Savater es en este punto el contraejemplo perfecto. De todos es conocido su vitalismo: su optimismo inasequible al desaliento, su coraje moral y político, su defensa del hedonismo, su afición al ocio (desde la lectura hasta las carreras de caballo), su debilidad por Nietzsche. Y sin embargo, comienza hablando de la muerte, dedicándole un monográfico capítulo a tan lúgubre asunto. Porque pensar acerca de lo insondable e inevitable de la muerte nos deja en un estado de tensión y de alerta, de vigilante expectación, de lúcida conciencia, que es el óptimo e idóneo para surcar con éxito las irregulares aguas de la vida: sin perder detalles, sin naufragios innecesarios, sin que la corriente nos lleve a su antojo como a un sonámbulo su síndrome. Pensar la muerte es el reverso de pensar la vida, condición indispensable para vivirla mejor.
En "La vida eterna" acomete Savater esta tarea de un modo más prolijo y sistemático; y ello en el contexto de una obra centrada en el tema de las religiones, con las que la vida y la muerte tienen y han tenido no poco trato. Este blog contra el tiempo no puede dejar escapar la ocasión de reproducir aquí algunas de las ideas que he leído en esta nueva entrega de Fernando Savater, como siempre recomendable.
Hace unos días mantuve una conversación -llamémosle palique- con una amiga acerca de lo humano y lo divino. Comenzamos con lo humano y acabamos con lo divino. (Luego nos entregamos de nuevo a lo humano, con fruición y alevosía... pero eso ya es harina de otro costal). Todo empezó con una anécdota: la de un cura de su pueblo que se había casado, que había colgado el hábito, que había tratado de inculcar a su familia cristianísimos valores y pautas y que, al casarse su cuñada con un noruego bastante pagano y reticente a los ritos de rigor, había secuestrado a los hijos de éste durante quince minutos para, desnudos, llevarlos a la bañera y, allí, sin la pompa del templo santo ni el perfume catedralicio, entre botes de champú anticaspa y cremas anticelulíticas, bautizarlos. "Confío -le dije a mi amiga- en que se haya limitado a eso, cualquiera sabe. Yo creo que por si acaso mis padres prefirieron no bautizarme".
Dije que constituía para mí el modelo de conversación acerca de la existencia de Dios, que todos en alguna vez en la vida hemos mantenido, aunque sólo sea con uno mismo. La que sostuve hace unos días con mi amiga me hizo acordarme de aquella con Isabel a altas horas de la noche, en un pais ajeno, en una ciudad nueva, en una casa desconocida. Cualquier lugar es válido para hablar de Dios.
El libro de Savater aborda de un modo exhaustivo y sistemático el paisaje que a dos manos dibujan los interlocutores de una conversación tal. Constituye una guía para adentrarse en dicho terreno con mayor seguridad y con el inestimable equipaje de una lúcida reflexión. Su contenido también se relaciona con alguno de los leit motiv de "NaDa PeRmAnEcE".
Savater subraya 3 funciones principales que las religiones desempeñan: explicar el origen del universo y de lo que somos, brindar un vínculo moral para la comunidad de pertenencia y, por último, confortarnos ante la muerte. Las dos primeras son hoy cuestionadas, respectivamente, por los conocimientos científicos y por los códigos morales de índole laica. La tercera función, no obstante, sigue plenamente vigente, sin que parezca haber un competidor que en estas lides (ofrecer consuelo ante la muerte que el paso inexorable del tiempo promete) pueda hacerle sombra. Savater cita a Feuerbach, para quien esta tercera función constituye el verdadero principio de la creencia en Dios:
"Un dios es por tanto esencialmente un ser que satisface los deseos de los hombres. Pero a los deseos del hombre, de ese hombre, al menos, que no limita sus propios deseos a la necesidad natural, pertenece más que ningún otro el deseo de no morir, de vivir eternamente; este deseo es el último y sumo deseo del hombre, el deseo de todos los deseos, como la vida es el compendio de todos los bienes; porque un dios que no satisface este deseo, que no supera la muerte o al menos la compensa con otra vida, con una neva vida, no es un dios, por lo menos no es un verdadero dios, que corresponde al concepto de dios".
La religión presenta una "oferta de inmortalidad" -afirma Savater- "que sigue garantizándole una cuota importante de interés popular". Tras largas aunque amenas disquisiciones en torno al sentido que pueda tener esa presunta vida eterna que las religiones prometen, Savater acaba preguntándose si para las personas no creyentes (entre las que se incluye él mismo) habrá algún tipo de esperanza, "cualquier atisbo de la universalmente apetecida inmortalidad". Y responde con la enigmática sentencia de su aliado filosófico Baruch Spinoza, para quien, el hombre puede, pese a su incontrovertible mortalidad, "saberse y experimentarse eterno".
¿Cómo entender el enigmático dictamen de Spinoza? Savater avanza dos posibles interpretaciones. La primera: que el hombre es el único ser racional, lo cual le faculta para asomarse a aquello que no depende del tiempo ni está sometido a su desgaste: las ideas. Expresado por el propio Savater: "Por medio de nuestra comprensión intelectual de lo que no depende del tiempo, hemos atisbado una ráfaga de eternidad: somos capaces de ideas que no padecen nuestras limitaciones, ni en cuanto a la necesidad ni en cuanto al tiempo". Se trata de una interpretación platónica a más no poder.
La segunda interpretación de la sentencia de Spinoza según la cual el hombre puede saberse y experimentarse eterno me gusta más. Consiste en hacernos patente que todo lo que llega a ser, de algún modo, es imborrable, en tanto que ocurrió. "Esa eternidad -subraya Savater- es la de quien ha existido una vez, por fugazmente que sea: el presente de su vida no lo podrá borrar ni la inexistencia pasada ni la aniquilación del porvenir... La vida es transitoria, pero quien ha vivido, vivió para siempre".
Por eso aquella charla nocturna con Isabel está ahí, de modo indeleble y absolutamente presente para mí. Por eso es eterno ese momento: los dos en pijama, bebiendo en tazas de desayuno, embriagados por el calor de la conversación. Por eso la vida -finita, breve, limitada, truncada en el peor de los casos- está plagada de vivencias y de momentos eternos. Y aunque existan grandes lagunas en el caprichoso archivo de la memoria, zonas en penumbra, fragmentos quizás cruciales de nuestras vidas cercenados como de un hachazo, nada está perdido para siempre, nada es absolutamente irrecuperable. Sólo hay que esperar a que nos llegue a cada uno nuestra particular magdalena.