jueves, 17 de noviembre de 2011

qUiNtO cOnTaCtO



Trabajosamente retorno al blog. Bajo a la mina a escribir un nuevo post. Retomo el tema que había dejado interrumpido: los motivos para no escribir, para sumirse uno en el silencio.

Ya he hablado de los lectores en el post anterior, de cómo -para bien o para mal- condicionan lo que uno escribe y cuenta, tanto como lo que ni cuenta ni escribe. Otra de las razones (distinta a la anterior) para tomarse un respiro y abdicar del blog por un tiempo indefinido puede tener que ver con cierta sensación de saturación virtual.

Hace mucho tiempo, en una edad que se me antoja hoy cercana al Pleistoceno, se inventó algo sorprende y maravilloso, un prodigio de la tecnología, absolutamente novedoso y futurista: el chat. Era una época en la que nadie había oído hablar todavía de Facebook, de Tuenti, de MySpace, de Twitter ni de ninguna otra red social. Tampoco existían los blogs y el correo electrónico no se había generalizado ni democratizado aún. Sin embargo, la comunicación a distancia a través de los chats con personas desconocidas ya era posible. Más aun que posible, era real, y además... fascinante.


Recuerdo cómo era aquel chat antediluviano de Olé (el primer buscador de Internet en lengua castellana). Si querías chatear debías elegir un apodo o nickname y solicitar tu acceso a uno de los "cuartos" (creo recordar que no se hablaba de grupos de discusión sino de "rooms"). Esos cuartos o rooms eran temáticos y también por edad. Así, debías elegir entre "Sexo", Amor", "Amistad", "Política", "Tecnología", ·Religión",  "Literatura", etc. (No hace falta aclarar que los he escrito en el orden de la popularidad que tenían entonces). La otra posibilidad era elegir tu room en función de la edad: "Menos de veinte", "Veinteañeros", "Treintañeros", "Más de 40", "De 40 a 50", "De 50 a 60", etc.

Recuerdo meterme en aquellos "rooms", entrar y salir, alternando con avidez fáustica y promiscua, y experimentar por primera vez con el simulacro de las identidades, con la transgresión de los límites espaciales y con la sensación de libertad y sorpresa que aquella comunicación virtual con desconocidos hacía posible.

Aquello era entonces totalmente novedoso e insólito; hoy los chats me producen hastío e indiferencia. Pero lo cierto es que en aquel tiempo pude pasarme toda una tarde hipnotozado por la pantalla del ordenador y por el feedback que aquellos desconocidos daban a lo que mis dedos escribían con embelesamiento en el teclado.

Y aquí retomo el argumento: aquellas sesiones de chat me dejaban exhausto, con la cabeza embotada y el alma vacía. El tiempo se me había escapado vertiginosamente entre el teclear frenético de mis dedos y en todas esas horas (en las que había dejado de respirar el aire puro de la calle, o de leer un libro, o de besar y acariciar un cuerpo, o de zambullirme en el océano de mi isla), en todo ese tiempo malgastado, sólo había intercambiado algunas frases tontas, o inútiles confesiones con desconocidos; había desperdiciado cumplidos y emborronado las horas con frases banales y predecibles. En definitiva, la tarde se habían diluido en una especie de burbuja virtual, adicto a aquel mundo de simulacros y apariencias. Sólo al salir de allí y respirar el aire del mundo real podía volver a pensarlo todo desde fuera, tomar distancia, y jurarme que nunca más volvería a malgastar mi tiempo en el chat de Olé.

Aquella fue mi primera experiencia de saturación virtual.



Hoy es mucho más sencillo saturarse virtualmente que antaño, pues al chat han venido a sumarse los blogs y, fundamentalmente, las redes sociales. Hoy hay quien se levanta por las mañanas y se conecta al Facebook o al Tuenti con adicta ansiedad, para informar al mundo del desayuno especial que piensa ingerir, o para ser el primero en enlazar y compartir una noticia, o para divulgar la canción que acaba de escuchar o la última fotografía que ha sacado a través del Iphone.

Los empachos de vida virtual en los chats de mi adolescencia, vistos a la luz del presente, no son más que el preludio de lo que nos esperaba. Hoy los teléfonos inteligentes o las redes sociales como Twitter nos han instalado de lleno en un universo de saturación virtual. Quien los maneja lo sabe. Quien los sufre también.

No conozco sino los rudimentos básicos de Twitter. Pero por lo que sé propicia la información instantánea y el presentismo. En Twitter, a diferencia de los blogs, lo que cuenta es lo que está sucediendo y se cuenta o retransmite en tiempo real.

 El martes fui a un acto en la Facultad de Bellas Artes en donde los candidatos al 20-N por la provincia de Santa Cruz de Tenerife explicaban sus programas a la luz de las reivindicaciones de los indignados o del 15-M, que eran quienes organizaron el acto. (Por cierto, las 12 fuerzas concurrentes por la provincia fueron invitadas al acto, pero sólo asistieron 6, entre las que no estaban ni PSOE ni PP ni CC, que son las únicas con representación política en el Parlamento). Pues bien, tras la mesa de debate, en una pantalla gigante, todo el acto se iba resumiendo vía Twitter a tiempo real. La experiencia fue fantástica, pues los que estábamos allí pudimos comparar -y contrastar- el devenir de los dos universos simultáneos que teníamos ante nosotros: el real y el virtual, el de la experiencia sensitiva (visual, sonora, olfativa, táctil) del Salón de Actos de Bellas Artes y el de los "tuits" de 140 caracteres en que se trataba de encorsetar todo lo anterior.


Los smart phones no hacen más que acentuar esta tendencia hacia la "virtualización" de nuestras vidas. Al ser portátiles, ligeros y cómodos nos permiten acceder al mundo virtual desde casi cualquier lugar en el que nos encontremos: la cola de un banco, el aula de un instituto o la playa desde la que accedo al océano de mi isla. Y así es posible levantarse por las mañanas y empezar el día publicando en Facebook una foto del desayuno que pretendemos zamparnos, de tal forma que sin darnos cuenta abandonamos el mundo irreal de los sueños e ingresamos en el mundo virtual de Internet sin apenas detenernos a paladear el otro mundo, el simplemente real.

Con el blog a veces me ha ocurrido y me ocurre algo parecido. Siento que las horas que paso escribiendo en NaDa PeRmAnEcE, leyendo otros blogs e interaccionando con otros blogueros o lectores consumen y reprimen la posibilidad de paladear la vida real en toda su plenitud...