lunes, 31 de agosto de 2009

LiBrEtA aBiErTa


Ya lo contó Montse en su último post:

Que los momentos de dicha han de anotarse con celo en una libretita.

Para dejar constancia de ellos, para rememorarlos y enriquecerlos retrospectivamente.

Para que permanezcan, un poco más.

Y quizás también para que alguien algún día se asome a ellos desde otros ojos perplejos, como cuenta Bucay.

Han de anotarse, pues, y ha de quedar consignado cuánto duraron.



El último fue más bien una concatenación de momentos y duró cuatro días: del jueves al domingo pasado.

Imagínate un claustro perfecto de profesores, o para que no quede duda: un claustro ideal de profesores y profesoras.

Imagínate un Claustro Ideal Oficial, un C.I.O.

O sea, un Claustro en el que poder debatir ideas, compartir experiencias, aunar ilusiones, contrastar puntos de vista, y además, en el que poder aprender y disfrutar con ello.

¿Vas pillando ya lo de "ideal"?

Pues no creas: existió.

Existió de modo virtual, en la red, durante aproximadamente todo un curso escolar, celebrándose cada sesión en un blog diferente. Montse, de nuevo, en su penúltimo post, lo resume, al tiempo que hace una relación de los blogs en los que se llevaron a cabo aquellos debates.

Y existió también de modo real o -para hablar con corrección- de modo presencial.

Quizás ya no el Claustro incompleto, pero sí algunos pocos de sus miembros, que decidimos reunirnos en Madrid durante cuatro días.

En la foto estamos Ricardo, Montse, yo, Chelucana y Ana.

La foto la saca Isabel, que no quiso salir temiendo le cortara el fotógrafo la figura de tobillos para abajo.

Los seis pudimos permitirnos estar allí de jueves a domingo.



Pero el sábado tuvimos algunas incorporaciones de lujo, como la de Víctor y la de Juan.

Dicen que a medida que uno envejece pierde el interés por conocer nueva gente y se contenta con un grupo reducido y fiel de amigos, en los que sabe puede confiar y de los que no espera sobresaltos ni deslealtades.

Yo debo de seguir siendo muy joven, pues disfruto todavía conociendo nueva gente.



Aunque en realidad mentiría si dijese que esta amistad se ha forjado en cuatro días solamente.

Y es que sólo hemos puesto cara y voz a una amistad personal que se ha ido desarrollando poco a poco a través de los blogs y con ocasión de los CIO´s.

Sentados en una terraza de la plaza 2 de mayo nos entregamos a un juego: explicar qué nos había sorprendido más de cada cual, qué sorpresas o qué confirmaciones había supuesto para cada uno de nosotros el proceso de desvirtualización del otro que estaba teniendo lugar.

A mí me sorprendió la sensación de que no había abismo ni ruptura entre la identidad virtual de Chelucana, Montse y Ricardo (que eran los que conocía previamente) y su imagen fuera de la blogosfera.

Apenas algunos detalles, algunas variaciones mínimas.



Aprovechamos los días para reirnos y hacer un poco el payaso alguna vez, tal que aquí.



O aquí.



Por las mañanas yo solía quedarme dormido, pero me consta que el resto de la comitiva madrugaba y le sacaba provecho a los días.



Callejeamos.



Fuimos al teatro.



Y fundamentalmente recorrimos diversos cafés, bares, restaurantes y terrazas, paseando por Madrid nuestra conversación.

Hablamos de los claustros virtuales y de los presenciales, de la educación en las distintas Comunidades Autónomas (incluida la de Tyler, Texas), de películas y de libros, de nuevas tecnologías, de lugares para visitar, de política, de religión, de comida, de nuestras propias biografías, de todo un poco, de lo de acá, de lo de allá y de lo de maracuyá, entre café, coca-cola, caña, té verde, Nestea, agua o colacao.



El domingo Montse, Ana y yo cerramos el mini-claustro ideal presencial, almorzando en un restaurante de la calle Huertas.

Y nos despedimos.



De camino a Barajas fueron poco a poco asentándose en mi cabeza todas las sensaciones, conversaciones y pensamientos de los últimos días, como lo hacen los granos de arena en un balde con agua al revolverlo y dejarlo en reposo.

Ahí quedan, con su proyección al futuro y con su lugar en estos cuatro días que aún reverberan cual presente.

Llegué a Tenerife y los anoté en seguida en esa libreta de dicha que recomendó Bucay o Montse, o ambos.

Muy pronto regreso a Madrid.

Es por eso que la dejo así, la libreta: abierta.



martes, 25 de agosto de 2009

pLaNeTa aMeRiCaNo 2


"No hay nación en todo el mundo con mayor porcentaje de práctica religiosa, ni país con más parroquias por habitante. Si existe un pueblo en el que la vida pública se encuentra empapada de regiosidad, ese pueblo es Estados Unidos. Un 60% de la población asiste a los oficios semanalmente, y nueve de cada 10 americanos ignoran la especulación de que "Dios ha muerto". El 75% reza una o más veces al día. El 28% una hora o más. En cada momento arrecian las soflamas religiosas en la radio o en la televisión".

El segundo capítulo del libro de Vicente Verdú, del que he extraído este fragmento, lleva por título: "El amor a Dios".



A lo largo de este capítulo el autor aborda diferentes aspectos de la religiosidad del pueblo americano. Explica cómo desde sus orígenes el país se fundó sobre las bases de unas creencias religiosas muy sólidas y vinculadas a su proyecto de colonización de un nuevo mundo. Los protestantes europeos que llegaron a lo largo del siglo XVII a este vasto continente lo hicieron bajo la creencia de los antiguos israelitas de la tierra prometida. Debido a la diversidad de credos religiosos, no se institucionalizó ninguna confesión religiosa oficial o hegemónica, pero sí el carácter religioso del Estado: "la religión no era un asunto privado sino público; la fe y el Estado constituían un solo e inseparable hormigón". Como ocurrió en Europa por esas mismas fechas, la tolerancia como concepto moral y político nació en primera instancia como tolerancia religiosa, esto es: como el deber de respetar otros credos religiosos diferentes al propio y favorecerlos a todos por igual. Sin embargo, ello no implicaba todavía una tolerancia hacia los no creyentes, agnósticos o ateos:

"Así, la primera Toleration Act de 1649, que fomentaba la convivencia de todos los credos y sancionaba a quien usara un lenguaje políticamente incorrecto (llamar a alguien "puritano", "herético" o "cismático"), castigaba a la vez con dureza a quien negara a Dios o se atreviera a blasfemar".



Verdú también explora la diferencia específica de la religiosidad norteamericana, que recuerda a las tesis del famoso ensayo de Weber titulado La ética protestante y el espíritu del capitalismo. En efecto, la religión en Estados Unidos, en contra de lo que ha ocurrido en Europa y fundamentalmente en los países de mayoría católica, aparece vinvulada a la idea de progreso económico, de triunfo material y éxito financiero a través del trabajo y a una simbología mucho más liuminosa y optimista que la concepción oscurantista y trágica más propia del catolicismo:

"En Norteamérica no existió el espíritu que Europa heredó del Medievo. La idea de un Dios perfecto ante el cual el creyente se dispone a orar arrobado por la perfección divina fue reemplazada por la concepción de un Dios capataz que, en la edificación de su reino, necesitaba de súbditos como eficientes albañiles, proveedores, ingenieros o empresarios. Honrar a Dios significa trabajar a su servicio mejorando los frutos de esta tierra, generando riqueza, vendiendo, haciéndose millonario. Los grandes magnates se han librado en Estados Unidos de la insidia que en España o en Italia rodea a los acaudalados (...) Los triunfadores son hijos favoritos de Dios: nada parecido a las angosturas católicas que esperan a los ricos en el ojo de la aguja o al lema de que los últimos serán los primeros. La existencia se despliega como un azulado horizonte a conquistar y nadie otea y menos rastrea un sentido trágico en la vida (...) Dios exige actividad. La Nación lo reclama, el individuo a través del self-improvement puede y debe alcanzar las metas que se proponga. Gran parte de la energía optimista americana y la autoconfianza en su sistema está impregnada de esta aura que sobrevuela desde la vida laboral a las maniobras castrenses".



En el resto del capítulo Vicente Verdú hace un recorrido histórico en el que toma el pulso a la religiosidad norteamericana hasta nuestros días. Señala etapas o acontecimientos a modo de mojones en el camino, como el fortalecimiento del sentimiento religioso -del que carecía el bloqe comunista- durante la guerra fría; o el brote de anticlericalismo durante la época hippie, ligado al descubrimiento por parte de la juventud a nivel mundial del hedonismo, el individualismo y el consumismo; o el modo en que cualquier movimiento social, iniciativa o empresa llevada a cabo por los norteamericanos parece en último término estar emparentada con un sustrato religioso del que parece imposible sustraerse:

"Los mismos hippies, como bien se recuerda, eran una iglesia con sus salmos, sus inciensos, sus hábitos sus ritos. No sólo los hippies. Con extraordinaria facilidad cualquier movimiento adquiere en Norteamérica un tono religioso. Una nueva confesión empezó con la admonición ecologista que Rachel Carson emprendía en The Silent Spring (1963), donde la defensa de los bosques, los ríos, los coyotes o las ballenas constituyó materia sagrada. La batalla contra los fumadores, contra el aborto, la defensa de los derechos de los minusválidos, de los enfermos de sida, de los homosexuales, el feminismo o el caritarismo segregan flujos religiosos".

En este tipo de análisis, desde una perspectiva global y multidisciplinar, reconocemos el genuino talento de Vicente Verdú para relacionar fenómenos sociales en apariencia aislados y autosuficientes.



Releer este libro está resultando una experiencia interesante y un ejercicio práctico de comprobación a través del recuerdo de cada uno de los enunciados e ideas en él formulados. Este año en Tyler, ciudad situada en el Bible Belt, en plena hebilla del cinturón bíblico, me ha dotado de una serie de experiencias y vivencias que confirman tod esto que apenas intuía y que Verdú relata magistralmente.

Hablaré, únicamente, de Green Acres.



Esto no es un cybercafé, ni un centro de convenciones, ni una sala de conferencias, ni...

Es el hall de la macro iglesia de Green Acres, la sexta iglesia baptista más gande del mundo, sita en el corazón de la espiritual ciudad de Tyler.



Asistir a un oficio religioso en Green Acres es una experiencia única, por muy descreído que uno sea.

Es tan grande y tanto el aforo que la inaguración del curso escolar hubo de celebrarse allí, pues no había en toda Tyler otro local que albergase a todos los miembros del distrito escolar: profesores, administradores, chóferes, personal de mantenimiento, de limpieza, de cocina, etc... Sólo en estra super iglesia baptista cabíamos todos y allí se celebró, con mucha pompa, solemnidad, artificio y sentimentalismo el comienzo del curso escolar 2008-2009.

Luego volví dos veces más: un día de misa cualquiera y para el concierto de Navidad.



La iglesia tiene capacidad para 3.000 personas y al ser tan grande hay dos pantallas enormes en las que uno ve de cerca los gestos del pastor o predicador, del cantante de turno, o de quien quiera que se encuentre en el -cómo llamarlo-: ¿escenario?



El coro canta y en la pantalla uno puede leer y cantar como si de un karaoke se tratara.

En esta foto una de las mujeres que canta era compañera en mi escuela y cada viernes antes de comenzar las clases, a las 7:45, organizaba rezos, o misas, o algo parecido en su aula. Cada semana nos enviaba un mail a los profesores invitándonos a tan sugerente actividad. Un día me paró por un pasillo y me soltó:

-"Mr. Fajardo, mañana vamos a rezar por los alumnos de 1º, ¿tiene algún rezo en particular que hacer al respecto?"

No recuerdo lo que contesté, pero aquello me dio mucho miedo.



Sin embargo, en la escuela pública norteamericana no existe la asignatura de religión.

No les hace falta: este pasillo con murales infantiles en las paredes pertenece a Green Acres, que alberga en su interior una escuela dominical, en la que los papás y mamás dejan a su prole mientras ellos van a misa, o de compras.



Recorrí aquellas aulas impecables y bien dotadas y conté más de veinte.



Aquello era a nivel de infraestructura una escuela en toda regla, y no meramente un anexo del templo en donde impartir la catequesis.



Más allá de los amables murales infantiles, más allá de la luminosidad y amplitud del edificio, más allá de la amabilidad y pulcritud de los presentes, más allá del optimismo dominical que lo impregnaba todo, creí percibir algo siniestro.

Fui con Raquel y antes de salir de casa por la mañana, vestido de domingo, vestido de iglesia, le dije: "Sólo espero que no nos vea nadie del colegio". No sólo se trataba de que era mi primera vez, una suerte de desvirgamiento religioso, sino que temía ocurriera lo que efectivamente terminó ocurriendo.

Nada más llegar nos tropezamos con tres o cuatro profesores de la escuela y con uno de Ciencias, muy entusiasta y simpático, que al vernos nos dio abrazos, nos regaló sonrisas y comentarios amables, nos presentó a varios amigos y nos agradeció que hubiéramos venido a Green Acres.

Salimos de allí conmovidos por la magnitud del espectáculo, del rito multitudinario y exageradamente emotivo, de la pasión que parecían ponerle los asistentes a todo aquello. En suma: asombrados por haber entrado al cogollo, al corazón, al núcleo del alma de la sociedad de Tyler, que hasta la fecha se nos había resistido.

Las dos semanas siguientes el profesor de Ciencias no paró de darnos abrazos por los pasillos de la escuela y de dedicarnos sonrisas y comentarios cariñosos. Nos creía convertidos.

Pero le fallamos.

Tan pronto se percató de que no pensábamos dar continuidad a nuestras visitas dominicales a Green Acres su relación con nosotros cambió brúscamente y dejó de hablarnos y casi de saludarnos.

Volvimos a sentirnos out, excluídos, fuera de esa comunidad de la que -por unos minutos, con la brevedad de un abrazo- creímos formar parte.

A dios gracias.




domingo, 23 de agosto de 2009

pLaNeTa aMeRiCaNo 1


El planeta americano es un librito de Vicente Verdú que leí hace años y que me resultó particularmente lúcido y esclarecedor. Su tarea es la de radiografiar ese país, los Estados Unidos, del que tanta influencia recibimos en todos los ámbitos de la vida. Tarea nada fácil, incluso si el autor confiesa de antemano que "tampoco este libro aspira a la objetividad y sólo a la objetividad" y que "el texto que sigue es también apasionado y de un sujeto sujeto a un punto de vista".

Sus páginas me parecieron -y me parecen hora que empiezo a releerlo- tan brillantes y jugosas que mi mayor recomendación es la de hacerse con el libro e hincarle el diente directamente. Mientras tanto, me he propuesto hacer una serie de entradas resumiendo, comentando, citando o ilustrando el libro mientras lo releo. Eso sí, no doy garantía alguna de dar la brasa hasta el final ni de ser exhaustivo. Mi voluntad se halla baja de forma y mi estado anímico se debate entre la súbita exaltación y el perezoso desencanto que impide llevar a término cualquier clase de empresa.

El libro fue publicado en 1996 y esta década transcurrida desde entonces ha dejado obsoletas algunas pocas de sus tesis o ideas. Así por ejemplo, las relativas a la economía. Pero en su conjunto el retrato global sigue teniendo la misma vigencia que cuando se escribió.



El primer capítulo se titula El orgullo americano. Y no busquen dobles sentidos, por favor, que la cosa no va del rollo homo.

Ya hablé hace meses de lo orgullosos que están los texanos de su estado y de su país. En realidad este sentimiento es extrapolable al conjunto de estados (unidos). Verdú habla en este capítulo de lo difícil que puede resultar hallar unos rasgos comunes, una idiosincracia particular o un retrato de lo que implica ser norteamericano cuando se trata de una tierra que ya desde sus inicios y luego ininterrumpidamente a lo largo de su historia hasta llegar al presente -en que esta circunstancia no se interrumpe- alberga en sí y se constituye con grupos humanos heterogéneos procedentes de los más diversos lugares del planeta. La sociedad norteamericana se ha nutrido de inmigrantes más que cualquier otra: y ese proceso continúa. Comparándolo con Europa el autor sostiene:

"Mientras en Europa se distingue todavía entre los europeos y los inmigrantes, en América todos son a la vez americanos e inmigrantes. Mientras en Europa el guiso parece acabado y helándose, la comunidad en Estados Unidos se encuentra en plena fase de cocción"

Sin embargo, pese a la heterogeneidad de los ingredientes, si el guiso es posible es debido a que todos aquellos que arribaron a Estados Unidos desde sus países de procedencia renunciaron en cierto modo a la marca de su denominación de origen para embutirse en una nueva identidad caracterizada por el amor y el orgullo por la nueva patria, por la nueva nación de acogida, que con sus mitos, sus ideales y su simbología desplazaría y sepultaría en el olvido la antigua:

"América sería como una combinación de todo el mundo para la mítica composición de un nuevo mundo, y llegar a ser norteamericano no significaría tanto adquirir una nacionalidad como abrazar una mitología superior. En el pasado se pudo ser rumano o vietnamita, pero ahora, una vez allí, se es de América. Su capacidad de absorción y metabolización dentro de ella es paralela a su potencia de seducción fuera".

Casi como un corolario de este orgullo americano, Vicente Verdú argumenta e ilustra convincentemente cómo a los americanos no les interesa lo más mínimo lo que pueda ocurrir más allá de sus fronteras. Son ignorantes e incultos en geografía. Los informativos son ombliguistas y su miopía va de lo local a lo nacional mas sin trascender apenas este límite. No les gusta viajar, salvo en el interior de los Estados Unidos:

"Los ecos de yankee go home no pueden corresponderse mejor con lo que desea la familia americana: go home. No hacer viajes trasoceánicos celebrar su Thanksgiving en el encerramiento hogareño, hacer su vida sin tener que vérselas con la barahúnda de una humanidad circundante hablando lenguas diferentes, haciendo invocación a sus milenarias civilizaciones y oponiendo ideas complejas, al cabo enrevesadas e improductivas, al pragmatismo y la claridad".

Todo esto lo pude experimentar en persona desde el exiguo -aunque sospecho que representativo- observatorio de la provinciana ciudad de Tyler, Texas. Los profesores americanos que conocí apenas viajaban fuera del estado de Texas y por lo general carecían de pasaporte. Algunos de los que sí habían realizado viajes trasoceánicos o al extranjero lo hacían por motivos religiosos y de evangelización. Eran profundamente hogareños y amantes de su familia, de su casa, de su mascota, su chimenea y su barbacoa. Algunos me demostraron un desconocimiento en geografía o historia más allá de toda capacidad de sonrojo, como la profesora que me preguntó si en África había grandes ciudades y a la que no le sonaba la ciudad de El Cairo, o Cairo city. O aquel paleto, aquel redneck borrachín que en una barbacoa quiso sentar cátedra sobre las notables diferencias entre el español de España y el que hablaban en México: "El español que tú hablas es el correcto ¿verdad? el que procede del latín?".

Para los americanos el resto del mundo no existe y las fronteras de su país son también las fronteras de su planeta.



Pero la expresión que otorga título al libro tiene otros sentido añadidos. No sólo se trata de que para los americanos su país es una totalidad autosuficiente: un planeta. No sólo se propone Verdú a lo largo de su ensayo describir esas gentes de ese planeta, como quien redactas unas crónicas marcianas. También la expresión planeta americano alude a la consabida americanización del mundo:

"Unas veces son las políticas de los Bancos Centrales, otras la institución del Jurado, las privatizaciones de empresas públicas, los modelos del mercado de trabajo, el sistema impositivo; otras son los malls, la música, el vestido, la comida rápida, los mimetismos de sus deportes o espectáculos".

Miremos para donde miremos, nos resulta fácil encontrar a nuestro alrededor evidencias de esta expansión o difusión cultural, de la que somos víctimas acríticas la mayor de las veces, imitadores inconscientes.

"Sin algaradas, retirando las tropas y cerrando las bases militares, los norteamericanos están llevando actualmente a cabo la colonización más eficaz de todas las épocas. Las familias toman Kellogg´s en el desayuno y comen Oscar Mayer a la hora de la cena, pero en el intermedio, de la mañana ala noche, reciben impactos mediáticos, discusiones éticas y sanitarias, órdenes financieras, programas de software, idolatrías y mercancías norteamericanas".


ToDo TorCiDo


El puto ordenador se ha levantado todavía más resacado que yo.

Anoche estuve cinco horas en el Hospital, bebiendo cervezas y rones.

Mis resacas son constructivas y activas.

Es raro que me dejen agilipollado en el sofá. Al contrario, me levanto con ganas de hacer cosas y de compensar las horas que he estado metido en la cama a pleno día.

Recuerdo una resaca memorable en que amanecimos en Los Lajares, Lanzarote. Me levanté y todos seguían durmiendo y me puse a caminar, montaña arriba, hasta llegar al cráter del volcán de la Corona. No es mucho, cuatro o cinco kilómetros. Pero en ese momento fue cuando hice balance y me percaté de la naturaleza insólita de mis resacas.

Ahora que el cráter lo tengo alojado en la planta del pie no me queda más remedio que gastar esta actividad y este excedente energético que alojo en mi cuerpo de puertas adentro.

Así que me he levantado con el propósito de llevar a cabo el pequeño homenaje a "El planeta americano" al que aludí en el post anterior.

Pero no hay forma: el puto ordenador está peor que yo y sólo me publica las fotos torcidas.

Ya me ha ocurrido otras veces y creo que lo he comentado aquí en algún momento, buscando comprensión.

Las he subido desde Explorer y desde Firefox; las he volteado para ver si el ordenador las contravoltea y así quedan rectas; las he descargado nuevamente de la cámara de fotos; las he pasado por Picassa.

A ver, pongámonos serios:

Desde aquí hago un llamamiento al cyberespacio pidiendo auxilio: ¡sólo pido que me enseñen a voltear una foto una vez ha sido subida a blogger, o cualquiera otra cosa para enmendar al ordenata cuando se empeña en sacar todo torcido!

Juro que me harían infinitamente feliz.

Mientras tanto, volveré a hacer lo de siempre: asomarme allá fuera, a la realidad, y sacar de nuevo la foto en cuestión.

Si en el plazo de un día no hay en este blog un nuevo post titulado PlAnEtA aMeRiCaNo, buscadme entonces en el fondo del mar, abrazado a un Acer Travel Mate 4000 de los Cojones (me encantas, Salander).

Por cierto, perdón por la ultracorrección que pudo llevar a equívoco:

Me refería al bar el Jóspital.


sábado, 22 de agosto de 2009

SiN RuMbO


Hoy me acordé de esta foto.

Quizás porque cayó en mis manos ese libro de Vicente Verdú que leí hace años, mucho antes de sospechar que acabaría todo un curso viviendo en los Estados Unidos: "El planeta americano".

Releí el primer capítulo y me dije: voy a releerlo de nuevo, qué maravilla.

Y también me dije: voy a empezar un apartado en el blog con un post por cada capítulo y con citas con miga y con fotos de las que he ido acumulando durante un año y no sé cómo hacerlas revivir de algún modo y que no mueran de olvido en un disco duro.

Pero estos días de encierro no paro de comenzar cosas: lecturas, proyectos, películas, series televisivas... de un modo omnímodo, mas sin estar seguro de si llegarán a buen puerto.

Lo mismo ocurre con este post, que he empezado sin saber a ciencia cierta que rumbo toma y a qué puerto llega, si es que a alguno llega finalmente.

Me encuentro en un estado de indolencia y volubilidad total y absoluta.

Vivo sin horarios: me acuesto a eso de las tres y me levanto bien entrada la mañana.

Me apalanco en la tele y me abrumo con la cantidad de canales del Plus: quiero verlos todos y al mismo tiempo ninguno.

Es raro:

Me quedo alelado viendo una carrera rompe-rodillas retransmitida en euskera. Si alguno de los corredores se expresa en español le ponen los subtítulos en el idioma vasco.

Luego un canal de baile: enseñan salsa, vamos con el mango, muy bien, un, dos, tres, mango otra vez y vuelta a la chica con el brazo derecho. Mecachis: y yo con el papiloma.

Al jazeera cuenta cómo los periodistas en Irak no reciben información alguna de la policía y les ponen trabas y obstáculos a su trabajo.

Decido volver a quitarle el sonido en versión original a La Tapadera: una vez compruebo que Tom Cruise tiene voz de mariquita quiero enterarme un poco de la trama.

En la andaluza un culebrón.

En la gallega un noticiero en galego.

En la 5, o en la 3, no recuerdo, lo mismo son, siguen dándole vueltas a lo mismo: Belén Esteban, su padre, su hija, el padre de la Campanario, la susodicha y todos los comemierdas de la prensa del corazón: a estos paparazzis yo, que soy de naturaleza pacífica, los empalaba vivos.

Y así hasta que un reflujo de voluntad me llega al cerebro y apago la tele.

Deambulo: es un decir, más quisiera yo.

Deambulo con el pensamiento, que no tiene vendas ni gasa ni le hago curas cada seis horas. Aunque pienso que igual no le vendría mal. O sea, divago, vagueo, me dejo mecer por las horas y me dejo seducir por el primer estímulo que se me presente.

Y entonces me acuerdo de la foto y la busco y la subo al blog y me pongo a escribir todo esto.

O quizás no.

Quizás no fue el libro de Verdú sino el propio tiempo.

Me explico: esta semana he estado recordando mi vida en Texas más que lo que lo he hecho en los últimos dos meses, desde que me vine.

He tenido que mandar algunos correos al colegio y llamar a los apartamentos donde me quedé por haberse quedado algunos asuntos sin cerrar.

He hablado por teléfono con Pepe y con Raquel.

He buscado en el Facebook al resto de españoles en Tyler, que han vuelto a España, como yo, y los he agregado como amigos.

Me he puesto a ver una vez más fotos de mis niños, los gansitos.

Joder: sólo ahora me doy cuenta de que lo del libro de Verdú no ha sido sino un síntoma más y no el desencadenante de nada.

Y es que puede que basten dos meses para trasladar todas esas vivencias al pasado remoto en el que los recuerdos ya sólo llegan a nosotros impregnados del baño de nostalgia que nuestra memoria le otorga a lo que resulta ya irrecuperable.

Y así, de repente, como un fogonazo de los que duelen, me asalta el recuerdo de esta foto y de esa noche, en la que no ocurrió nada particular, o sí.

Volvía de Dallas, a la que había ido por el cumpleaños de Gaby en este chevrolet alquilado: acababa de vender mi coche.

Era el último domingo del curso escolar y acababa de decidir no ir a trabajar al día siguiente, pues me quedaban sick days por pedir y tenía miles de gestiones que resolver todavía.

Así que de Dallas me fui directamente a la escuela, sin pasar por casa, para preparar el folder al sustituto.

La cosa me llevó un par de horas y salí de allí, del colegio, a las 23:30 de un domingo de junio.

No había cenado ni probablemente tenía en casa nada que no andara caducado así que estacioné el chevy de alquiler en ese descampado en que se convierte el aparcamiento del Wal-Mart a esa hora.

No sé qué fue lo que sentí entonces que me llevó a sacar de la guantera la cámara para inmortalizar el momento.

Quizás el silencio de la noche.

O la sensación de libertad de estar rompiendo mi encorsetada rutina.

O esta nostalgia anticipada -que ahora actualizo y se convierte en retrospectiva- por mi inminente vuelta a España, de donde acaso nunca jamás volvería.

El caso es que saqué la foto y entré al supermercado.

Para mi sorpresa había bastante gente, para ser Tyler y ser las doce de la noche.

Sentí por primera vez la crisis de la que hablaban los periódicos, al ver la fauna humana que compraba a esas horas.

Me fijé en los tatuajes, en las ropas, en la obesidad, en la negritud, en la mexicanidad, en las caras y en su cansansio y su tristeza.

Descubrí el submundo de la ciudad de Tyler, invisible para mí en mis visitas diurnas a los establecimientos siempre felices del sur de la ciudad, donde vivían los blancos, como en otro universo.

Hice la compra con un nudo en el estómago y con cierto sentimiento de culpa.

A diferencia de lo que ocurría por el día, sólo había dos cajas abiertas, ante las cuales había dos filas larguísimas de clientes, que esperaban con resignación.

Las cajeras eran lentas y no regalaban al cliente una sonrisa, un saludo, una frase cordial, como es norma en cualquier negocio americano en el que se trabaja de cara al público.

Ya eran más de las doce y la fila no se movía.

De repente, tan sólo unos metros delante mío, unos ojos negros se quedaron clavados en mí:

¡Era Junior!

Era Junior: José Luis, el nuevo alumno que se había incorporado a clase en el tercer trimestre.

Estaba vestido de calle, es decir, sin el uniforme.

Iba con unas cholas que dejaban ver unos pies manifiestamente sucios y vestía una camiseta negra de Spiderman cinco tallas mayor que él: parecía un camisón.

Comprendí su pobreza: sólo la imaginaba y daba por sentado.

Sus papás estaban allí, y el bebé, de meses acaso.

La madre me saludó en la distancia, como avergonzada.

El padre ni me miró.

Éste intentó pagar con algo que se me antojó un cheque, pero no pudo. Sacó efectivo del bolsillo de un chándal raído y los perdí de vista.

Cuando pude al fin pagar y dirigirme de camino al coche, dirigí la mirada al interior del Mac Donald´s que había en la entrada, o salida, del Wal-Mart.

Allí estaban Junior y su familia, cenando, a las 12:40 de un domingo.

Me pregunté si el resto de mis gansitos también estaban expuestos a sufrir estos horarios.

Sentí pena por Junior y me sentí ridículo al recordarme amonestándolo por estar distraído, jugando y molestando.

Al día siguiente mi sustituta pasó lista, pero Junior no estaba.


martes, 18 de agosto de 2009

InFaTiGaBLe CoMpAñErO


Por las mañanas, después del desayuno, hay un pacto tácito entre ambos que dice que cada cual ha de buscarse su espacio propio y ha de aprender a estar solo.

Hemos compartido los primeros alborozos del día juntos:

-Miaaauuuu...

-Vale, Mayco, tranqui, ya está, joder déjame dormir un poco, que estamos de holydays.

-Miaaauu...

-Que sí, que sí, nene, que ya va, vamos a por la lechita, joder.

Es un gato afortunado: con los humanos no suelo articular palabra por las mañanas hasta pasados diez minutos. Si me cruzo con mis padres y me dan los buenos días yo les respondo con una mano en la frente, a modo de visera, cual saludo militar. Es mi forma de decir: "Estoy vivo, pero la cháchara para más tarde". No es que me levante de mal humor, al contrario: si no hay que madrugar en exceso (e incluso entonces, a veces) me encantan las mañanas. Se trata simplemente de que mi voz es la última parte de mí en desesperezarse y resucitar.

Pero volvamos al desayuno:

Él se toma sus Friskies para gatos seniors y yo mi zumo de naranja.

Luego lametea la leche en uno de esos cuencos que regalaba hace unos años Kellog´s por la compra de no sé cuántos paquetes de cereales.

Y cuando termina viene a darme la tabarra, a gorronearme el embutido y a mendigar todo aquello que pueda estar envuelto en un plástico de charcutería.

Pero como decía, una vez terminado el desayuno, cada cual se busca un sitio de la casa:

Él se refugia en el hueco de la destiladera y se duerme con la cadencia hipnótica de las gotas de agua que filtra la piedra y caen.

Yo me asomo al mundo exterior un rato, a través del portátil.



Voy a tener que lavar cucharillas.

Cada mañana me llevo un yogurt al ordenata y allí culmino el desayuno.

Es mi momento de soledad extrema.



Luego reaparece Mayco, mi infatigable compañero, se acomoda en mi regazo, o en mi pecho, o en mi espalda, o en mi culo, o a mi vera, o encima de libro que estoy leyendo, y allí se queda, hasta el fin de los tiempos si de él dependiera, es decir: hasta que me canso y me encalufo y le tengo que pedir que se cambie de postura o sitio, y que no me clave las uñas, coño.

Ayer Yaiza y Sergio me sacaron a dar una vueltita y les dije que mi cautiverio duraba ya una semana.

Yaiza, que me conoce como si me hubiera parido, me dijo:

-Bueno, no importa, seguro que has estado entretenido: tú eres un poco gato.



Y Mayco un poco humano.

Termino ya; me he acabado el yogurt, oigo unas pisadas rápidas y acolchadas, que se acercan.

Terminó el exilio, nuestro momento de soledad extrema y para nosotros mismos.

-Hola, Mayco, cuánto tiempo.

-¡Miau!


domingo, 16 de agosto de 2009

MoRaL SaLaNDeR


He aprovechado estos días de ocio y convalescencia para devorar los dos primeros tomos de la trilogía de Millenium.

Llevaba un tiempo esquivando Best Sellers:

No leí El Código da Vinci.

Me perdí La sombra del viento y La Catedral del Mar.

Conseguí eludir esos mamotretos ineludibles: Los pilares de la Tierra y El clan del oso cavernario.

Y pasé de largo ante tantos otros: Seda, El Ocho, El médico...

Se trataba, en parte, de jugar sobre seguro: Vargas Llosa, Proust, Javier Marías...

Se trataba, también, de una cierta rebeldía contra la dictadura invisible del marketing editorial, que encumbra y convierte en éxitos de venta a determinadas obras literarias y sepulta en el olvido a todas aquellas que no han caído en gracia y que en las librerías no llegan nunca a ser expuestas, sino que van directamente al escondite de alguna estantería recóndita.

Y se trataba, finalmente, de esta convicción: que en el pasado hay ya suficientes obras de arte literarias de garantizada solvencia y calidad como para estar arriesgando al apostar por el presente incierto.

Pero también es verdad lo siguiente:

Que no es conveniente darle la espalda a tu tiempo.

Que no va conmigo esa pose: el elitismo por el elitismo.

Que para poder juzgar una novela hay que leerla.

Que te han quitado un papiloma de la planta del pie, te han mandado un par de semanas de reposo y en tu casa están esos tres libros de Stieg Larsson, con sus inquietantes ilustraciones en la portada, gritando:

"¡Léeme!"



Así que a ello me he puesto y he de decir que he pasado un buen rato leyendo los dos primeros tomos.

Es más: hacía mucho tiempo que no caía en mis manos una novela con esa capacidad de enganche, con esa fuerza adictiva, que hace que no quieras cerrar el libro todavía, que hace que tengas que avanzar una página más siempre -como quien en el bar proclama "Venga, la penúltima"-, obligándote a saltarte los horarios del sueño y las comidas.

Podrá decirse lo que se quiera: que su riqueza léxica es limitada, que le sobran páginas o que los personajes no dejan de morderse el labio inferior cuando algo les preocupa, ni de ingerir sandwiches y de beber caffé lattes como posesos.

Pero que un libro -o tres- te atrape de esta forma dice ya bastante a su favor.

No obstante, no quiero hacer una reseña general, sino sacar el bisturí y analizar sólo un detalle: la moral Salander.

Cuando el detective Bublanski le pregunta a Mikael Blomkvist cómo es en realidad Lisbeth Salander, el periodista responde:

-Es una persona muy solitaria y muy diferente a las demás. No le gusta hablar de sí misma. Al mismo tiempo posee una voluntad muy fuerte. Tiene un gran sentido de la moral.

-¿De la moral?

-Sí. Una moral absolutamente propia. No puedes engañarla para que haga algo en contra de su voluntad. En su mundo las cosas son, por decirlo de alguna manera, o "correctas" o "incorrectas".

El detective debió de quedarse un tanto descolocado: investigaba a Salander como sospechosa de un triple asesinato.

El personaje de Lisbeth Salander es una de las grandes bazas de la trilogía de Larsson. Es lo que se dice un personaje mito, de esos que quedan grabados en la memoria del lector aun mucho tiempo después de haber olvidado el argumento de la novela.

A ello contribuye, supongo, su estética: piercings, tatuajes, su mirada de odio azabache y su cuerpo delgado y adolescente de poco más de metro y medio.

A ello contribuye el poseer unas dotes excepcionales que poco o nada combinan con su apariencia física y su biografía de niña marginada y con problemas en todos los frentes: memoria prodigiosa, conocimientos informáticos extraordinarios, dotes excepcionales para la investigión... y rapidez y pericia en el arte del boxeo.

Pero lo que creo que en el fondo hace de Lisbeth Salander un personaje memorable y querido es su moral:

Frente a lo que suele ser característico de la moral, considerada como un conjunto de normas , ideales y prácticas compartidas por las que se rige una sociedad o grupo humano, Lisbeth Salander parece obedecer a un código propio, absolutamente personal e idiosincrático, que ha ido germinando en su cerebro, o en su corazón, o en sus tatuajes, a golpe de trauma y desengaño a lo largo de su oscura biografía.

Su moral es única como un tatuaje (bueno, hace ya tiempo que hasta los tatuajes han empezado a fabricarse en serie) y goza del salvaje y peligroso -aunque refrescante y vigoroso- atractivo del grito de guerra nietzscheano.

Para empezar, Lisbeth es atípica en las pequeñas cosas del carácter y en las comúnmente llamadas normas de urbanidad. O para ser más exactos: Lisbeth no sabe qué coño puede significar eso de la urbanidad.

En las relaciones con los demás es hermética, introvertida, escueta y un verdadero témpano de hielo. Parece inasequible a las emociones y a las muestras de afecto.

Si alguien le cae bien, se limita a ser respetuosa, brevemente correcta, aunque sin dejar de ser seca. Si alguien le cae mal (y ello a veces depende de su caprichoso arbitrio) se lo hace saber con una mirada homicida y unas palabras directas y cortantes.

A Lisbeth no le gusta gastar saliva ni se le da bien tratar con la gente. Por eso no da las gracias, ni se despide, ni saluda si no es necesario.

Lisbeth se mete en la cama de un hombre sin preguntar ni preguntarse del todo a sí misma el por qué.

De un hombre, o de una mujer.

La moral Salander tampoco entiende de etiquetas y convencionalismos sociales en materia de sexo o de amor.

¿He dicho amor?

Lisbeth es un animal herido, que esconde un secreto, o varios.

Lisbeth se nos antoja un ser al que han mutilado y defraudado mil y una vez.

Lisbeth es dura como la piedra y fría como el acero, pese a su aspecto fragil y enclenque, pero una llama le quema las entrañas.

Esa llama está hecha de venganza y de rencor hacia los hombres que no aman a las mujeres.

De esa herida emana su fuerza inagotable y su acción justiciera contra los hombres malos.

Esta lucha la emprende Lisbeth como cruzada personal, al margen de la ley, a ser posible violándola, o simplemente burlándose de ella.

Lisbeth comienza a ser un personaje verdaderamente irresistible moralmente cuando nos damos cuenta de que toda su hosquedad y su aparente misantropía quedan desmentidos por su afán de reparación del mal y por su búsqueda de la justicia.

Una búsqueda, eso sí, a su manera, tomando los atajos de la ilegalidad y haciéndole un corte de manga a todo el aparato policial, legal y jurídico del Estado, que en su momento la dejó en la estacada.

"Ella estaba tramando algo de lo que no deseaba hablar. Estaba convencido de que iba a oponerse a lo que Lisbeth estuviera maquinando, pero confiaba lo suficiente en ella como para saber que, fuera lo que fuese, posiblemente se tratara de algo Jurídicamente Dudoso, pero de ningún delito contra las Leyes de Dios. Porque, a diferencia de casi todos los demás, a Holger Palmgren no le cabía la menor duda de que Lisbeth Salander era una persona con principios morales. El problema era que su moral no siempre coincidía con lo estipulado por la ley".

Y es que aquí reside, en mi opinión, uno de los aciertos de este personaje: encarna ese anhelo de justicia más allá de la ley, ese espíritu de rebeldía y transgresión ante un orden jurídico injusto o, en este caso, inoperante y corrupto, que a lo largo de la Historia ha dado lugar a tantos mártires y, al mismo tiempo, a tantas conquistas morales.

Lisbeth es la que se salta la Ley para conseguir la Justicia.

Esta postura es muy peligrosa y haríamos mal si nos quedáramos embelesados por ella. Más allá de la frívola rebeldía sin causa tan propia de la adolescencia, la ley ha de ser respetada y defendida, en tanto en cuanto ha sido -indirecta y tácitamente- refrendada por todos los que vivimos en sociedades con regímenes democráticos.

(Bueno, o al menos esto parece un buen punto de partida)

Imagino que este tipo de afirmaciones cobran todavía más fuerza y sentido a medida que nos desplazamos hacia el norte de Europa y nos alejamos de la permisividad mediterránea, la picaresca española y la liberalidad del espíritu latino.

Supongo que en la reglamentada y concienciada sociedad sueca, en donde aterrizaron las novelas de Larsson, este rasgo de anarquía e irreverencia para con la ley del personaje de Salander debió de ser mucho más indigesto -o más sorprendentemente estimulante- que en latitudes más meridionales, en donde estamos más acostumbrados a los abismos entre la teoría y la práctica.

Pero para contrarrestar esta propuesta de libertarismo e individualismo moral, el autor de la trilogía ha añadido a su cóctel un poco de Mikael Blomkvist, el periodista intrépido e idealista, cuyos fines terminan confluyendo con los de Lisbeth Salander, pero cuyos medios son bastante más ortodoxos y circunscritos a la letra de la ley (aunque no siempre).

Y ya que ha aparecido Mikael, terminemos este perplejo retrato de Salander hablando del amor.

Hay quien ha dicho que "Larsson es patológicamente malo" y que en su novela no hay lugar para el amor. Las palabras de Donna Leon, escritora de novela negra, son concretamente las siguientes:

"Su actitud es un agravio al amor humano, a las relaciones humanas. Todos los contactos sexuales son violentos o fuera de límites, no hay pasión en el libro, tan sólo pasión por violencia o por venganza"

En este punto me pondré del lado del muerto, con perdón.

Y es que creo que el género de la novela policiaca no es el lugar más apropiado para encontrar -y menos exigir- el amor, o la pasión amorosa. Al contrario, se trata de un género en el que la mirada del escritor se cierne sobre los aspectos más sombríos y oscuros del corazón humano. Las pasiones que rigen la novela policiaca son, precisamente, las de la ambición, el miedo y la venganza. El amor se desenvuelve mejor en otro tipo de pastos literarios, tal que el de la novela de aventuras o sencillamente la novela romántica.

Pero no queda ahí mi defensa de Larsson en este punto: hay algo más.

Hay una pequeña llama que se enciende.

Hay un diamante en bruto incomprensible en el corazón de piedra de Salander.

Hay una evolución en este personaje con vida, un despertar de algo extraño, que desconoce y le es ajeno, pero ante lo cual no puede ser indiferente, por mucho que se esfuerce.

Hay algo que le crece adentro, como un animalito, y que finalmente, como no podía ocurrir de otra forma en una novela negra, le rompe el corazón.

A eso yo le llamo amor.

En el artículo de EL PAÍS leemos que: "La autora confiesa que no llegó a terminar el primer libro de la trilogía de Millenium: Por la repugnancia que me producía. No hay calidez humana, los sentimientos son ajenos a mí".

Y es que ya lo dije al principio:

Para juzgar una novela hay que leerla.





miércoles, 12 de agosto de 2009

NoVeLa dEtEcTiVeSCa


"Para tratar de comprender la genuina razón psicológica de la popularidad de las novelas de detectives es necesario que nos libremos de muchas frases vacías. No es cierto, por ejemplo, que el populacho prefiera la mala a la buena literatura y acepte las novelas de detectives porque son mala literatura. La mera ausencia de sutileza artística no convierte un libro en popular. La Guía de ferrocarril de Bradshaw contiene pocos destellos de comedia psicológica, y aun así no se lee a voz en grito en las tardes de invierno. Si las novelas de detectives se leen más que que las guías de ferrocarril es, sin duda, porque son más artísticas. Muchos buenos libros, por fortuna, han sido populares; muchos malos libros, todavía por mejor fortuna, han sido impopulares. Una buena novelade detectives probablemente sería más popular que una mala. El problema en este asunto es que mucha gente no se da cuenta de que existen las buenas novelas de detectives; para ellos es lo mismo que hablar de un diablo bueno. Escribir una novela sobre un robo es, para ello, una especie de forma de cometerlo espiritualmente."

("Defensa de las novelas de detectives": G. K. Chesterton)


"Pues bien, en Londres hay más de novecientas noventa y nueve novelas detectivescas y detectives de ficción, la mayor parte de las cuales son mala literatura, o más bien no son literatura en absoluto. Si, como suele decirse, a la gente le gustan los libros malos, no se explica el hecho de que el detective de ficción con el que la gente está familiarizada [Sherlock Holmes] sea el único que es una obra de arte. El hecho es que la gente corriente prefiere cierta clase de obras, buenas o malas, a otras, buenas o malas, y obviamente tiene todo el derecho del mundo a hacerlo. Prefiere los amoríos, las farsas, y todo lo que tenga que ver con la diplomacia material de la vida, a las delicadezas psicológicas o los humores más secretos de la existencia. Pero, puestos a preferir algo, prefieren que, si es posible, sea bueno. El hombre de la calle puede preferir la cerveza a la crème de menthe, pero no tiene sentido decir que prefiere la mala cerveza a la buena"

("Sherlock Holmes": G. K. Chesterton)

NOTA: Ambos ensayos están recogidos en Correr tras el propio sombrero (y otros ensayos).

martes, 11 de agosto de 2009

sábado, 8 de agosto de 2009