jueves, 31 de diciembre de 2009

MoNtAñA RuSa


Ya lo verás.

Todo se renovará de blanco.

El frío a veces también cauteriza y limpia.

Imagina que por cada campanada está cayendo una nevada.

Luego vendrá otra vez la vida con sus subidas y bajadas.

La recorrerás como una montaña rusa.

Ya lo verás.

Te montarás de nuevo y no querrás parar.

En cada vuelta ojalá sea cada vez menor el miedo...

Pues la emoción -lo verás- seguirá intacta.

Volverás a subir y a bajar y a recorrer todos los rieles con renovado entusiasmo:

Trescientos sesenta y cinco.

No se puede, por cierto, sobrevolar el cielo todo el tiempo.

Hace falta tocar fondo alguna vez para apreciar luego las alturas cuando lleguen.

Pues llegarán.

Ya lo verás.


miércoles, 30 de diciembre de 2009

PaRte mEtEoRoLóGiCo


El tiempo está loco, dicen.

Llovió por fin en La Laguna, tras unas semanas de soleada Navidad.

Pero en seguida -como un salto atrás, como un renuncio- volvió la luz en coloreada ráfaga.

Como un arrepentimiento vi dibujarse el arco iris sobre la montaña en nieblas de la Mesa Mota.



Dicen que cuando se habla del tiempo es porque no se tiene nada que decir.




Me pregunto si se piensa que cuando se escribe acerca del tiempo es porque tampoco hay nada que contar.

A mí también me pone un poco nostálgico la lluvia y la niebla laguneras:

La imagino subiendo por el camino de San Diego hasta la ermita: suave, vaporosa, fantasmal.

La imagino deslizarse por aquel caminito de tierra perfumado por las zarzamoras y las higueras en verano y contemplar desde las alturas la ciudad en gran angular.

Cómo corre la niebla y qué pronto se disipa.

Qué poco dura un arco iris.

Lluvia.

Luz.

Sol.



El tiempo está loco, dicen.

Yo creo que es porque no salen de otro modo las palabras por lo que se escribe acerca de él.



martes, 29 de diciembre de 2009

aMiGo iNviSibLe 3


El año pasado abrieron los regalos y yo hablé con ellos esa noche por teléfono desde una calle nevada y fría de Nueva York.

Fueron pasándose uno a uno el teléfono: voces eufóricas, en las que se adivinaba sin embargo cierta tristeza encubierta tras tantos meses sin vernos ni hablarnos.

Hubimos de esperar a marzo en México para vernos.

Este año en cambio nos hemos reunido en casa de Isi sin ningún contratiempo para celebrar la 8ª Edición del Amigo Invisible.



No pensaba escribir nada.

Tan sólo colgar las fotos: hablan por sí mismas, creo.

Pero hace dos convocatorias escribí un post sobre el Amigo Invisible y no me parece correcto dejar pasar la oportunidad de prolongar esta serie de posts que se han ido convirtiendo ya casi en una sección del blog.



-¿Notaste algo diferente este año?

Sí.

No.

No sé...

-¿No notaste que las palabras son ya cada vez menos necesarias?

Sin duda.

Llega un momento en que todo parece estar ya dicho...

O quizás es esto otro: que las palabras dicen más de lo que dicen.

No sé...

-¿A que sabías lo que estaba pensando Quin y Sergio e incluso Isidro mientras Yai les echaba la bronca a los otros?

Sí, eso creo: me fijé en sus caras mientras mamá pato nos cantaba las cuarenta y ellos escuchaban con una sonrisa en la boca y dándole la razón para sus adentros.

-También miraste a Santi y a Alberto... vaya tres.

Supongo que sí.



Algo de eso ocurrió, creo: no hacía falta gastar mucha saliva para entendernos.

No hizo falta decirnos lo que ya sabíamos.


lunes, 28 de diciembre de 2009

PeSaDa MaLeTa


Anoche me asomé al interior de mi vieja maleta de viaje.

Allí encontré de todo: libros subrayados, dibujos de casas (una vez quise ser arquitecto), discos de vinilo, poemas escritos a amores platónicos, amuletos varios, mil fotografías, un pelo de gato y otro de mujer (largo, negro y de ella), diarios febriles, orlas y diplomas, saberes inútiles que aprendí a olvidar, postales de viajes, velas treinta y dos, dudas, decisiones, arrepentimientos, millones de abrazos, amigos del alma, destinos ajenos de vidas truncadas, la sombra del miedo, una caja llena con mis sentimientos (en la que se mezclan, confunden y enturbian), un compartimiento repleto de olores que aún me disparan mi corazón loco, lápices que nunca conseguí afilar y latas de sardinas de todas las formas, colores, tamaños y pesos.

Cerré la maleta y la arrastré hasta el muelle.

Allí estabas tú, como siempre hermosa. Y te contemplé largamente por última vez. Un blanco vestido te cubría a medias, se agitaba grácil y alegre, cual brisa de mar.

Me asomé a tu equipaje: tan sólo llevabas un liviano bolso, ancho y espacioso, con un hueco enorme y luminoso en el que pensabas embarcar todas tus ilusiones y proyectos.

Yo agarré mi maleta por el asa y con ambas manos la volví a levantar unos centímetros del suelo. Te miré deslizarte por la larga pasarela que te llevó al barco.

No pude seguirte con mi vieja y pesada maleta.

Te dejé partir.



Foto: Chema Madoz

jueves, 17 de diciembre de 2009

CiUdAd dEvAsTaDa


Recordarás la ciudad, supongo. Desde lo alto del torreón de Orduz se la puede abarcar y resumir visualmente: el río, el casco antiguo, la Catedral, la Rambla de los Comendadores, el mercado, la playa, el malecón, el mar. Antes solía subir al castillo a contemplar la ciudad desde arriba y tratar de entenderla. Pero el recuerdo es caprichoso. Ocurre que a veces no es una imagen visual lo que se queda prendido a nosotros sino un olor. O una música. Del torreón de Orduz yo recuerdo principalmente el olor a flores de tu pelo. Para poder asomarnos los dos al mismo tiempo a la ciudad por el exiguo espacio de la misma almena tuve que aproximarme tanto a ti que me dio la impresión de que el invierno había llegado a su fin. Así que es muy posible que lo que recuerdes de la ciudad sea otra cosa: el salitre impregnando tus fosas nasales allí donde fuéramos o el tañido de las campanas o el arrullo de las palomas en la plaza del mercado. Todo eso también me da miedo.


Antes hubiera podido jurar que la ciudad gozaba de una cierta geometría y orden. Así es como se me antojaba desde el torreón de Orduz. El río marcaba una clara delimitación entre el casco antiguo, por una parte, y la zona moderna y comercial por otra. En esta última la Rambla de los Comendadores corría paralela al río y desembocaba también en el mar. Junto a la Rambla, el mercado se erigía en el centro neurálgico de la parte nueva de la ciudad. El casco antiguo también poseía su centro indiscutible: la Catedral, que emergía majestuosa como un gran champiñón de piedra. Desde allí arriba me hubiera resultado sencillo incluso dibujarla.


Ahora que no he vuelto a contemplar la ciudad desde arriba y que escalar la empinada escalera en espiral del torreón me resulta un despropósito, ahora y sólo ahora, veo que todo puede haber cambiado. Y necesito advertírtelo.


¿Recuerdas el paseo de chopos que orillea el río bajo el puente y aquellos bancos desde los que contemplábamos su inagotable caudal y tratábamos de adivinar la velocidad con la que el agua pasaba ante nosotros y se perdía en el mar? Pues bien, no sé si sigue allí.


Supongo que recuerdas si acaso la penumbra laberíntica del casco antiguo por las noches. La primera de ellas te pegaste a mí mientras caminábamos y ahí volví a sentir el olor a flores. En los cinco días que pasaste en la ciudad recorrimos aquellas callejuelas estrechas y empedradas muchas veces, así que me temo que las recordarás todas tal y como eran.


¡Y qué decir de la Catedral! También en la morada de lo eterno pueden verse diferentes las cosas.


No sé si me explico. No sé si lo que quiero es explicarme.


¿Recuerdas nuestros paseos en silencio por las Ramblas o por el malecón desde el que la ciudad nos sonreía con su fachada más limpia y con el castillo y su torre allá en lo alto? Claro que lo recuerdas, no se olvida tan pronto. En estos cuatro meses es posible pensar que todo aquello haya sido devastado.


Porque la ciudad no es la misma.


El río arrastra lentamente materia muerta y desechos como de naufragio que se acumulan tercamente en ese extremo de la playa en el que por primera vez reconociste con las yemas de tus dedos aquel cuerpo mío.


El casco antiguo acaso te lo encuentres atestado de turistas y a la luz del día es posible que tu mirada se detenga horrorizada en las costuras, las cicatrices y las marcas de una restauración imperfectamente acometida.


Cuando vengas, no habrá pasado el tiempo suficiente para que la ciudad vuelva a ser lo que fue. Hazte a la idea: como en aquella biblioteca egipcia consumida en llamas o como las dos torres abatidas desde el aire, hay secuelas que son para siempre.


No creas que no he vuelto a recorrer estas calles. Preparo tu visita con locura. A mi manera puedo todavía dejarme conducir hasta la plaza del mercado y desde una terraza observar los pasos de todos los que me rodean. Siempre he tenido especial predilección por una cierta actitud contemplativa y ahora esa tendencia mía ha encontrado algo así como una ocasión propicia para consolidarse.


Pero me despierto todos los días agitado por tu inminente visita a la ciudad y las mañanas me las paso casi siempre en la cama y buscando las palabras con las que contarte lo que me ha ocurrido e imaginando tu expresión y adivinando tus pensamientos y especialmente tus sentimientos cuando compruebes por ti misma lo que ha quedo de esa ciudad que recordarás, supongo.


miércoles, 16 de diciembre de 2009

martes, 15 de diciembre de 2009

CiTaS CrUzAdAs



"El único inconveniente de una muerte repentina, dijo bromeando, es que uno ha de tener sus bienes bajo control en todo momento para estar seguro de no dejar ninguno de sus secretos, por no decir inclinaciones, a la posteridad"

(Kjell Askildsen: Todo como antes)



"Resultaba paradójico, pero pocas cosas podían ser más reveladoras sobre las vidas de algunas personas que una muerte inesperada, un accidente o un achaque fulminante que permitiese a los demás descubrir objetos y conocer información que jamás habrían dejado de ser secretos si su dueño hubiese seguido viviendo. Que los vivos se enterasen de cosas sobre uno cuando uno ya no lo estaba era acaso una manera de no morir del todo, de seguir relacionándose o incidiendo, claro que con poco control sobre el momento o la manera y menos aún sobre las consecuencias. Por eso todo el mundo merecía al menos un día después del aviso, un plazo para destruir las pruebas que tan sacrificadamente supo ocultar, para arrojar al fuego el rastro privado de una vida que expiraba"

(Julio Fajardo: Reprobación del amor mundano)



"A través de las paredes podía oírle abrir cajones y armarios, supuse que miaría debajo del colchón, yo también lo había hecho. Al rato, entró en la cocina y preguntó si nuestra hermana no había dejado más objetos personales, cartas y cosas así. Contesté que estaban en el escritorio. Volvió a salir de la cocina, y cuando entré en la habitación con el café, estaba sentado en medio de un montón bastante grande de cartas, leyendo. Yo también había leído gran parte de las cartas, las que habían sido escritas por mi madre. De hecho, había escondido una que contenía tres frases sobre mí. Le sugerí que se llevara las cartas para leerlas en casa"


(Kjell Askildsen: Todo como antes)



Fotos: Kevin Dooley


lunes, 14 de diciembre de 2009

MoNdAy MoRniNg


9:33 am



9.34 am



12:10 am


domingo, 13 de diciembre de 2009

EnTuSiAsMo LiTeRaRiO


Llevamos 7 semanas de máster: 13 días asisiendo al Hotel Kafka: 26 sesiones de clases: 8 novelas leídas y analizadas: 12 ejercicios entregados para la asignatura de Escritura Creativa: 5 para la de Laboratorio.

Esta es una síntesis en cifras de lo que llevamos de máster.

Se acaba el trimestre.

Qué rápido.



La primera novela fue este relato largo o novela corta de Stephen King, que comentamos con Juan Aparicio Belmonte.



También con él leímos esta sobrecogedora y rica novela del Nobel Coetzee.

La hora y media que dedicamos a comentar cada novela fue esta vez insuficiente en mi opinión y eché de menos continuar la tertulia en un bar delante de unas rubias.



Los cuentos de Chejov los comentamos con el brillantísimo Rafael Reig: un lujo.



Nos quedamos perplejos cuando el mismo Reig dijo al principio de la siguiente clase:

-Esta novela en mi opinión habla de la Transición.

Cuando empezó a justificar su afirmación y vimos que todo cuadraba nos dimos cuenta de que no sabíamos leer.



Leímos con Juan Aparicio esta novelita inspirada en La metamorfosis de Kafka, de la cual sigo sin entender del todo el final.



Leí con cierta distancia y poco entusiasmo el relato de John Fante.

Después de destriparlo en clase con María José Codes me di cuenta de todo lo que había pasado por delante de mis ojos sin yo darme cuenta y me dieron ganas de releer la novela.



Con Juan Aparicio Belmonte abordamos este clásico.

Fue un verdadero placer releerlo y destripar en clase este relato inevitable (como dije) y enigmático.


El jueves que viene cerramos el trimestre y en la clase de lectura analizaremos este libro de Kjell Askildsen (que no conocía de nada) con María José Codes.

Anoche preferí no salir de marcha.

Me dio pena porque tocaban Fuel Fandango y Óscar tiene alas en el Siroco: un reencuentro con la isla.

Pero estaba resacado aún y con sueño, así que me embutí entre edredones y me sumergí en la prosa irónica, cínica y un punto misteriosa de este desconocido.

Las clases de lectura me gustan. Cada uno de los tres profesores tiene su propio estilo. Comentar libros, hablar de literatura, siempre me ha encantado. Todo aquello con lo que en la vida disfrutamos nos gusta comentarlo y recrearlo, aunque sólo sea a base de rememorarlo y hablar con alguien sobre eso.



La novela que había empezado a escribir en agosto lleva ya dos meses aparcada.

De hecho, me avergüenza un poco llamarlo "novela".

La tengo encerrada como se hace con los monstruos que salen de un matrimonio entre hermanos.

Muerta en vida además, es un aborto.

Supongo que se debe a que me he dado cuenta de todo lo que no sabía.

Y a que en las clases de Escritura Creativa voy dando palos de ciego y eso me ha generado cierta humildad y hasta cierta inseguridad en mí mismo.

No obstante, sigo entusiasmado con el máster, con las clases y en definitiva con la lectura y con la escritura.


sábado, 12 de diciembre de 2009

¿PaRa iNgEniErOs?


No.

Este post no es para ingenieros sino (en todo caso) para literatos.

Pensaba hacer un post de agudeza visual con esta foto.

Habría que borrar los carteles del fondo y preguntar algo así como:

¿Cómo se sabe que este es el metro de Madrid?

o

¿Quiénes construyeron el metro de Madrid?

Pero en la wikipedia no decía que los ingenieros que lo construyon fueran ingleses, al contrario.

Así que si el metro de Madrid circulaba por la izquierda, a contracorriente, no era por los ingleses.

Dándole un poco al Google me topé con el post que yo quería escribir, aunque con una foto mucho mejor que la mía...

¡Cuántas veces ocurre esto en literatura!



"Cuando, una mañana, Gregor Samsa se despertó de unos sueños agitados, se encontró en su cama transformado en un bicho monstruoso"

Hay frases como ésta con la que comienza la célebre novela de Kafka que, como ocurre con todo el resto del relato, parecen inevitables.

Parecen frases que existían en una especie de mundo inteligible de las Letras y que Kafka se limitó a descubrir, más que a crear.

La idea parece ridícula pero mi impresión con algunas historias es ésa: que hay historias que han de ser contadas; historias inevitables, que sólo buscan un narrador que les de voz, como esperan las leyes de la naturaleza al científico que las descubra y enuncie.

Mi impresión -probablemente absurda- es que si Kafka no hubiera existido algún otro escritor habría contado la historia del hombre que una mañana se despierta en su cama y se descubre convertido en un horrible insecto.

Y para culminar mi reflexión o desvarío (debe de ser la resaca) he de decir que mi impresión con algunas historias inevitables es la siguiente:


-¡Kafka, maldito! ¡Te me adelantaste! ¡Esa es la historia que quería contar yo!



Foto kafkiana: Paco Gómez

miércoles, 9 de diciembre de 2009

PeRsOnAjEs LiTeRaRiOs


"Un puñado de personajes literarios han marcado mi vida de manera más durable que buena parte de lo seres de carne y hueso que he conocido. Aunque es verdad que cuando personajes de ficción y seres humanos son presente, contacto directo, la realidad de estos últimos prevalece sobre la de aquellos -nada tiene tanta vida como el cuerpo que se puede ver, palpar-, la diferencia desaparece cuando ambos tornan a ser pasado, recuerdo, y con ventaja considerable para los primeros sobre los segundos, cuya delicuescencia en la memoria es sin remedio, en tanto que el personaje literario puede ser resucitado indefinidamente, con el mínimo esfuerzo de abrir las páginas del libro y detenerse en las líneas adecuadas".


(Mario Vargas Llosa: "Una pasión no correspondida", ensayo introductorio a Madame Bovary)


martes, 8 de diciembre de 2009

domingo, 6 de diciembre de 2009

MaNo DuRa


El viejo había muerto finalmente y no importaba saber de qué. Silvia lo adivinó con tan solo ver aquel número de teléfono en su móvil. Su madre parecía realmente afectada al otro lado de la línea, tan solo quería que supiera que el velatorio iba a tener lugar en casa. Silvia llamó a su marido y le dijo: “Voy a ir, lo necesitamos, mañana mismo estaré de vuelta y te cuento, te quiero”. De camino al aeropuerto intentó contactar con su hermano y terminó dejándole un escueto mensaje de voz. Miró una vez más el reloj, con un poco de suerte llegaría a tiempo de coger el vuelo de las tres.

Harold W. Bloodworth se hallaba en un almuerzo en el Texas Roadhouse con la plantilla entera de la empresa. Él presidía la mesa central así que al consultar el buzón de voz tuvo que levantarse y disculparse ante todos: “Me temo que he de dejaros a medias, me ha surgido un contratiempo y debo estar en Dallas esta tarde, disfrutad del almuerzo”. A su secretaria, en un aparte, le dijo: “Ha muerto mi padre, pero no dudes en llamarme si se sabe algo del contrato con los finlandeses”.



Desde Houston solo había cuatro horas de camino hasta la casa del viejo, acaso tres y media si iba con el Lexus: por fin había surgido la ocasión de probar el nuevo juguete. Una vez en ruta se puso a pensar en su madre, qué palabras emplear. Había visto las llamadas perdidas. Podría devolvérselas ahora. ¿Para qué? En menos de cuatro horas volvería a tenerla delante y habría de hablarle de todas maneras. Se miró a sí mismo en el espejo del coche, ¿sería también ella otra persona? El campo verde retrocedía vertiginosamente a ambos lados del vehículo, era extraño asomarse y contemplar el manso ganado pastando y de pronto verlo precipitado con violencia hacia el pasado hasta hacerse minúsculo en el retrovisor. Pensó en todo aquello. La luna delantera iba atropellando intermitentemente a pequeños insectos que morían en el acto. Recordó vagamente aquellos años. Había que quitarlos de en medio; ya estaban muertos, pero sobraban allí. Presionó con firmeza el botón del limpiaparabrisas y los borró de su vista. Durante el resto del trayecto se concentró en la parte legal del asunto, ¿para qué si no este viaje a Dallas?



La viuda recibió a sus hijos en la biblioteca y de negro. El servicio había cambiado aunque llevaban todos el triste y discreto uniforme de antaño. Al otro lado de la puerta un mayordomo aguardaba de pie cualquier instrucción por parte de Mrs. Bloodworth.

-Me alegro sinceramente de que hayáis venido.

Harold y Silvia permanecieron en silencio.

-Sé que Harry lo hubiera valorado –continuó la madre-. De hecho estoy segura de que ahora mismo lo está haciendo desde allí arriba.

Silencio.

-Un padre es un padre al fin y al cabo –sentenció Harold.

-Últimamente hablaba mucho de vosotros, creedme.

Las miradas de los dos hermanos acabaron cruzándose.

-¿En qué sentido, madre? –preguntó el.

-¡Oh, Harold, qué cambiado estas! He sabido por tu hermana que te has convertido en un gran empresario, en un hombre de negocios.



La mirada de la vieja era vidriosa y de un azul más limpio que cuando era joven. Sus ojos estaban fijos en él pero parecían atravesarlo y estar contemplando algo situado más allá de su voluminoso cuerpo.

-También le conté que cada día estabas más calvo y más gordo –dijo Silvia, guiñándole un ojo a su hermano.

Mrs. Bloodworth alargó su brazo, le tomó la mano a su hijo y éste se dejó.

-Un hombre de negocios –repitió para sí misma- como tu padre… Él estaba orgulloso de ti después de todo. Eres un hombre, Harold.

-Soy un hombre ya, madre. ¿Dónde está él?

-En la capilla.

Los tres se quedaron callados. El reloj de cuco seguía en el mismo lugar de siempre, frente a la chimenea, sobre la estantería repleta de libros de contabilidad y la enciclopedia ilustrada, marcando, con monotonía y regularidad anticipada, los segundos, siempre idénticos.

-¿Se sabe algo del notario? –preguntó Harold. Y al mirar a su hermana supo que tampoco ella sabía nada.

Pero la madre no pareció oírle, porque respondió:

-Está en la capilla: vayamos a verle.


En el fondo del jardín, separado de las canchas de tenis por una pared oscura de tupido seto, se levantaba un templete de adustas curvas neoclásicas. Era la capilla en la que aguardaba expectante el cadáver notable de Harold Bloodworth. El interior estaba en penumbra y la madre se adentró con pasos lentos y como un lazarillo fue arrastrando a sus dos hijos hasta el fondo de la estancia. Los hermanos avanzaban de la mano y también les pesaban los pies. Hacía frio. Poco a poco la luz de un gran candelabro macizo que colgaba de lo alto fue descubriendo de pies a cabeza el cuerpo rígido y crispado del padre. La viuda lo miró a la cara. Silvia Bloodworth se apretó contra su hermano y éste dio un paso al frente, junto a su madre. Las manos del padre seguían siendo, después de muerto, duras y rugosas como los nudos de un roble. Silvia se estremeció y Harold reaccionó a este movimiento con cierta brusquedad, como quien esquiva un golpe. La madre posó entonces su mirada aguada sobre sus dos retoños y los vio por fin, ahora sí, tal y como los recordaba.

-Salgamos, es suficiente –susurró.

Una vez fuera, Harold se pasó el dorso de la mano por los ojos, la luz del jardín lo cegaba. Ya recompuesto, se dirigió a su madre:

-¿Qué hay del notario?

-Harold, querido, tranquilízate. Vendrá esta tarde. Ni yo ni tu hermana sabemos nada todavía. Pero de algo puedes estar seguro: él te quería.

-Veremos.


viernes, 4 de diciembre de 2009

LoNeLy pLaNeT


Vi muchas cruces en USA.



Cruces en Dallas.



Y en San Antonio de Texas.



Vi cruces (¿?) en Oaxaca, México.



Vi cruces en la Villa de Teguise, Lanzarote.



Cruces en el camino de San Diego, La Laguna, Tenerife.



Vi cruces en Oropesa.



Y en Toledo.



Y a veces jugué a imaginar la síntesis de tanto dolor desperdigado.


jueves, 3 de diciembre de 2009

HoTeL KaFkA


Nunca antes había estado en un hipódromo, picadero ni en nada que se le pareciese. Allá de donde vengo tan solo hay grandes praderas de mullida hierba y un riachuelo algo seco en el que me gustaba remojarme las pezuñas después de una larga cabalgada. Allá tampoco hay instructores, ni se aprende a trotar.

Me sorprendió gratamente la cantidad de rocines que nos reunimos aquí: bayos, persas, moros, rosillos, blancos, pardos, azabaches. Desde las primeras clases cada cual se retrató a sí mismo con sus movimientos: éste tiene la espalda torcida, éste otro va pisando margaritas, aquél es veloz e ingrávido como Pegaso, esta yegua hipnotiza con sus crines al viento…

Pero no era tan fácil y no bastaba con dejarse llevar:

-A trotar se aprende –nos dijo el director.

Y en cada ejercicio notaba el alma encabritada y debía moderar el paso y apaciguar el ritmo y coordinar el movimiento de las patas y tomar conciencia del relincho y saber de antemano -antes de todo galope- adonde quería llegar… si quería ganarme el terroncito de azúcar.



Los ejercicios parecían sencillos: círculo a la izquierda, trote en diagonal, círculo a la derecha, breve galope. La profesora nos daba veinte minutos para hacerlos allí mismo en clase. Entonces cada cual comenzaba a trabajar en solitario, tan ajeno a los demás como si de pronto nos hubiéramos convertido en caballos de tiro con orejeras. Pero muy al contrario: soñábamos con ser pura sangres y en lugar de hacer círculos a derecha e izquierda y de trotar en diagonal, nos aventurábamos por escarpados desfiladeros, nos afanábamos en coronar las más altas cimas y pretendíamos recorrer interminables desiertos al galope, llenando la clase de una gran polvareda a través de la cual se hacía difícil distinguir nada.

-Te has vuelto a desbocar –me corregía entonces la profesora.

-A trotar se aprende –repetía después el director.



Algunos de los que habían pasado por allí habían dejado de ser anónimos cuadrúpedos: Bucéfalo, Babieca, Rocinante. A éstos los conocía de oídas. El director nos habló de otros tantos, de memorable trote: Marengo, Plata, Tornado, Kantaka, Palomo. Sentí cómo crecía mi torpeza a medida que se ensanchaba mi horizonte. Me vi de pronto a mí mismo, cómo expresarlo: falso y pesado como el caballo de Troya.

-¡Jamás llegaré a trotar de ese modo! –relinchaba entonces, con tristeza.


Un día la profesora nos propuso un ejercicio muy bizarro: “imaginad que sois escritores y tratad de trotar como tales: tenéis que pensar, tenéis que moveros como ellos y debéis aprender a amar el café y los cigarrillos en vez de la hierba fresca y los terrones de azúcar”.

-¡Adelante, arre –nos gritaba- tenéis veinte minutos! –y todos nos quedábamos un tanto aturdidos, con caras de mula.



Pero poco a poco empezamos a sentir una transformación singular. Un día cualquiera me despertaba, después de un sueño agitado, y mi trote era rápido y viscoso como el de un escarabajo. Otro día de camino a las clases mis patas graciosas avanzaban ágiles y elegantes como un endecasílabo. El porte, la crin, las pezuñas, el lomo, la cola, la firme dentadura y las cuatro patas… todo era igual y al mismo tiempo diferente. Supongo que sin darme cuenta ese relámpago de placer –puro nervio- que me recorría por dentro era fruto del trote grácilmente sobrevenido.

Regresé a las amplias praderas del lugar de donde vengo, dispuesto a proseguir mi trote por el siguiente capítulo.