miércoles, 21 de febrero de 2007

cArNaVaL cHiChArReRo


En cuanto tropezamos con las primeras mascaritas y el ron empezó a hacerme sentir la metamorfosis interna, al modo en que el disfraz se encargaba de la metamorfosis externa, comencé a renegar de mi solidaridad con los vecinos e hicieron agua irracionalmente mis argumentos en contra del chicharrerismo fanático e insolidario -o simplemente obtuso- que había insultado en los días precedentes a los santacruceros de la zona centro que habían buscado en la justicia una protección de su derecho al descanso y la salud. Me refiero como todo el mundo sabe a esos "vecinos tocapelotas", abucheados por una manifestación pro-canaval, ridiculizados por gran parte de la opinión pública de este país y ninguneados por un alcalde. Sólo en España puede un ciudadano que solicita a las autoridades medidas alternativas para armonizar su derecho al descanso con el derecho al ocio de una mayoría ser tachado de "vecino tocapelotas".

Pero como este tipo de ideas son muy impopulares; y como el Carnaval es ante todo una fiesta popular; y como el Arehucas entra divinamente y aletarga la razón y confunde los sentidos y exalta el ánimo; y como -para qué engañarnos- el Carnaval es algo como que lleva uno dentro, lo cierto es que nada más ingresar en el bullicio y el fragor de los aledaños de la plaza Weyler me olvidé olímpicamente de los vecinos a los que la justicia había dejado finalmente en la estacada.

El Carnaval es uno de los antónimos de la muerte; una suerte de alegoría exagerada de la vida. También incluye a la propia muerte, elemento imprescindible, presencia -y envés- ineludible de la vida. Pero se opone a la nada y al silencio eterno que la muerte representa, con su algarabía, con su mezcolanza, con su desenfreno, su parodia, su provocación, su transgresión...

Es cierto: poco queda del Carnaval como venganza anticipada del periodo de abstinencia impuesto por la cuaresma; del Carnaval como licencia a las pasiones y al cuerpo previa al rigor y al régimen inaugurado el miércoles de ceniza; del Carnaval como ruptura de las castas y clases y jerarquías sociales... Pero algo queda.

Queda la ruptura momentánea del orden de lo cotidiano. Queda el teatro y la simulación y la asunción voluntaria de cualquier rol o identidad real o imaginara. Queda un sentimiento de casi universal confraternización (digo casi por eso de los vecinos...). Queda el ingreso en un tiempo irreal al amparo de la fantasía. Queda la victoria del capricho y la risa y la imaginación sobre la seriedad, la norma y el orden social.

Por todo ello espero que ningún edil vuelva a hacer demagogia diciendo que hay quien quiere que muera el Carnaval de Tenerife y pido al próximo alcalde de Santa Cruz que simplemente habilite una zona donde celebrarlo en la que con unos meros tapones de cera puedan pegar ojo los "vecinos tocapelotas" del año que viene.

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