jueves, 28 de mayo de 2009

miércoles, 27 de mayo de 2009

martes, 26 de mayo de 2009

lunes, 25 de mayo de 2009

viernes, 22 de mayo de 2009

InSoMnE FrAgOr


A muchas millas de todo,



en medio de un desierto cuyas arideces me hicieron sentirme en Lanzarote: feliz,



se encuentra, insólita e incongruente, incluso verde, la ciudad de Las Vegas.



Las Vegas es la ciudad de las bodas sobrevenidas y las capillas horteras.



Las Vegas es la ciudad del pecado.

La gente prefiere decirlo así:

"What happens in Vegas, stays in Vegas"



Las Vegas es la ciudad del entretenimiento.



Y la ciudad de los hoteles fastuosos, de postín.



Eso sí: al fondo, siempre están las tragaperras.



Al fondo de las estatuas de emperadores romanos, siempre su cantinela insomne y su fulgor hipnotizante.



Al fondo, o en primer plano.



Pues las vegas es, ante todo, qué perogrullada, la ciudad del juego.



Cientos de casinos y hoteles y hoteles-casino la conforman y hacen ser lo que es.

Ruleta, apuestas deportivas, poker, blackjack, dados y tragaperras son las principales atracciones; el exquisito menú de los cientos de miles de ludópatas que anegan las salas de juego.



¿¡Qué esto no puede ser hermoso?!

No has probado esta embriaguez, esta hipnosis, esta droga.



Míralos: no les hace falta nada más.

Tuve un amigo -que el no frecuentarnos ha convertido ya en un conocido- que estuvo enganchado a las tragaperras.

Salíamos un par de amigos a dar una vuelta: cine, cerveza y a las dos en casa.

Todos se iban de retirada menos él, que se iba de cacería, a atracar cualquier tragaperras de bar; o viceversa.

Recuerdo retazos de conversación con él, cuando se atrevió a contarnos su problema: hablábamos yo, la Razón, y él, la Pasión, un diálogo de besugos.



El juego es Pasión y fascinación por el azar.

Más allá de la técnica y la experiencia, más allá de las matemáticas, que acotan el terreno mediante el placebo de las probabilidades, más allá de todo ello, se encuentra, irreductible y diáfana, constantemente mentada y anhelada, madre, reina y diosa de los casinos, esa estrella, esa bendición, esa epifanía:

La Suerte



Ya desde el aeropuerto, lleno de tragaperras, quise probarla.



Una vez allí, unas horas antes, nos bajamos de internet las normas de la ruleta, el poker, los dados y el blackjack.

Éramos novatos pero en mi bagaje contaba con unas cuentas novelas de caballería que, aun desconociendo las normas del juego, me habían enseñado lo que es capaz de sentir un jugador:

La última noche de Dostoyevsky
, El jugador y Doña Flor y sus dos maridos.




En Las Vegas, en el medio del desierto de Nevada y Arizona, se trafica con dinero y sueños.

En Las Vegas hay una puerta que conduce al cielo y otra al infierno:

Y ello lo decide un as de picas, un bonus en las tragaperras o una bolita caprichosa que se detiene en el 17 negro.

En Las Vegas todo se vende, el alma está devaluada y no hay más dios que la Suerte.



En Las Vegas está Roma.



Está Paris.



Y Venecia.

¿Pastiche?

¡Por supuesto!

Mas sólo aquí puede ser hermoso lo hortera.

Una ciudad -novela, cuadro, película- es hermosa cuando tiene espíritu y esencia, cuando sus piezas componen un todo con cierta coherencia estética interna, cuando todo combina y queda perfectamente hermanado, como si hubiera sido creado de un mismo parto:

Así quedó Lanzarote, gracias al maridaje del volcanismo con César Manrique.

Tal es Barcelona, con su modernismo y su Gaudí.

La autenticidad de Las Vegas radica, por contra, en su espíritu de simulacro y copia, de emulación de nuevo rico.

Cuando en Tacoronte o en La Matanza de Acentejo a un vecino se le ocurre poner en su balcón columnas salomónicas, no nos queda más remedio que llevarnos las manos a la cabeza:

¡Qué magada!

Pero en Las Vegas hasta el mismísimo Baldaquino me parecería de buen gusto, esto es: en armonía con el espíritu de la ciudad.

Las Vegas no tiene Historia pero la fortuna que sus casinos prometen puede comprar -o reproducir a escala- cualquiera de esos edificios medio en ruinas que la vieja Europa conserva.

Las Vegas es la creencia en la omnipotencia del dinero y en que con él se pueden cancelar las fronteras en el espacio y en el tiempo.

Las Vegas es la ciudad del nuevo rico: su ignorancia es desprecio inconsciente por la Historia, al reducir una civilización a un monumento y al colocarlo como decorado de un salón de tragaperras.

Por eso sólo en Las Vegas queda bien este potaje arquitectónico en la misma avenida: el Coliseo, el puente de Brookling, una pirámide egipcia y el escenario paradisíaco de una playa tropical.



Anochece sobre Las Vegas.

En primer plano, Nueva York.

Muy al fondo, la soledad del desierto.

Por doquier, el insomne fragor de las tragaperras y el juego.


miércoles, 20 de mayo de 2009

pAsTiChE MaNiA


Las Vegas debe de ser la única ciudad del mundo en la que...



...combina bien un friso romano...



...con una máquina tragaperras.

viernes, 15 de mayo de 2009

Me CaSo


No, es broma: sólo me voy a Las Vegas...


jueves, 14 de mayo de 2009

miércoles, 13 de mayo de 2009

AgUdEzA ViSuAl


¿De qué va todo esto?

domingo, 10 de mayo de 2009

SiMpLe LiFe


Primero subo las fotos: es un proceso lento, casi siempre, que me desespera. A veces hay errores y salen del revés. No consigo voltearlas y he llegado hasta a sacar de nuevo la foto en cuestión para volverla a cargar en el ordenador. Otras veces, la conexión es demasiado lenta y las ganas de ponerme a escribir cuanto antes me superan.

Hoy he ido al Caffe Tazza sólo para descargar las fotos, pues tienen una conexión wifi que va a toda pastilla.

Después escribo.

El proceso es curioso: elijo el orden de las fotos con apenas un borrador en mente, un bosquejo del guión de lo que habré luego de contar. Este orden condiciona ya en parte la historia, pues intento que lo que cuento se compenetre con el soporte visual de las fotos. No obstante, el reino de la escritura es el de la libertad absoluta y una vez que comienzo a darle a las teclas todo puede ocurrir.

Eso es lo más que me gusta de esta aventura de escribir: me pongo a ello sin saber bien donde recalaré ni qué imprevisibles meandros habré de recorrer.

Y del mismo modo que en una novela resulta crucial su apertura, su primera frase, la sonoridad de la primera sílaba impresa, así también considero determinante la primera foto con la que se abre un post:

Simple Life



Llevaba un tiempo postergando esta historia, el relato de este fin de semana con Gaby en el pueblito de Jefferson.

Había sacado fotos curiosas y alguna que otra anécdota podría resultar divertida al narrarla retrospectivamente.

No quería que me ocurriera como con otros posts que, por falta de tiempo u ocasión, se habían quedado sin escribir.

Así que -como dije- me fui a un café en el que poder subir velozmente las fotos y me vine a casa, a escribir la historia.



Cuando uno escribe, creo, importa mucho más el tono con el que se dicen las cosas que lo que realmente se cuenta.

Es obvio: lo mismo ocurre en el lenguaje oral y con las relaciones sociales.

Primero subo las fotos, después escribo, pero antes, en medio de estos dos momentos, trato de buscar el tono.

Es como afinar el espíritu.

Es conectar con uno mismo, indagar más allá del pobre lenguaje y escrutar -asomarse a- ese fondo inefable de sentimientos, presagios y criaturas mentales que todos llevamos dentro.



La historia era bastante sencilla: un bed & breakfast, un pueblecito pintoresco de East Texas, una segunda visita a Caddo Lake, algunos fantasmas, Gaby y yo.



Las fotos que había subido en el Caffe Tazza hacía apenas unos minutos contaban ya, prácticamente, la historia por sí mismas.

Sólo faltaba sentarse y añadir desenfadadamente alguna breve aclaración a pie de foto.



Incluso casi podría decir que el tono del post estaba ya decidido de antemano.

No sólo porque esa era la idea previa que irreflexivamente me había forjado, sino debido a la naturaleza de las fotos: cielos azules y límpidos, casas solariegas de estilo colonial, rostros sonrientes, naturaleza cálida y exuberante, fantasmas de mentirijilla.

Casi estaba impelido a escribir desde un tono jovial y desenfadado: desde la superficie.

Hasta que esa foto del emblema del gallo, dando la bienvenida a los clientes del bed & breakfast donde nos quedamos, con su lema, lo cambió todo:

Welcome to the simple life

¿Por qué?

¿Por qué cambió todo la primera foto?

No sabría explicármelo aún, a esta altura del meandro...



En primer lugar, porque estaba Gaby, supongo.

Entre gansaditas y mexicanadas me las había arreglado para dejar en la recámara de NaDa PeRmAnEcE a esta mexicana con la que comparto casi todos mis fines de semana, entre otras cosas.

No escribir sobre ella, no atreverme a indagar en serio allá dentro a través de la escritura era en parte una forma de respetar su intimidad y no arrastrarla y exponerla al exhibicionismo sentimental de este blog.

Pero también era, en lo que a mí respecta, una forma de dejarme llevar por la inercia irreflexiva de los días y de comulgar con los preceptos de la simple life.



Luego estaba esa sensación de que no sólo esa estancia en el acogedor y recoleto bed & breakfast significaba el ingreso en la simple life, sino que todo el modo de vida americano era, en esencia, simple.

Uno sube las fotos, piensa en lo que quiere contar, pero luego encuentra un tono que le lleva a hacer un uso muy diferente al que había pensado de las fotos que ha subido.

Los texanos beben Dr Pepper con orgullo. Pese a ser todavía Coca Cola el refresco más vendido, Dr Pepper (que ocupa el séptimo lugar en ventas) es el más antiguo de todos: lo creó un farmacéutico de Waco en 1885.

La foto del enorme cartelón de Dr Pepper en Jefferson era meramente una estampa típicamente texana, con su apuesta por lo local e idiosincrático, con su toque retro en el diseño, con los leños apilados recordándonos el carácter eminentemente rural de este Estado y de este país.

Pero ahora -por culpa del gallo- se me antoja una caricatura de la vida simple americana, entregada de lleno con pueril pasión al consumo, ciega ante los cantos de sirena de la publicidad, imbuida en un universo falaz y simplificado en el que todos los valores y facetas de la vida se explican, resuelven o traducen en un nuevo objeto de consumo, en nueva mercancía.



El gallo era probablemente, quién sabe, una invitación a salir y escapar de este círculo vicioso del consumismo.

Una invitación al reposo del ocio, a la tranquilidad de la lectura, a la cercanía con uno mismo y con el resto de humanos que nos rodean, a la contemplación de la belleza de la naturaleza, del mundo y de la vida.

¡Pero esto es precisamente lo que carece de toda simplicidad!

El gallo, la foto del gallo, la publicación de la foto del gallo, me ha hecho pensar en que lo verdaderamente simple es el modo de vida americano: atrapados por el trabajo, embaucados por el señuelo de los objetos sublimados del consumo, apenas tienen tiempo u oportunidades de trascender y complicarse -es decir, enriquecerse- la vida con libros, personas y momentos para intentar comprender mejor un poco más el mundo.

Quizás soy injusto con ellos, como cada vez que uno opina, pero a veces tengo la sensación de que sus sentimientos -de amor, de miedo, de dicha- son importados y prefabricados, como las risas enlatadas de las teleseries. Esa sentimentalidad exacerbada se me antoja a menudo una reproducción mimética y en serie de los ejemplos de la industria audiovisual, que nos hace a todos semejantes y a ninguno único y genuino.

Y como contrapunto al amor a los objetos la simple life sólo nos ofrece como única opción de trascendencia una religiosidad extrema, sensiblera y pueril que lo inunda todo: particularmente, esa actividad tan típicamente humana que se desarrolla en el neocortex y que los filósofos y otros expertos llaman pensamiento racional.



Claro que una cosa y la otra, religión y consumo, casi siempre van de la mano, en esta versión americana de la simple life.



Mientras tanto, mi vida en Estados Unidos ha seguido ese mismo patrón de la simple life.

Y en lo que a mi relación con Gaby se refiere ese viaje a Jefferson -los dos lo sabemos- marcó un antes y un después.



Miro las fotos, leo lo escrito y me sorprendo de cuánta distancia puede abrir entre ambos el tono con el que uno va afinando el relato.



Aquí debería estar contando cómo le sugerí pasar el día en Caddo Lake, que ella no conocía y que se hallaba a pocas millas de Jefferson.

Cómo remamos durante 40 minutos desde el embarcadero hasta un recodo en el que dejamos la canoa y desde el que empezamos a caminar.



Aquí debería estar nombrando la ruta a pie hasta ese enclave del bosque...



...en el que hicimos este almuerzo campestre con quiche Lorraine y sin mantel a cuadros.



Pero ahora que el kikirikí de la simple life lo inunda todo por dentro, me resulta difícil -tedioso- detenerme en esta secuencia inicialmente prevista de la narración.



Me resulta ahora secundaria la anécdota de la canoa, que en un primer momento -ya desde antes de llegar al Caffe Tazza esta mañana- imaginé como el momento dramático -y cómico- por excelencia del post.

Ya ha perdido la frescura y la importancia para mí relatar el modo en el que posamos frente a la canoa como auténticos navegantes profesionales.



El modo en que nos creímos señores de las aguas dulces y pantanosas, expertos del remo.



Y el modo en el que la canoa volcó imprevisiblemente con los dos dentro, mojándome yo por completo y dislocándome -una vez más- el hombro izquierdo.



Quiero terminar ya, volver otra vez al meollo de la simple life, en donde presiento se han quedado por decir algunas cosas.

Quiero que termine ya esta secuencia de fotos que subí con un estado anímico un poco más trivial.



Fotos que hablan por sí solas y que no me necesitan para nada.



Rema, Andriu, salte ya de ahí, de esa excursión divertidísima y accidentada a Caddo Lake.

Rema hacia esa misma noche en Jefferson, hacia esos acontecimientos que de verdad importan y quieres contar.

Rema y salte y escapa de la simple life.



Porque fue aquí, en este bed & breakfast, cuya puerta de entrada escolta un gallo sabihondo, donde presiento ocurrieron cosas -entre Gaby y yo- que me importan más que todas las anécdotas y destinos turísticos de la simple life.



Pues mi vida, como dije, en este país, ha sido casi tan simple como la de los americanos:

Me he comprado un jeep enorme que me encanta, con el que voy a todos sitios, sin reparar mentalmente ni un segundo en eso de la capa de ozono; esa quimera.

No reciclo nada.

No leo prensa, ni americana ni española: hace tiempo que no me siento tan ignorante acerca de lo que ocurre en el mundo.

Los libros que me he leído este curso los puedo contar con los dedos de una mano.

Trabajo muchas horas al días y mi grado de autorrealización no es muy alto.

Vivo dentro de la burbuja americana.

Y por último: hasta aquella noche en Jefferson mi relación con Gaby fue ante todo simple.



Antes de que estallara todo (antes de hablar) hicimos el tour guiado por el fantasmagórico Jefferson.



El pueblo es famoso por sus bed & breakfast, por sus edificios históricos (aunque más historia tiene la casa de mis padres en La Laguna) y por la insólita concentración de fantasmas que alberga.



Recorrimos el pueblecito a oscuras y con un grupo de americanos simples que habían venido desde distintas partes del Estado buscando experiencias paranormales.

Todos sacábamos fotos, con la esperanza de pillar in fraganti a alguno de los históricos fantasmas cuyas vidas una guía con falsa fachada de escéptica nos iba narrando amenamente.

La creencia en fantasmas se asemeja mucho a la creencia en dioses: no me extrañaría nada que USA fuera uno de los países con más fantasmas en el mundo.



Pero lo que de verdad importa -¿verdad?- fue darnos cuenta de cómo habíamos pasado Gaby y yo los últimos meses.

Lo de los fantasmas tenía su interés: fue una ocasión más para practicar inglés, para conocer algo acerca del pasado de este pueblucho de East Texas y para bromear con Gaby asegurándole que quién le acababa de pellizcar el culo había sido un espíritu travieso.

Mas lo importante fue darme cuenta de que habíamos pasado algunos meses sin haberme complicado ni siquiera un segundo mi vida simple parándome a pensar en lo que sentíamos el uno por el otro.



Esa noche lo hablamos.



El pueblo seguía estando lleno de espíritus y fantasmas del pasado.

Pero allí sólo estábamos vivos ella y yo.



Aquella noche en Jefferson, rodeados de algunas de las casas encantadas más aterradoras del Estado, Gaby y yo rompimos la inercia de las relaciones fáciles y simples, atreviéndonos a ponerle nombre a los sentimientos, con mejor o peor fortuna; enfrentando, no ya fantasmas de sábana y bola ni licántropos sino ese miedo a ser sinceros y transparentes con las personas queridas.



Desde entonces, pese a que el final se avecina y no estará exento de drama, nuestra relación es menos simple; más sutil, cercana y auténtica.

Más compleja, también, supongo.

Eso quizás es lo que no nos perdona el fantasma de Jefferson.

Ese fantasma simple y rencoroso que por no haberle hecho caso se desplazó a Caddo Lake y nos tiró de la canoa.