Llegué a Henry Miller por insospechados cauces; gracias a la lectura de los "Diarios secretos de sexo y libertad" de Rafael Fernández, alias Ezcritor, que recomiendo pese a todo, incluido él mismo; que recomiendo pese a su advertencia explícita en la portada: "Estos diarios secretos no son recomendados a menores de edad ni a nadie".
Cuando pedí un libro de Miller en la librería "El puente" me ofrecieron dos: Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio. Me sonaba haber leído ambos títulos en las estanterías de la biblioteca familiar, en una de esas tardes en las que me entregaba al anhelante y goloso placer de elegir el libro que habría de acompañarme durante los próximos días o semanas, semejante al del niño que ante el escaparate de la bombonería saliva y fantasea con la golosina que en los próximos minutos podrá saborear, o al del putañero que se deleita adelantando en su imaginación lujuriosa los diferentes y modulados orgasmos que cada una de las jóvenes meretrices que desfilan ante él bajo la batuta de la madame de turno podrá -en caso de ser elegida- proporcionarle. Me sonaba haber acariciado en casa de mi padres ambas carátulas durante alguna de esas tardes de difícil aunque gozosa elección. Pero preferí comprarme un ejemplar para mí. No podía esperar a cuando fuera de nuevo a Tenerife. Por otra parte, quería poder subrayar y mancillar con caligrafía de obseso esas páginas; extremo inconcebible si se trataba de alguna de aquellas inviolables e inmaculadas criaturas que poblaban la biblioteca de mis padres. Así que dudé un instante, hasta que vino a mí aquella confesión de Sigmundo Fernández, alter ego de Rafael, en sus Diarios:
"Si me lo pidiera, sólo a un hombre le chuparía la polla: Henry Miller: siento una inmensa admiración por él desde que leí Trópico de Capricornio y Sexus: me rendiría a cualquier petición suya: gracias a Dios nunca me pondrá en semejante aprieto: murió hace bastante tiempo. Y sólo le gustaban las mujeres"
No era a decir verdad una crítica literaria erudita y sesuda. Pero tenía fuerza y era persuasiva. Compré el libro.
Supongo que con los libros ocurre algo semejante a lo que sucede con las historias de amor. En el recuerdo de las mujeres que uno ha amado siempre se nos presenta, fulgurante y en primer plano, algún espacio, algún rincón o estancia, algún lugar que nuestro corazón ha sacado del anonimato para erigirlo en escenario idílico y privilegiado de nuestra felicidad pretérita.
Con Dácil fue un saco de dormir a medias, bajo las copas de los pinos del monte de Aguagarcía. Con Patricia fue el poyo de la cocina de la casa de sus padres: ella se sentaba en él y esperaba a que yo me decidiera a besarla, a tocarla, a decirle algo menos banal que lo que mi exasperante timidez me permitía. Con Bea, un cuarto de alguna ciudad del sur de Portugal en la que hicimos el amor, lloramos y volvimos a hacer el amor.
Con los libros ocurre lo mismo. El escenario de ficción en el que se desenvuelve la trama literaria nos proyecta a un universo inmaterial, pero el recuerdo de aquellos lugares a los que el libro queda asociado en nuestra memoria nos señala que pese a todo subsiste un punto de unión con lo cotidiano, con lugares sin nombre que pasan a tener en nosotros, desde ahora, un lugar preferente y destacado.
Todos los de Ernesto Sábato que leí (El túnel, Sobre héroes y tumbas, Abbadón el exterminador) pertenecen a la exigua cama del entresuelo, en la casa de mis padres. El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, lo asocio a las escaleritas que desde el entresuelo conducen al patio: probablemente sólo fueron diez o veinte páginas las que leí a la intemperie de la escalera, pero deslumbráronme hasta el punto de sólo acordarme de ese rincón. Los tomos de El señor de los anillos fueron leídos siempre a horas intempestivas robadas a las ocho recomendadas para -al día siguiente- rendir correcta y escolarmente en el instituto. En esa época y en esa misma cama disfruté con la saga del detective adolescente Flanagan, de Andreu Martín y Jaume Ribera. A Vargas Llosa lo he devorado en diferentes épocas y lugares, pero grabadas a fuego en la memoria quedarán por siempre las horas pasadas en los innumerables parques londinenses paladeando con deleite La guerra del fin del mundo. En los trenes nauseabundos hacia Grecia y Turquía, durante mi segundo inter-rail, sitúo muchos de los poemas de amor de Benedetti recogidos en su antología El amor, las mujeres y la vida (título cursi hasta decir basta, aunque con una dedicatoria de Bea que hace del libro un ejemplar especial). La inigualable novela de Stefan Zweig, La piedad peligrosa (luego traducida como La impaciencia del corazón), fue lectura de verano de un agosto en la casa de la Caleta, desde donde ahora escribo este post y a la que he vuelto una vez más, para pasar un tiempo aún por determinar. Y así sucesivamente...
Trópico de Capricornio ha quedado vinculado inexorablemente a mis días en Madrid, pese a que llegué a la ciudad cuando sólo me faltaba por leer un tercio de la "novela". Allí fue donde culminé su lectura, llegando casi exangüe a la orilla de la página 438, tras bastante esfuerzo y no poca perplejidad. El libro formaba parte del equipaje indispensable de cada día, junto a la cámara, el móvil, dinero y poco más. Henry Miller en el metro, Henry Miller en el Retiro, Henry en la azotea, en la biblioteca de Conde Duque y en etílicas pláticas con mi hermano.
Una frase de Miller que encuentro en internet puede servir de justificación a este post: "El libro enriquece al que se apodera de él con toda el alma, pero enriquece tres veces más al que lo analiza".
Hay en Henry Miller una concepción de la literatura como salvación, como experiencia total, que -ya sea como lector o, con más motivo aún, como escritor- redime al hombre de todos sus pesares e infortunios, de toda la mezquindad circundante, de todos sus anhelos insatisfechos. La literatura reconcilia al hombre con el mundo al modo como dan sentido a la vida las religiones. Es esa concepción hiperbólica de la literatura la que subyace a frases como la anterior o pasajes como el siguiente, en el que el narrador de Trópico de Capricornio se refiere a la obra de Henri Bergson La evolución creadora:
"Si este libro no hubiese caído en mis manos en el momento en que lo hizo, quizás me habría vuelto loco. Llegó en un momento en que otro mundo enorme se estaba desmoronando en mis manos. Aunque no hubiese entendido una sola cosa de este libro, aunque sólo hubiera preservado el recuerdo de una palabra, "creadora", habría sido suficiente. Esta palabra era mi talismán. Con ella podía desafiar a todo al mundo entero y sobre todo a mis amigos. Hay ocasiones en que tienes que romper con tus amigos para entender el significado de la amistad. Puede parecer extraño, pero el descubrimiento de este libro equivalió al descubrimiento de un arma, un instrumento con el que podía cercenar a todos los amigos que me rodeaban y que ya no significaban nada para mí. Este libro se convirtió en mi amigo, porque me enseñó que no tenía necesidad de amigos. Me infundió valor para permanecer solo y me permitió apreciar la soledad. Nunca he entendido ese libro; a veces pensaba que estaba a punto de entender, pero nunca lo logré de verdad. Para mí era más importante no entender. Con ese libro en las manos, leyendo en voz alta a mis amigos, llegué a entender claramente que no tenía amigos, que estaba solo en el mundo. Porque, al no entender el significado de las palabras -ni yo ni mis amigos-, una cosa quedó muy clara y fue que había formas diferentes de no entender y que la diferencia entre la incomprensión de un individuo y la de otro creaba un mundo de terra firma más sólido incluso que las diferencias de comprensión. Todo lo que antes creía haber entendido se desmoronó e hice borrón y cuenta nueva. En cambio, mis amigos se atrincheraron más sólidamente en el pequeño pozo de comprensión que se habían cavado para sí mismos. Murieron cómodamente en su camita de comprensión para convertirse en ciudadanos útiles del mundo. Los compadecí y muy pronto los abandoné uno a uno, sin el menor pesar".
Fue previendo fragmentos como éste que me decidí a no acercame a Miller a través de uno de aquellos ejemplares de tapa dura y recio papel que poblaban la biblioteca de la casa de mis padres. En mi edicición barata de "Punto de lectura" las páginas 275 y 276 a las que corresponde este pasaje han quedado marcadas con anotaciones al margen, signos de interrogación, frases subrayadas y otras heridas infligidas por mi consternado rotulador. Pese su longitud, he querido traerlo al blog en toda su extensión, pues creo que es representativo de lo que me inspira la prosa de Miller a la que he tenido que hacer frente durante las últimas semanas. También creo que puede servir de síntesis de gran parte de los elementos que componen este segundo puzzle o trópico milleriano.
Porque, a decir verdad, los elementos pornográficos o de sucio erotismo que recorren toda esta obra, no pueden servirnos a los lectores del siglo XXI ni siquiera como plato fuerte. Las mismas razones que hicieron que durante 30 años la censura norteamericana mantuviera en la sombra a ambos Trópicos sirvieron posiblemente para que la crítica, menos pacata y más proclive a las transgresiones, los encumbrara y quedara deslumbrada por su audacia y su vulgaridad casi sublime. Pero ambos gestos resultan hoy inverosímiles. Ahora que el sexo no remueve conciencias ni supone apenas un revulsivo de nada, y menos del arte, el valor de una obra como Trópico de Capricornio no puede residir en las impúdicas gestas sexuales que relata.
Es cierto que tampoco deben despreciarse. Casi siempre van asociadas en Miller al retrato de personajes que desfilan de modo efímero aunque inolvidable por delante del abrumado lector. Retratos elaborados con trazo chabacano y no obstante creíbles. Pese a constituir una galería de monstruos, un bestiario humano, un conglomerado hecho de "negros, judíos, paralíticos, lisiados, ex presidiarios, putas, maníacos, depravados, idiotas, cualquier cabrón que pudiera mantenerse sobre dos piernas", pese a tan heterogéneo y variado desfile, con cuatro pinceladas geniales consigue Miller ofrecernos unos personajes algo estrambóticos pero verosímiles.
Hace unos días me contaba un gran amigo lo que le había advertido alguien que había publicado ya algunas novelas: "Los personajes son muy burleteros. No te puedes fiar de ellos. Empiezas a escribir y a escribir sobre ellos hasta que un buen día, a bote pronto, te dicen: no soy creíble". Puede que esto sea verdad. Mas Miller supo mantener bien a raya a sus personajes.
No obstante, pese a estos geniales retratos, mi impresión es que por sí mismos no bastan para configurar una "novela", si es que fue ésta la intención de nuestro autor al escribir Trópico de Capricornio. Tan pronto surgen súbitamente en la trama como vuelven a esfumarse para siempre, sin que pueda decirse de ninguno que trascienda el papel de mero figurante o comparsa o pretexto de las reflexiones y confesiones del narrador, verdaderas protagonistas estas últimas de lo que cuenta Trópico de Capricornio.
Así que, novela o no, lo cierto es que el punto centrípeto de este escrito está en esos pasajes, como el anterior que he citado, en los que el narrador no nos cuenta más acontecimientos que los que suceden en su conciencia. La piedra de toque de Trópico de Capricornio, aun reconociendo que el edificio en su conjunto es más complejo y completo, lo constituye pues su visión, su mensaje, su nueva: el relato de una transformación, de una metamorfosis, de una revelación suprema.
No resulta sencillo aislar dicha revelación y reducirla a un único mensaje simple. Más bien se trata de una serie de ingredientes interrelacionados que juntos dan forma al universo milleriano. El primero de ellos, la sobreestimación del poder y alcance de la literatura, siempre es algo con lo que a los que nos gusta leer y escribir nos cuesta poco simpatizar. Evidentemente, no se trata de un rasgo específicamente milleriano: la entrega incondicional del artista a su obra, la consideración del arte por encima de cualquier otra dimensión humana, es un gesto típico del romanticismo y, luego, de algunas de las vanguardias del siglo XX. En esto Miller no está solo ni descubre mediterráneos. Esta actitud hoy en día me resulta, no obstante, un tanto ingenua, si no narcicista.
También nos topamos en diversos momenos de la obra con el mito romántico del genio, aunque adaptado a las circunstancias y personajes. A veces es el propio narrador, que responde al nombre de Henry V. Miller (por lo que parece más apropiado hablar de "biografía novelada" que de novela propiamente dicha) quien se describe como un ser excepcional, fuera de lo común, diferente. Algo de eso hay en el citado pasaje, al proclamar su soledad en el mundo y su distanciamiento o ruptura con sus amigos como un estado casi de gracia, de bienaventuranza, y no como una desgracia o un pesar. Pero otras veces son otros personajes los que dibujan este retrato del narrador como un ser único, fuera de lo común:
"A veces pienso que deberías haber nacido en otra época. Oye, no quiero que pienses que te estoy convirtiendo en un ídolo, pero hay algo de verdad en lo que digo... con sólo que tuvieras un poco más de confianza en ti mismo, podrías ser el hombre más grande del mundo ahora mismo. Ni siquiera tendrías que ser escritor. Podrías llegar a ser otro Jesucristo, qué se yo. No te rías... lo digo en serio. No tienes ni la menor idea de tus posibilidades... estás completamente ciego para lo que no sean tus deseos. No sabes lo que quieres. No lo sabes porque nunca te paras a pensar. Te estás dejando consumir por la gente. Eres un tonto de remate, un idiota. Si yo tuviera la décima parte de lo que tú tienes, podría volver el mundo patas arriba".
Cuando digo que Miller reproduce una vez más en su obra la figura romántica del genio, no necesariamente ha de entenderse esto como una crítica negativa. Los genios, aunque sin lámpara, existen. La historia del arte está plagada de ellos. Por otra parte, existen personas que, sin ser genios, consideramos excepcionales. La perorata que el personaje del narrador está aguantando por parte de un tal Kronski puede resumirse en esta frase que le espeta un poco antes: "Pero tú llevas algo dentro... sólo, que eres demasiado vago para sacarlo".
He reflexionado algunas veces sobre el contraste entre estos dos tipos de persona, o de personalidad. Por un lado, están los que llevan algo dentro, pero son demasiado vagos para sacarlo. Por otro lado, estamos los que a costa de superar la vagancia, conseguimos labrarnos poco a poco también algo dentro. A los primeros les basta con los dones de la madre naturaleza. A los segundos nos hace falta el trabajo paciente y laborioso del orfebre para gestar ese diamante que los primeros albergan en bruto desde la cuna.
Miller convivió tanto en Nueva York como durante sus años en París con artistas, bohemios, vividores, delincuentes, prostitutas... En estos ambientes debió de ser algo frecuente el toparse de súbito con alguno de estos diamantes en bruto y sin estudios, sin pulir. Puede que él mismo fuera uno de ellos, tal y como insinúa en Trópico de Capricornio.
Yo conocí a bastantes durante los primeros años de la carrera. Escribían poesía, habían releído ya a Schopenhauer aún antes de que a mí me sonara el nombre, intervenían en clase con beligerancia aun sin tener ni idea del asunto, montaban una revista y tras sacar adelante un par de números se aburrían... Casi ninguno de ellos terminó Filosofía; o lo hicieron cinco o seis años más tarde. De vez en cuando me encontraba a alguno de ellos o tenía noticias por algún amigo común: éste estaba de encargado de un burguer, el otro quería montar un sex-shop, el de más allá había conseguido desintoxicarse en una clínica de Madrid y ahora se pasaba los días en los ordenadores de la biblioteca pública terminando aventuras gráficas. Llevaban todos ellos algo dentro cuando los conocí... sólo, que eran demasiado vagos para sacarlo.
También mi primo es una de esas personas por las que siento cierta debilidad. También le diría, como Kronski a Miller: "No tienes ni la menor idea de tus posibilidades... estás completamente ciego para lo que no sean tus deseos". Una vez hablamos de ello. Había dado con el origen de todo aquello, o simplemente lo había racionalizado. No recuerdo qué escritor, qué texto me citó. Quizás fuera Miller. El caso es que había leído en alguna parte algo acerca de un impulso, una tendencia a contradecir los dictámenes de lo que la conciencia (y acaso también la sociedad) le dictaba como obligación, como deber, como recta senda. Mi primo había quedado fascinado por esa idea leída en algún libro de caballería de su más tierna adolescencia. Y ha seguido siendo más o menos fiel a dicho impulso. Me pregunto quién sería o qué haría ahora mi primo de haber pulido aquel diamante en bruto; como me pregunto tantas veces si mis antiguos compañeros de facultad enarbolan con orgullosa resistencia su puesto de encargado de un burguer, pensando que perdieron la batalla contra esta sociedad meritocrática y competitiva, pero que al menos no se entregaron cómplicemente a formar parte de su engranaje.
Pues, con independencia de lo que pensaran mis antiguos compañeros de clase, lo cierto es que el propio Miller en Trópico de Capricornio expresa también una cierta debilidad hacia los inadaptados, hacia los que se desviaron en algún momento de lo que la tiranía del éxito y la ortodoxia de la sociedad del momento llamaron la recta senda. Esta resistencia, supongo, se hace más aguda cuanto más contacto se ha tenido con la ideología norteamericana del triunfador, del éxito social y económico, como contrapunto a la figura deleznable y temida del looser, como denuncian aún hoy -mucho después de Miller- películas como American beauty o Little miss sunshine. Frente al brillo y al resplandor exterior que el éxito social garantiza, Miller -y estas películas- se fija en la riqueza que puede albergar, como un diamante en bruto, uno de estos loosers dentro:
"¿Qué sabe cualquier dínamo americana individual de la sabiduría y la energía, de la vida abundante y eterna que posee un mendigo harapiento sentado bajo un árbol en el acto de meditar? (...) Si al comprender su terrible necesidad, empieza a actuar regresivamente, a volverse asocial, a balbucir y tartamudear, a mostrarse tan totalmente inadaptado como para ser incapaz de ganarse la vida, sabed que ese hombre ha encontrado el camino de regreso al útero y a la fuente de la vida y que en el futuro, en lugar del despreciable objeto de ridículo en que lo habéis convertido, dará un paso adelante como un hombre por derecho propio y nada podrán contra él todos los poderes del mundo".
Así que la fascinación de Miller por estos personajes, por mucho que entronque de algún modo con el ya trillado y manido mito romántico del genio, no deja de seducirme y ser compartida. Me recuerda a personas que he conocido y apreciado. Y me permite conocerme mejor al reflejarme como un contrapunto musical en su espejo.
No obstante, hay en este gesto de Miller una mueca de egotismo, de individualismo y hasta de fanfarria contra la que no puedo dejar de sublevarme. Hay en muchas de sus páginas una consciencia de superioridad que implica desprecio altivo hacia los demás, a veces odio:
"Miro a la gente con expresión asesina. Si pudiera tirar una bomba y hacer saltar por los aires todo el barrio en pedazos, lo haría. Me sentiría feliz viéndolos volar por el aire, mutilados, dando alaridos, despedazados, aniquilados. Quiero aniquilar la Tierra entera. No formo parte de ella. Es una locura de principio a fin todo el tinglado. Un enorme trozo de queso rancio con gusanos que lo pudren por dentro. ¡A tomar por culo! ¡Vuélalos en pedazos! Mata, mata, mata: mátalos a todos, judíos y gentiles, jóvenes y viejos, buenos y malos..."
Se trata únicamente de literatura, vale. Al fin y al cabo, uno de los motivos por los que Miller abomina a ratos del hombre es precisamente por haberse embarcado en trifulcas homicidas como la más reciente y cercana para él: la primera Guerra Mundial. Hay también en Trópico de Capricornio páginas que así lo atestiguan. Pero para estómagos como los nuestros, que han debido tragarse las iniquidades terroristas más recientes, desde ETA hasta Al Qaeda, pasajes como el anterior resultan a todas luces indigestos. La visión romántica del anarquista abrazado a su bomba y que combate una sociedad injusta y déspota ha pasado a mejor vida o, de nuevo, a resultarnos un tanto ingenua.
Así que no logro entender esa idea que se desprende del largo pasaje citado al principio según la cual la literatura podría existir contra los amigos. No logro entender cómo el descubrimiento de aquél libro (ni de cualquier otro) "equivalió al descubrimiento de un arma, un instrumento con el que podía cercenar a todos los amigos que me rodeaban y que ya no significaban nada para mí". No logro entenderlo porque, pese a apreciar la soledad, no soy un ser solitario y, con Aristóteles, creo que "sin amigos nadie querría vivir". Todas las páginas de su Ética a Nicómaco, y especialmente los capítulos dedicados a la amistad, son un intento de refutar las mencionadas palabras de Miller: "Este libro se convirtió en mi amigo, porque me enseñó que no tenía necesidad de amigos. Me infundió valor para permanecer solo y me permitió apreciar la soledad".
Creo que en este punto Miller se deja seducir en grado extremo por la idea del genio como un ser único y superior. Creo que los seres extraordinarios por los que siento tanta admiración y debilidad -mi primo, mis antiguos compañeros de clase- nunca llegaron a tanto.
Creo además que la literatura y, por tanto, la lectura y la escritura, deben ser ante todo actos de comunicación y encuentro. Creo que leer y escribir es un modo de intimar y de profundizar en lo humano; un modo de estrechar distancias con los que nos rodean; un modo de cerrar las heridas del desprecio, del rencor, de la envidia y del egoismo; un modo de sellar alianzas; un susurro al oído; un acto de amor, sutil, diferido y postergado.
Por eso, además, creo que la literatura ha de ser inteligible, comprensible, accesible; lo que no implica banalizarla, trivializarla o desvirtuarla al gusto del consumidor menos exigente y exquisito. El afán de comunión con el otro que hay en todo acto profundo y serio de comunicación es compatible con la elipsis, con la ironía, con el doble sentido, con las trampas y burlas al lector, con los escollos, con los callejones sin salida, con los equívocos... Pero siempre ha de haber -cuando se escribe- una preocupación amorosa por el lector, una voluntad de que al final no se extravíe y llegue a buen puerto: de que (nos) comprenda.
Mi lectura de Trópico de Capricornio ha sido no sólo fatigante sino que han quedado zonas del libros en una oscuridad absoluta e impenetrable. He llegado, como dije al comienzo, a la orilla de la página 438 con el ánimo perplejo y hecho jirones, tras haber sucumbido a múltiples naufragios, a páginas crípticas, solipsistas, que han quedado ignotas.
Creo que si Henry Miller no pertenece a mis escritores de cabecera es precisamente porque no comparte esta concepción mía de la literatura y, dicho en su lenguaje sucio y suburbial, le importa un pijo que el lector entienda una mierda o no. En un momento de su obra afirma el narrador:
"¿Me reconocéis, muchachos? Un simple muchacho de Brooklyn comunicando con los albinos pelirrojos de la región zuni. Preparándose, con los pies en el escritorio, para escribir "obras fuertes, obras por siempre incomprensibles", como prometían mis difuntos camaradas".
Esos difuntos camaradas a los que se refiere no son otros que los chicos del dadaísmo. Sincero o no del todo en su confesión, lo cierto es que Miller nos da algunas claves para entender su prosa -o para entenderla sin haberla entendido- al poner en boca del narrador de Trópico de Capricornio estas palabras que reconocen cuanto menos una afinidad electiva con el movimiento dadá:
"Era más o menos por aquella época cuando los dadaístas -a los que poco después seguirían los surrealistas- estaban en su apogeo. No oí hablar de ninguno de los dos grupos hasta unos diez años después; nunca leí un libro en francés ni tuve nunca una idea francesa. Quizá fuera yo el único dadaísta de América sin saberlo. Tenía tan poco contacto con el mundo exterior, que igual podría haber estado viviendo en las junglasdel Amazonas. Nadie entendía aquello de lo que yo escribía ni por qué escribía de ese modo. Era tal mi lucidez, que estaba, según decían, chiflado. Estaba describiendo el Nuevo Mundo... demasiado pronto, por desgracia, porque aún no lo habían descubierto y no podía convencerse a nadie de que existiese. Era un mundo ovárico, escondido en las trompas de Falopio. Naturalmente, nada estaba formulado con claridad: sólo había visible la leve insinuación de una espina dorsal y, desde luego, ni brazos ni piernas ni pelo ni uñas ni dientes. En el sexo no había ni que soñar; era el mundo de Cronos y su progenie ovicular. Era el mundo de la pizca, en que cada pizca era indispensable, espantosamente lógica y absolutamente imprevisible. No existía algo así como la cosa, porque faltaba el concepto `cosa´".
Al dadaísmo le importa un pijo que el lector entienda o no; es más, se busca en todo caso lo contrario: que no entienda. Se busca dar a luz, parir "obras fuertes, obras por siempre incomprensibles". En un fragmento del primer Manifiesto Dadá, que Miller reproduce en su libro, se lee:
"Escribo este manifiesto para mostrar que se pueden realizar a un tiempo acciones opuestas en una sola espiración; estoy en contra de la acción; estoy a favor de la contradicción continua, también de la afirmació, no estoy ni en contra ni a favor y no explico, porque detesto el sentido común... Hay una literatura que no llega a la masa voraz. La obra de los creadores, surgida de una necesidad real del autor y para sí mismo".
Es cierto: la figura del rebelde, del iconoclasta, del incomprendido, vende. Es cierto: nadie quiere pertenecer a esa "masa voraz" que no entiende; que sólo lee novelas de Dan Brown y de Paulo Cohelo. Son mucho más simpáticos los crápulas y los granujas individualistas que los ciudadanos bienpensantes con una cierta preocupación por el prójimo, conciencia cívica, o como se le quiera llamar. Mola más Bart Simpson que el repelente Flander. Mola más el tufillo dionisiaco que desprende un blog con fondo negro que la apolinea y serena luz de un blog con fondo blanco o verde como éste. Y ante confesiones millerianas como la de antes, a saber, que sus "amigos se atrincheraron más sólidamente en el pequeño pozo de comprensión que se habían cavado para sí mismos. Murieron cómodamente en su camita de comprensión para convertirse en ciudadanos útiles del mundo", ante confesiones de esta guisa, algo nos mueve a ponernos de su parte, a compadecer a aquellos que como yo al leer Trópico de Capricornio buscamos esa "camita" o "pozo de comprensión", con los que poder irnos tranquilos a dormir; algo nos hace sospechar -pero sin alcanzar a deshilvanar la madeja y averiguar qué- y desconfiar de esos "ciudadanos útiles del mundo".
Supongo que es esa actitud de rebeldía iconoclasta e inconformismo antisistema la que pasados unos años harían de Henry Miller uno de los escritores de culto para aquellos de la llamada generación beat. Aunque siento una gran simpatía por la crítica, por la disidencia, por la libertad de espíritu, por la autonomía, por la heterodoxia... no hay nada que me resulte más estúpido que un rebelde sin causa. Me parece un desliz que sólo a adolescentes cabe perdonar. Sin llegar a convertirnos en la caricatura cristianoide y timorata del vecinito Flanders, creo que la expresión "ciudadanos útiles del mundo" debería ser un cumplido o un ideal a conseguir antes que una irónica burla. La rebeldía es un valor en alza en nuestra sociedad, pero en realidad -casi siempre- no es más que el disfraz y la fachada inconsciente de un consumismo borreguil, como acertadamente denuncia el espléndido ensayo "Rebelarse vende". La rebeldía puede en efecto degenerar en una pose, en una moda, en un valor en alza, sí, mas en el fondo y, ante todo, un valor económico.
La contraportada de Trópico de Capricornio reza: "Con plena madurez narrativa y una hostilidad declarada hacia los conceptos tradicionales de belleza, orden y claridad, esta novela inauguró la fértil ruta del antiarte convirtiéndose en un referente indispensable de la literatura contemporánea".
También la Wikipedia define el dadaísmo como "un movimiento antiarte". Y al percatarme de ello va definiéndose un poco más ese juicio ambiguo, como agridulce, que me merecen los ismos como el Dadá, o Henry Miller, o algunas de las consignas de la generación beat. Y es que en todos ellos encontramos -en algún pasaje, en algún gesto, en alguna idea o exabrupto- un mismo background (por no decir under) de "rebeldes sin causa".
En mi lectura de Trópico de Capricornio no he encontrado la causa o el motivo para esa rebelión contra la claridad, la comprensión y la inteligibilidad. Creo que ya lo dije aquí en algún viejo post: para mí, escribir es una forma de enmendar nuestra ignorancia. Por supuesto, y de modo más evidente, también lo es leer. Un creador que escribe "para sí mismo" difícilmente podrá cautivarme; ni a mí ni creo que a nadie. Crear obras para no ser comprendidas, "obras fuertes, obras por siempre incomprensibles", en las que el autor quema todas las naves y rompe los puentes con los que el lector o espectador podría -al final, tras mil dificultades y obstáculos- llegar a su encuentro, me resulta pueril y "sin causa". Es ese tipo de rebeldía, y no otra, la que no me seduce en absoluto y la que vuelve agrio el gusto exquisito con las que están escritas algunas páginas de Trópico de Capricornio.
Basta.
Así que no, Rafa: yo, definitivamente, sí que no le chuparía la polla a Henry Miller.
5 comentarios:
Hola Andriu!
tu blog me ha hecho recordar cosas muy lejanas en el tiempo (aunque no necesariamente en mi cabeza). Compañeros de clase un poco díscolos y Henry Miller..yo quedé enganchada con los trópicos precisamente en primero de carrera..el trópico de cancer fue el primer regalo de cumpleaños que le dí a tarek, apenas llevabamos un mes saliendo..a mi también Miller me fascinó y también me decepcionó en ciertos aspectos; pero me pasa con casi todos los artistas o escritores denominados "transgresores". Por un lado, como bien dices, la rebelión sin causa es simplemente estupidez; por otro lado, generalmente requiere grandes dosis de egoismo. Pero no estoy del todo de acuerdo en lo que dices acerca de escribir para ser leído. Lógicamente es el objetivo, pero no es necesariamente lo que está en la mente cuando se escribe. Aveces al escribir se intenta expresar cosas inexpresables. La mágia viene cuando eso se consigue. Como un cuadro de Picasso o algo así.
Ah y si yo también pienso en los diamantes brutos que se perdieron...la mayor parte de ellos por pura vaguitis..es eso rebeldía o de nuevo estupidez? es trabajar en un burger conseguir estar fuera de la sociedad o es simplemente estar domesticado pero en malas condiciones???
esto es lo que tiene estar en una biblioteca, un sabado por la noche, a miles de kilometros de casa...una se pone escéptica.
un beso, by the way, me encanta tu blog!
Hola Andriu,vuelvo a estar por aquí.Es un post extraordinario junto a tus siempre espléndidas fotografías.He leído Rebelarse vende y me parece un libro muy interesante y de obligada lectura para estos tiempos que corren.Repito;me ha gustado mucho.
Saludos.
Por cierto acabo de concederte el premio Thinking Blogger Award. Cuando puedas visita mi blog.
Saludos.
francisco machuca... Mil gracias por la condecoración; es todo un honor. Supongo que ya sé cuál va a ser el contenido de mi próximo post. Pensaré estos días en mis 5 nominados. La verdad es que de fotografía sé muy poco (miento: nada más bien). Cuando iba de viaje llevaba la cámara un poco por inercia y sacaba las fotos todas el mismo día, como por obligación. El que apareciéramos luego todos con la misma ropa delataba esta práctica de fotógrafo perezoso pero con complejo de culpa. Ahora, no obstante, al tratar de encontrar imágenes con las que, si no "hermanar" (como afirmas en tu blog), sí al menos acompañar a estos textos, le he ido cogiendo el gustillo a la fotografía y me paseo con la mirada atenta a hallazgos visuales que inmortalizar en mi blog, como acompañantes o no de los textos. "Rebelarse vende": sí, de obligada lectura.
maría... Siempre fuiste lectora de libros difíciles. Aún recuerdo cuando me contaste que estabas leyendo el "Ulises" ¡en inglés!. Me alegro que te guste el blog y que te pases por aquí de tiempo en tiempo. Seguro que la distancia te hace apreciar, más de lo que se merece, este blog con sabor y acento canario. Escribir "para ser leído". No es el único "para". También sirve -repito- para comprender: aclararnos, conocer, "enmendar nuestra ignorancia"... Pero sí creo que comunicar a otros eso que se descubre o conoce forma parte del intríngulis del asunto. Cuando se busca -y consigue- "expresar lo inexpresable" un impulso nos pide compartirlo... ¿no? Bueno, no sé; supongo que todo esto depende de cómo lo viva cada cuál, supongo que -antihabermasianamente- mi experiencia no es universalizable... Diamantes en bruto: qué bueno encontrarme aquí con alguien que conoce de quiénes hablo. ¿Genialidad o indolente estupidez? Son cosas que aún sigo sin tener claras... Un abrazo, maría: sigue puliendo ese diamante en bruto.
Bueno, bueno...inevitable al leerte el recuerdo de Foucault, de Duchamp, de Pavese. Y no sé si me precipito, pero Nietzsche sigue detrás, o delante, de buena parte de artistas de todo tipo que cuestionan los resquicios de nuestra cultura, esos que se empeñó el cristianismo en camuflar bajo el pecado y la culpa. Interesantísimo, Andriu. Y lo que es mejor, muy sugerente.
Me verás a menudo por aquí.
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