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De pequeño, tendría 12 o 13 años, exhibía un horrible tic en los ojos.
Consistía en voltearlos hacia arriba, hacia el cielo del párpado, como si quisiera mirar una mosca posada en mi frente.
Lo vuelvo a hacer ahora, veinte años más tarde, y casi puedo sentir el escalofrío de aquella adicción motriz.
Luego, en plena adolescencia, trasladé mi debilidad por los tics a otras partes del cuerpo y me pertreché de insólitos ritos de obligado cumplimiento:
Saltaba para tocar el dintel de una puerta.
Me aseguraba una y mil veces de haber cerrado una ventana o agarrado una llave.
Y sobre todo, me desplazaba por la calle y por mi casa tocándolo todo: farolas, alcantarillas, retrovisores, esquinas de muebles, jarrones... todo.
Lo tocaba todo con pies y manos.
Recorría el pasillo en dirección a la cocina y saltaba para tocar la maceta que entonces colgaba del techo.
Llegaba y saludaba a mis padres pero una mano se había quedado atrás, con el brazo estirado, pues había pasado de largo por delante de un mueble de madera dotado de una irresistible esquina.
-¿Qué haces? -me preguntaban, con gesto estupefacto.
Todavía me extraña que nunca me llevaran al psicólogo.
Eran otros tiempos.
Ahora vivo liberado de aquellos tics y manías.
Pero no de otros.
Lo de
la pulsera no dejó de ser una forma de tic, una rémora de aquellos años.
Ahora mis tics son mentales.
Y poco a poco se ha ido gestando a la sombra, en lo más oscuro de mí, una religión personal hecha de tics mentales.