La pila de maderos inservibles crecía un poco cada día. Tablones, cajas, palés y hasta una barcaza moribunda, que hubo de traerse con la ayuda de un camión. Los niños escoltaban cada tarde la montaña de madera, celosos de que desde otros barrios vinieran a profanar aquel símbolo del tesón y constancia del vecindaje de Valterra.
Todo aquello iba a arder en una sola noche: a desaparecer, a extinguirse, a dejar de ser. Una especie de congoja, de anticipada melancolía me invadía cada vez que pasaba por delante de aquel monumento a la vanidad de toda empresa y proyecto. Allí se perdería para siempre la barcaza, veterana en extravíos y naufragios, mas inexperta en la navegación sobre el proceloso e ignoto mar de la nada. Allí se descompondría a cachos esa mesa de noche en la que guardaste parte de tu infancia: un diente de leche, un álbum de fotos de tu abuela, tu primer diario. Allí tendría lugar la exhumación de ese palé que había soportado el peso de mil kilos de enlatado atún traído en un mercante desde la desembocadura del río San Lorenzo (Canadá) y que luego había servido de somier para el colchón del piso de estudiantes de aquella novia de Bellas Artes: en ese palé te desvirgaste.
Todo aquello se perdería para siempre en pocas horas.
Los primeros griegos que trataron de comprender el enigma del mundo se aferraron a la posibilidad de que más allá de las apariencias (más allá de la apariencia del cambio, de la vejez, de la muerte, de la extinción) algo permaneciera: inalterable, invariable, inmutable. Algo que refutara el inexorable destino de una barcaza, de una mesa de noche, de un simple palé. A ese algo lo denominaron "arjé": fondo, principio, sustrato de todas las cosas, inasequible al cambio y a la destrucción.
Sólo uno de ellos, Heráclito de Éfeso, pensó en el arjé no como una estilización y síntesis de lo existente en un principio material sino como un rasgo característico de lo que es: cambio, devenir, transformación. Y para expresarlo recurrió metafóricamente a un símbolo: el fuego. Nada permanece para Heráclito, todo fluye; ya lo proclamamos al comienzo de este blog. Tal es el verdadero principio de lo real, el verdadero arje, la norma, la ley, el imperativo al que queda sometido todo lo existente. Empezando por nosotros mismos.
A las doce de la noche se encendió la hoguera: majestuosa, abrasadora, imponente. Un calor súbito inundó los cuerpos for fuera y por dentro: los rostros y los corazones, las pieles ya de por sí bronceadas y las entrañas. Hubo miradas, guiños, risas, manos que se trenzaban: cuerpos buscándose. Era la noche más corta. Había que apresurarse.
El fuego todo lo consume y transforma, como el tiempo.
Nietzsche escribió: "Pongo a un lado, con gran reverencia, el nombre de Heráclito". Según él, todos los demás habían mentido respecto a la verdadera configuracion del mundo: cambiante, efímero, mudable. Todos habían buscado algún tipo de consuelo en el engaño de la metafísica, de la ciencia o de la religión, mediante las cuales el hombre trataba en vano de escapar al trágico destino de su condición mortal. El culpable, según él: la razón. Y ello debido a su capacidad para crear y creer en entidades no sometidas al desgaste, al tiempo.
Bebiste y comiste. Te moviste a ratos como un felino, a ratos como un ave pesada y mareada: bailabas. Cantaste, al son de tambores y ritmos que parecía producir la propia naturaleza. Olvidaste el día, olvidaste el año en el que estabas. Te enajenaste: olvidaste quien eras, cómo pensabas, cómo actuabas normalmente, qué timbre de voz te caracterizaba. Te fundiste con todo y con todos, con el cosmos refulgente allá arriba y con la joven desconocida -y ya amada- a tu lado. Eras fuego. Eras destrucción y lucha. Eras amor. Te imaginaste con ella. La atrajiste hacia ti con ímpetu, sin respetar los delicados broches de su ropa interior, exploraste sediento su desnudez, arrebatadora como el fuego en la negra noche. Te sumergiste en su oloroso y blando sexo. Te imaginaste con ella y veloz entre tus piernas creció una tea encendida.
Nietzsche se opuso a la visión de los primeros griegos como seres racionales y serenos, sensatos y luminosos. Un instinto trágico, un fondo oscuro había en ellos. Nietzsche resaltó la importancia de los ritos dedicados a Baco, dios del vino, o Dionisos. Ritos nocturnos en los que se celebraba la embriaguez, la fecundidad, la pérdida de la individualidad y la consiguiente fusión con los demás. Aquí reinaba la pasión, el éxtasis, la locura, el desatarse de todas las tensiones y de todos los instintos. Serenos y luminosos de día, los primeros griegos comprendieron -según Nietzche- que -como nosotros en la noche de San Juan- hay un enigma insondable, una verdad acaso atroz, una incógnita siempre por despejar, relacionada con lo más cercano y más ajeno: la existencia. Y que de tiempo en tiempo -un 23 de junio por ejemplo- era preciso asomarse a ese abismo, morir un poco viviendo intensamente, apurar gustoso el cáliz del tiempo.
Y para ello se sirvieron del fuego eterno, que todo lo consume, que nada preserva, bajo el que nada dura; hasta extinguirse, también él, muerta la noche.
Todo aquello iba a arder en una sola noche: a desaparecer, a extinguirse, a dejar de ser. Una especie de congoja, de anticipada melancolía me invadía cada vez que pasaba por delante de aquel monumento a la vanidad de toda empresa y proyecto. Allí se perdería para siempre la barcaza, veterana en extravíos y naufragios, mas inexperta en la navegación sobre el proceloso e ignoto mar de la nada. Allí se descompondría a cachos esa mesa de noche en la que guardaste parte de tu infancia: un diente de leche, un álbum de fotos de tu abuela, tu primer diario. Allí tendría lugar la exhumación de ese palé que había soportado el peso de mil kilos de enlatado atún traído en un mercante desde la desembocadura del río San Lorenzo (Canadá) y que luego había servido de somier para el colchón del piso de estudiantes de aquella novia de Bellas Artes: en ese palé te desvirgaste.
Todo aquello se perdería para siempre en pocas horas.
Los primeros griegos que trataron de comprender el enigma del mundo se aferraron a la posibilidad de que más allá de las apariencias (más allá de la apariencia del cambio, de la vejez, de la muerte, de la extinción) algo permaneciera: inalterable, invariable, inmutable. Algo que refutara el inexorable destino de una barcaza, de una mesa de noche, de un simple palé. A ese algo lo denominaron "arjé": fondo, principio, sustrato de todas las cosas, inasequible al cambio y a la destrucción.
Sólo uno de ellos, Heráclito de Éfeso, pensó en el arjé no como una estilización y síntesis de lo existente en un principio material sino como un rasgo característico de lo que es: cambio, devenir, transformación. Y para expresarlo recurrió metafóricamente a un símbolo: el fuego. Nada permanece para Heráclito, todo fluye; ya lo proclamamos al comienzo de este blog. Tal es el verdadero principio de lo real, el verdadero arje, la norma, la ley, el imperativo al que queda sometido todo lo existente. Empezando por nosotros mismos.
A las doce de la noche se encendió la hoguera: majestuosa, abrasadora, imponente. Un calor súbito inundó los cuerpos for fuera y por dentro: los rostros y los corazones, las pieles ya de por sí bronceadas y las entrañas. Hubo miradas, guiños, risas, manos que se trenzaban: cuerpos buscándose. Era la noche más corta. Había que apresurarse.
El fuego todo lo consume y transforma, como el tiempo.
Nietzsche escribió: "Pongo a un lado, con gran reverencia, el nombre de Heráclito". Según él, todos los demás habían mentido respecto a la verdadera configuracion del mundo: cambiante, efímero, mudable. Todos habían buscado algún tipo de consuelo en el engaño de la metafísica, de la ciencia o de la religión, mediante las cuales el hombre trataba en vano de escapar al trágico destino de su condición mortal. El culpable, según él: la razón. Y ello debido a su capacidad para crear y creer en entidades no sometidas al desgaste, al tiempo.
Bebiste y comiste. Te moviste a ratos como un felino, a ratos como un ave pesada y mareada: bailabas. Cantaste, al son de tambores y ritmos que parecía producir la propia naturaleza. Olvidaste el día, olvidaste el año en el que estabas. Te enajenaste: olvidaste quien eras, cómo pensabas, cómo actuabas normalmente, qué timbre de voz te caracterizaba. Te fundiste con todo y con todos, con el cosmos refulgente allá arriba y con la joven desconocida -y ya amada- a tu lado. Eras fuego. Eras destrucción y lucha. Eras amor. Te imaginaste con ella. La atrajiste hacia ti con ímpetu, sin respetar los delicados broches de su ropa interior, exploraste sediento su desnudez, arrebatadora como el fuego en la negra noche. Te sumergiste en su oloroso y blando sexo. Te imaginaste con ella y veloz entre tus piernas creció una tea encendida.
Nietzsche se opuso a la visión de los primeros griegos como seres racionales y serenos, sensatos y luminosos. Un instinto trágico, un fondo oscuro había en ellos. Nietzsche resaltó la importancia de los ritos dedicados a Baco, dios del vino, o Dionisos. Ritos nocturnos en los que se celebraba la embriaguez, la fecundidad, la pérdida de la individualidad y la consiguiente fusión con los demás. Aquí reinaba la pasión, el éxtasis, la locura, el desatarse de todas las tensiones y de todos los instintos. Serenos y luminosos de día, los primeros griegos comprendieron -según Nietzche- que -como nosotros en la noche de San Juan- hay un enigma insondable, una verdad acaso atroz, una incógnita siempre por despejar, relacionada con lo más cercano y más ajeno: la existencia. Y que de tiempo en tiempo -un 23 de junio por ejemplo- era preciso asomarse a ese abismo, morir un poco viviendo intensamente, apurar gustoso el cáliz del tiempo.
Y para ello se sirvieron del fuego eterno, que todo lo consume, que nada preserva, bajo el que nada dura; hasta extinguirse, también él, muerta la noche.
2 comentarios:
Hola Andriu;
gracias por tu visita a mi blog, sos totalmente bienvenido.
Conozco el libro Sobre héroes y tumbas, pero no lo leí todavía. ¿Qué tiene este personaje de Sábato que te recuerda a mí? ¿Cómo es Alejandra?
Espero tu respuesta, me dejaste intrigada.
Cálidos saludos...
N.
Hola Natalia,
Gracias por tu hospitalidad.
Alejandra es un ser misterioso, críptico, inasequible e indescifrable para el pobre enamorado adolescente Martín (creo recordar). Pertenece al mundo de lo oscuro, de lo ignoto, de lo oculto. En el lenguaje de Sábato: al mundo de los ciegos.
Personaje sin edad, al competir su juventud física con su madurez vital.
Personaje introvertido, complejo, apasionado, a veces atormentado. Así es Alejandra. Y a así se me antoja Natalia Porcel de Peralta en su blog. Quizás me equivoque...
¿Des-intrigada?
A.
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