundante, puedo intentar aislar del todo, del sistema, alguna de sus partes, y estamparla aquí:

a) Beber cantidades ingentes de agua, preferentemente Lanjarón.

b) Controlar cómo hablar, cómo respirar, cómo modular la voz pero también cuánto. (Hubo un tiempo en que me encerraba por las tardes, apagaba el móvil y hacía una cura de silencio. Afortunadamente aquella época triste está ya superada. Aunque de aquellos cuidados extremos algo queda).

c) Pasear la cerveza unos segundos por la cavidad bucal, para que no descienda tan fría por la faringe.

d) Tomar helados sólo cuando resulta estrictamente necesario. (Mi pediatra decía que los helados cuando se está malo son como papel de lija para la garganta: esa metáfora siempre me ha atormentado).

e) El ron cola siempre con una o más rodajitas de limón.

f) Atiborrarse de aquellos alimentos que dicen tienen un efecto benéfico sobre la garganta: miel, jengibre, limón...

g) Tener siempre a mano: un tapacuellos o braga militar, un suéter de cuello alto, bufanda.

En fin, podría quedarme sin letras del abecedario. El caso es que la piedra de toque de todo ello, el núcleo neurálgico de este modus essere, viene a ser precisamente esa pastillita blanca y casi insípida: el tonsiotrén.

La palabra "tonsiotrén" despierta en mi tantas evocaciones y remembranzas como entradas aparecen en el buscador de Google al escribir la palabra "sex". Me pregunto ahora de dónde saqué que "tonsiotrén" era de género masculino y acentuación aguda. Da igual: tras tan largo periplo juntos sería inconcebible ahora mismo mirarnos a la cara y decirle "Eres una tonsiotren maravillosa".

Un día de catarros e irritaciones lo probé y el efecto fue inmediatico, milagroso, panaceático. En seguida empecé a encargarlo en la farmacia más cercana, en cantidades industriales. Y a consumirlo a todas horas. Tras las comidas, siempre. Lavarme los dientes, enjuagarme y calzarme el tonsiotrén en el paladar se hicieron todo uno, uno y trino, tres acciones indisociables. Iba a todas partes ligero de equipaje, con lo estrictamente imprescindible: llaves, dinero y algunos tonsiotrenes. Cortaba con unas tijeras la tabletilla metálica y transparente en la que vivían las pastillas a fin de no llevar siempre conmigo los 20 nichos. Luego conseguí un pastillero con distintos departamentos: uno de ellos quedó pronto encalado por el polvillo blanco -y por tanto equívoco- que dejaba el rastro o recuerdo de las pastillas de tonsiotrén.

Por las noches caían siempre, uno, o dos en determinadas temporadas. Era un ritual: sin la pastilla en la boca disolviéndose no conseguía conciliar el sueño. Me dormía y el tonsiotrén tardaba horas en consumirse y fundirse con mi carne. A veces me despertaba a las 3 o 4 de la madrugada y allí seguía, fínisima y translúcida, como una hostia de pan ázimo, en lenta consagración, revitalizando la glándula tiroides, minando la moral y las fuerzas de las huestes del ejercito bacteriano, fortaleciendo la tensión, torsión y vitalidad de mis cuerdas vocales, en sagrado reposo. Así aprendí que el tonsiotrén no había que chuparlo ni absorberle con ansiedad enfermiza toda su substancia, como si de una cabeza de gamba se tratara: se trataba de dejarlo en reposo y dejarlo actuar por su cuenta. Lentamente. Incorporé este ritmo a las horas del día. Cuando la pastilla se había por fin disuelto por sí misma era el momento de hacer "plof" con el pulgar sobre otro de aquellos nichos de metal (como quien revienta un himen) e introducirse en la boca otra pastilla más. La respiración recobraba entonces su ritmo habitual, así como el ritmo cardiaco, y el cerebro volvía a funcionar correctamente. Tuve la certeza entonces de que nunca me haría fumador, pues los comprendía demasiado bien.

Podría llenar incontables y prolijos tomos sobre la materia... pero no. Lo vuelvo a repetir:

Hace mucho tiempo que no me tomo un tonsiotrén.

Se acabó. Basta. Finito. Kaputt. Esto es un adiós a mis días de tonsiotrén. La escritura es restauración de las ruinas del pasado y al revivir aquí todas mis precauciones pretéritas, todos mis miedos y supersticiones, todas mis profilácticos pensamientos, me siento ajeno y diferente, como si de pronto me viera al otro lado del río, como si hubiera cruzado ya el puente que me separa ahora de mi otro yo, de aquel yo esquizoide, hipocondríaco y encerrado en su propio delirio...


Y ello a pesar de todo esto, a pesar de esta dieta con la que me desayuno, almuerzo y ceno durante toda esta semana.

Y es que mi cuerpo trata aún de subyugar a mi mente rebelde.

Mi cuerpo no soporta que de pronto mi mente se haya librado del yugo del tonsiotrén.

No soporta que se haya hecho libre.

No soporta que se haya hecho inmune a los azotes y embestidas del cuerpo, que dice "no me olvides", que dice "estoy aquí", que añora ese otro andriu en que la mente era prisionera y esclava de los achaques del cuerpo.

"¡Viva Platón!" -proclama el nuevo andriu: "El cuerpo es sólo la cárcel del alma".

Y en su venenoso rencor, en su venganza infinita, en su absoluta desconfianza en la fuerza de este nuevo e insólito rival, el cuerpo, ese cuerpo, ha querido ponerme a prueba:

Con un papiloma.

Con hongos en la planta del pie.

Con una luxación de hombro.

Con llagas en la boca.

Con un cordal insidioso a extraer.



He aquí mi pie, ese pie.

A la izquierda el hongo, a la derecha el papiloma.

Éste soy yo; no sé si ponerme en "mi perfil".


He aquí mi hombro, tras haber vuelto todo a su sitio, de donde jamás debió haber salido.


He aquí el pastillaje que me mandó el podólogo: una en cada comida durante un mes. Un buen pretexto para seguir midiendo el tiempo.


¡Adiós tonsiotrén!

Fue maravilloso compatir contigo mis días, tantos años de mi vida.

Pero todo son ciclos y éste se cierra.

No me tientes con esas tres pastillas; será en vano.

Ya no te necesito: mi mente ha madurado.

No pienso tirarte a la basura.

Conservaré estos 3 últimos orgasmos en potencia con los que te me insinúas.

Pero sólo para demostrarte mi fortaleza.

Aprenderé a vivir contigo pero sin ti.

Contigo en las farmacias, contigo en algún rincón de mi casa, contigo en mi imaginación deseante.

Pero sin ti.

Sin ti en mi paladar, sin ti por las noches, sin ti en mi desasosiego.

Hasta siempre, amigo, amante, ramera, remedio y remedo.

¡Adiós!

miércoles, 1 de agosto de 2007

SiN CoNeXiÓn

Desde arriba, desde la infinita altura de los cielos, se relativizan los problemas y las penas.

Un esguince, un despido laboral, un desengaño amoroso...

Desde el cielo se diluye, difumina y desvanece todo mal.

Desaparece del mapa.

Por eso es tan difícil la conexión con dios que pretenden algunos.

Dios no ve nada desde arriba.

Nada desde su altura estratosférica.

Y sin embargo ahí están Gran Canaria y Tenerife desangrándose.

Ahí están pidiendo ayuda al cielo desde el suelo.

Hacen señales a dios.

El hombre no puede salvarles.

El hombre trata en vano de enmendar el entuerto, la destrucción, la masacre.

El hombre encendió el fuego.

El hombre incendió el sosiego del verano.

El hombre hizo añicos la confianza en el hombre.


La Gomera fue la primera en arder.

En la foto: el barranco de Chipude.

Hablemos ya de los restos del naufragio: sobrevivió Garajonay.

Sobrevivió el pulmón de la isla, el bosque encantado.

Desde la reserva de laurisilva los elfos y otras criaturas arbóreas conjuraron el fuego.

Luego ardió Gran Canaria.

En la foto: el pinar de Pajonales.

Adoro el queso en general y el canario en particular.

En casa de mis padres SIEMPRE hay queso de Pajonales. A todos nos encanta.

Qué incierto es el adverbio SIEMPRE.

Nunca he estado en Pajonales.

No sé si iré algún día.

Ahora es como asistir a un funeral y a un entierro.



Ayer lunes se extendió.

Se extendió la maledicencia e iniquidad de algunos.

Se extendió la tristeza, el estupor y la rabia de todos.

El fuego no se extendió.

El fuego no atraviesa mares ni salta de una isla a otra.

En la foto: La Guancha, La Matanza, la Victoria... y el Teide al fondo.

El de Gran Canaria fue el peor incendio que se recuerda en las islas.

El de Tenerife va en camino de superarlo.

Ya han sido desalojadas más de 4.000 personas entre ambas islas.

Ya han ardido más de 10.000 hectáreas entre las dos.

Hermanados en la desgracia se abrazan impotentes los canarios.

Ahora más que nunca se presenta ridículo el manido pleito insular de los políticos y sus comparsistas mediáticos.



El hombre hace todo lo que puede.

Una ola de calor y viento infernal azota las islas y aviva el fuego.

Acuden refuerzos de La Palma, de La Gomera, del Hierro y de la Península.

Aquí en Lanzarote, y en Fuerteventura, se entiende que no hay efectivos ni medios especializados en la extinción de incendios forestales.

La ministra de Medio Ambiente y el presidente del gobierno también acuden.


Pero lo poco que se consigue durante el día se hace minúsculo en la noche.

El fuego avanza y crece y arrasa sin piedad.

El tiempo se acelera en la oscuridad.

Por la mañana el monte amanece mil años más viejo.


Y el hombre se lamenta impotente ante tal devastación.

Se lamenta pues no hay señal, no hay respuesta.

No hay conexión con dios.