Anoche organicé en casa una cena y vimos la película "Evil". Quizás por eso al levantarme hoy no pude evitar tomar el libro de Alan Sillitoe y terminar las tres o cuatro útimas páginas que me quedaban por leer.
No me gusta acabar un libro y no hacer una especie de balance interior o revisión retrospectiva. Y como me ha faltado tiempo para hacerla con cierta calma, he ido postergando la lectura de las últimas páginas del conjunto de relatos que incluye el volumen titulado "La soledad del corredor de fondo".
El primer relato es el que da el título al libro, aparte del más largo (60 páginas). Probablemente también el más conocido, debido a la película. Cuando este verano fui a la librería "El puente" con hambruna literaria, no conocía ni el libro ni la peli, aunque el título me resultaba vagamente familiar, como si lo hubiera leído recientemente en el Babelia. Pero lo que me decidió a comprarlo fue -junto a lo sugerente del título- la foto de la portada, esa estética a lo "Carros de fuego".
Quizás el deporte con el que más vinculado estuve durante mi adolescenca fue el atletismo. Todavía algunos amigos me llaman, en broma, "Tres mil", en referencia a la única carrera en la que llegué primero (los 3.000 metros lisos: 7 vueltas y media a la pista del Estadio de La Manzanilla, sito en La Laguna). Los entrenamientos eran duros. Tanto aquellos en los que la compañía del resto de corredores del CEAC (Club Escuela de Atletismo de Tenerife) los hacía más amenos y soportables, como aquellos en solitario, sin más compañía que el flip-flap-slop-slop de las acompasadas zancadas o -más tarde- la música del MP3.
Siempre he sido más de deportes individuales que de equipo. Siempre he encontrado reconfortante la soledad. En el atletismo sólo cuentas tú. Todo depende de cuánto hayas entrenado, de cuán resistente y veloz seas, de cómo te encuentras el día de la carrera, de qué estrategia desarrollas. Los otros apenas cuentan.
El título del libro me pareció un acierto y quien lo hubiera inventado sabía de lo que hablaba. Pues hasta en los entrenamientos con el equipo llega un momento en que el corazón bombea demasiado fuerte como para seguir con la cháchara inicial. Entonces cada cual vuelve al mutismo de su mundo interior, vuelve a sí mismo, reconcentrado en quién sabe qué lugares y tiempo; pero en cualquier caso fuera de allí, ajeno al grupo de corredores que lo acompañan.
El año en que más solo he estado en mi vida fue sin lugar a dudas el que pasé en Francia. Ese año todavía corría. Entrenaba solo, recorriendo los húmedos y frondosos bosques de las afueras de Brive-la-Gallarde. Una especie de entrenador o profesor de Educación Física del instituto me llevó algunas veces a correr a un campo de entrenamiento militar. Creo recordar que era el único. Esto me acabó aburriendo y preferí correr por mi cuenta, entrenarme solo. Llegué a una carrera de clasificación del Departamento de La Corrèze. Y ahí quedó todo.
He pasado, por tanto, muchas horas en soledad como corredor de fondo. Y precisamente por eso el título del relato de Alan Sillitoe me pareció un hallazgo formidable, así como la técnica narrativa, en primera persona, en la que el lector se convierte en testigo mudo del torrente de pensamientos que inunda al joven protagonista durante su carrera.
Llevado por una especie de impulso ciego, leí gran parte de las 60 páginas en una tarde de octubre en la que -libro en mano- fui y volví dos veces desde casa hasta la playa de San Juan, leyendo y caminando al mismo tiempo, como un peripatético. Caminaba, pues corriendo no hubiera podido hacerlo, mientras leía el soliloquio móvil del corredor de fondo:
"Me digo a mí mismo que es una buena vida siempre que no te des por vencido ante los guardias, ni ante el resto de los dentro-de-la-ley. Trot-trot-trot. Paf-paf-paf. Slap-slap-slap, suenan mis pies sobre el suelo helado. Flis-flis-flis, según mis brazos y mis costados van rozando las ramas peladas de los arbustos. Porque ahora tengo diecisiete años y cuando me suelten..."
El muchacho que corre y piensa está cumpliendo condena en un Borstal. El traductor nos ayuda: "En Inglaterra, se designa comúnmente con el nombre de Borstal a una institución penitenciaria para jóvenes de 16 a 23 años, donde se aplica el llamado sistema Borstal, que pretende regenerar al delincuente mediante el deporte y el trabajo".
El relato dura lo que dura la carrera en la que el muchacho está participando como favorito indiscutible de su Borstal. El director tiene puestas todas su esperanzas en él. Una ocasión idónea para dotar de prestigio y renombre a su pequeño feudo.
El muchacho nos va desgranando en su monólogo interior las claves de tanta hipocresía, de tanto cinismo, al tiempo que nos ofrece un crudo retrato social de una sociedad fuertemente estamentada en la que la working class siempre tiene asignado el papel de perdedora. La victoria en dicha carrera no dejaría de ser, en ese sentido, una victoria pírrica o ficticia.
Alan Sillitoe pertenece, al parecer, a lo que se ha dado en llamar la "generación airada" o de "jóvenes airados", de la que formó parte también, por cierto, el premio Nobel Harold Pinter: un grupo de escritores ingleses más o menos izquierdosos y comprometidos con la clase trabajadora de las barriadas industriales de la Inglaterra de los años 50.
Lo que me ha gustado de este libro de relatos de Sillitoe, ha sido lo genuino de esa voz de los personajes que retratan a los pequeños y anónimos héroes marginados y oprimidos por las clases opulentas que manejan el cotarro. El autor habla como si fuera uno de ellos realmente y como lector no aprecio impostura alguna, sino una comunión total y absoluta con el modo de pensar de esos representantes de esa clase social a la que da voz en sus relatos:
"Me están entrenando para el gran día de los campeonatos, el día en que todos los duques y sus mujercitas, con sus caras de cerdo y sus narices llenas de mocos vienen y nos sueltan discursos diciendo que el deporte es la actividad adecuada para devolvernos a la vida honrada y para mantener alejadas las yemas de nuestros dedos de las cerraduras de sus tiendas"
En este volumen de nueve relatos encontramos padres maltratadores (como el que sufrió el propio Sillitoe), borrachuzos, matones de barrio, ladronzuelos, hombres fracasados y muchos niños, niños pobres pero felices.
Porque la infancia -y cierta grandeza y dignidad en la miseria- parece ser el único refugio o consuelo o redención de la pobreza. Lo mismo opina Albert Camus en su prólogo a "El revés y el derecho":
"En cualquier caso, aquel calor hermoso que imperó en mi infancia me vedó cualquier resentimiento. Vivía con apuros, pero también en algo así como el deleite. Sentía en mí fuerzas infinitas: sólo hacía falta encontrar un punto en donde aplicarlas. No era desde luego la pobreza la que obstaculizaba esas fuerzas; en África, el mar y el sol son gratis. El obstáculo estaba más bien en los prejuicios o en la necedad"
Y cuando alabo el mérito de Sillitoe al encontrar una voz genuina y verosímil en sus personajes no creo justo escatimárselo arguyendo que su propio origen social -el de la clase obrera- hace evidente y obvio el asunto.
Pues entre el Sillitoe niño y el Sillitoe adulto y escritor hay toda una vida de cambios y estragos.
Y el propio escritor confiesa esta metamorfosis personal en el último relato de este volumen, titulado "Ocaso y caída de Frankie Buller", en el que el protagonista se llama, precisamente, Alan.
Este último relato es un homenaje a Frankie, matón de barrio y jefe de la pandilla, líder indiscutible entre los alevines del barrio, experto en dirigir batallas de piedras y palos; que no llegó a nada.
El protagonista, tras haber rememorado aquellos tiempos dorados de infantil pobreza encabezados por la imagen pletórica del grandullón Frankie Buller, se encuentra diez años más tarde con él:
"Desde los días en que dirigía su batallón con la tapa del cubo de basura y la lanza y hacía despiadadas incursiones realizadas a piedrada limpia, no sólo ambos habíamos crecido siguiendo caminos diferentes sino que, a Frankie, le había ocurrido algo que yo ignoraba. Habiendo salido de la misma clase social y, podríamos decir, de la misma infancia, tenía que haber existido entre nosotros una raíz común por la que se nos recnociera, a pesar de que la vegetación que nos revestía se hubiese retraído un poco ante las respectivas diferencias de sombra y tonalidad. Pero no existía ningún punto de contacto y yo, poseído de eso que en el mundo en que había ingresado se llama sensibilidad acusada, comprendí que el hecho se debía tanto a algo que había en Frankie como a lo que había en mí.
-¿Cómo te va últimamente, Frankie? -le pregunté recreándome en el uso del tono de antes, aunque sabía que ya no tenía derecho a emplearlo".
En este pasaje el autor no se limita a dejar constancia de la propia transformación, sino que da a entender que ello supuso de algún modo una suerte de traición. Más explícita aún encontramos esta idea en las primeras páginas del mismo relato, en las que el narrador contempla su nutrida biblioteca y se lamenta:
"Son cosas que han pasado a formar parte de mí, una vegetación que ha crecido para cubrir el vástago desnudo de mi personalidad real, lo que era yo antes de haber visto esos libros o incluso otros. Más de una vez quisiera arrancarlos de mí uno por uno, desterrar sus sombras de mis labios y de mi corazón, extirparlos limpiamente de la selva de mi cerebro con un escalpelo. Imposible. No se puede dar cuerda al revés al reloj que descansa con su mueca burlona en la repisa de mármol. Ni siquiera es posible aplastarle la cara y olvidarlo".
No, amigo Alan, es imposible. Ya lo hemos dicho a menudo en este blog: nada permanece. Por eso creo que la oculta -acaso inconsciente- intención de Alan Sollitoe en los relatos que componen el vólumen de "La soledad del corredor de fondo" no es otra que la de saldar su deuda con su pasado, con su antiguo yo, con aquel mundo de pobreza urbana y heroica grandeza de esos personajes que pueblan sus conmovedoras páginas.
Metiéndose en la piel de todos ellos su escritura ha conseguido conjurar aquel tiempo perdido y hacerle creer, por un momento, que no hubo cambio ni devastación.
No me gusta acabar un libro y no hacer una especie de balance interior o revisión retrospectiva. Y como me ha faltado tiempo para hacerla con cierta calma, he ido postergando la lectura de las últimas páginas del conjunto de relatos que incluye el volumen titulado "La soledad del corredor de fondo".
El primer relato es el que da el título al libro, aparte del más largo (60 páginas). Probablemente también el más conocido, debido a la película. Cuando este verano fui a la librería "El puente" con hambruna literaria, no conocía ni el libro ni la peli, aunque el título me resultaba vagamente familiar, como si lo hubiera leído recientemente en el Babelia. Pero lo que me decidió a comprarlo fue -junto a lo sugerente del título- la foto de la portada, esa estética a lo "Carros de fuego".
Quizás el deporte con el que más vinculado estuve durante mi adolescenca fue el atletismo. Todavía algunos amigos me llaman, en broma, "Tres mil", en referencia a la única carrera en la que llegué primero (los 3.000 metros lisos: 7 vueltas y media a la pista del Estadio de La Manzanilla, sito en La Laguna). Los entrenamientos eran duros. Tanto aquellos en los que la compañía del resto de corredores del CEAC (Club Escuela de Atletismo de Tenerife) los hacía más amenos y soportables, como aquellos en solitario, sin más compañía que el flip-flap-slop-slop de las acompasadas zancadas o -más tarde- la música del MP3.
Siempre he sido más de deportes individuales que de equipo. Siempre he encontrado reconfortante la soledad. En el atletismo sólo cuentas tú. Todo depende de cuánto hayas entrenado, de cuán resistente y veloz seas, de cómo te encuentras el día de la carrera, de qué estrategia desarrollas. Los otros apenas cuentan.
El título del libro me pareció un acierto y quien lo hubiera inventado sabía de lo que hablaba. Pues hasta en los entrenamientos con el equipo llega un momento en que el corazón bombea demasiado fuerte como para seguir con la cháchara inicial. Entonces cada cual vuelve al mutismo de su mundo interior, vuelve a sí mismo, reconcentrado en quién sabe qué lugares y tiempo; pero en cualquier caso fuera de allí, ajeno al grupo de corredores que lo acompañan.
El año en que más solo he estado en mi vida fue sin lugar a dudas el que pasé en Francia. Ese año todavía corría. Entrenaba solo, recorriendo los húmedos y frondosos bosques de las afueras de Brive-la-Gallarde. Una especie de entrenador o profesor de Educación Física del instituto me llevó algunas veces a correr a un campo de entrenamiento militar. Creo recordar que era el único. Esto me acabó aburriendo y preferí correr por mi cuenta, entrenarme solo. Llegué a una carrera de clasificación del Departamento de La Corrèze. Y ahí quedó todo.
He pasado, por tanto, muchas horas en soledad como corredor de fondo. Y precisamente por eso el título del relato de Alan Sillitoe me pareció un hallazgo formidable, así como la técnica narrativa, en primera persona, en la que el lector se convierte en testigo mudo del torrente de pensamientos que inunda al joven protagonista durante su carrera.
Llevado por una especie de impulso ciego, leí gran parte de las 60 páginas en una tarde de octubre en la que -libro en mano- fui y volví dos veces desde casa hasta la playa de San Juan, leyendo y caminando al mismo tiempo, como un peripatético. Caminaba, pues corriendo no hubiera podido hacerlo, mientras leía el soliloquio móvil del corredor de fondo:
"Me digo a mí mismo que es una buena vida siempre que no te des por vencido ante los guardias, ni ante el resto de los dentro-de-la-ley. Trot-trot-trot. Paf-paf-paf. Slap-slap-slap, suenan mis pies sobre el suelo helado. Flis-flis-flis, según mis brazos y mis costados van rozando las ramas peladas de los arbustos. Porque ahora tengo diecisiete años y cuando me suelten..."
El muchacho que corre y piensa está cumpliendo condena en un Borstal. El traductor nos ayuda: "En Inglaterra, se designa comúnmente con el nombre de Borstal a una institución penitenciaria para jóvenes de 16 a 23 años, donde se aplica el llamado sistema Borstal, que pretende regenerar al delincuente mediante el deporte y el trabajo".
El relato dura lo que dura la carrera en la que el muchacho está participando como favorito indiscutible de su Borstal. El director tiene puestas todas su esperanzas en él. Una ocasión idónea para dotar de prestigio y renombre a su pequeño feudo.
El muchacho nos va desgranando en su monólogo interior las claves de tanta hipocresía, de tanto cinismo, al tiempo que nos ofrece un crudo retrato social de una sociedad fuertemente estamentada en la que la working class siempre tiene asignado el papel de perdedora. La victoria en dicha carrera no dejaría de ser, en ese sentido, una victoria pírrica o ficticia.
Alan Sillitoe pertenece, al parecer, a lo que se ha dado en llamar la "generación airada" o de "jóvenes airados", de la que formó parte también, por cierto, el premio Nobel Harold Pinter: un grupo de escritores ingleses más o menos izquierdosos y comprometidos con la clase trabajadora de las barriadas industriales de la Inglaterra de los años 50.
Lo que me ha gustado de este libro de relatos de Sillitoe, ha sido lo genuino de esa voz de los personajes que retratan a los pequeños y anónimos héroes marginados y oprimidos por las clases opulentas que manejan el cotarro. El autor habla como si fuera uno de ellos realmente y como lector no aprecio impostura alguna, sino una comunión total y absoluta con el modo de pensar de esos representantes de esa clase social a la que da voz en sus relatos:
"Me están entrenando para el gran día de los campeonatos, el día en que todos los duques y sus mujercitas, con sus caras de cerdo y sus narices llenas de mocos vienen y nos sueltan discursos diciendo que el deporte es la actividad adecuada para devolvernos a la vida honrada y para mantener alejadas las yemas de nuestros dedos de las cerraduras de sus tiendas"
En este volumen de nueve relatos encontramos padres maltratadores (como el que sufrió el propio Sillitoe), borrachuzos, matones de barrio, ladronzuelos, hombres fracasados y muchos niños, niños pobres pero felices.
Porque la infancia -y cierta grandeza y dignidad en la miseria- parece ser el único refugio o consuelo o redención de la pobreza. Lo mismo opina Albert Camus en su prólogo a "El revés y el derecho":
"En cualquier caso, aquel calor hermoso que imperó en mi infancia me vedó cualquier resentimiento. Vivía con apuros, pero también en algo así como el deleite. Sentía en mí fuerzas infinitas: sólo hacía falta encontrar un punto en donde aplicarlas. No era desde luego la pobreza la que obstaculizaba esas fuerzas; en África, el mar y el sol son gratis. El obstáculo estaba más bien en los prejuicios o en la necedad"
Y cuando alabo el mérito de Sillitoe al encontrar una voz genuina y verosímil en sus personajes no creo justo escatimárselo arguyendo que su propio origen social -el de la clase obrera- hace evidente y obvio el asunto.
Pues entre el Sillitoe niño y el Sillitoe adulto y escritor hay toda una vida de cambios y estragos.
Y el propio escritor confiesa esta metamorfosis personal en el último relato de este volumen, titulado "Ocaso y caída de Frankie Buller", en el que el protagonista se llama, precisamente, Alan.
Este último relato es un homenaje a Frankie, matón de barrio y jefe de la pandilla, líder indiscutible entre los alevines del barrio, experto en dirigir batallas de piedras y palos; que no llegó a nada.
El protagonista, tras haber rememorado aquellos tiempos dorados de infantil pobreza encabezados por la imagen pletórica del grandullón Frankie Buller, se encuentra diez años más tarde con él:
"Desde los días en que dirigía su batallón con la tapa del cubo de basura y la lanza y hacía despiadadas incursiones realizadas a piedrada limpia, no sólo ambos habíamos crecido siguiendo caminos diferentes sino que, a Frankie, le había ocurrido algo que yo ignoraba. Habiendo salido de la misma clase social y, podríamos decir, de la misma infancia, tenía que haber existido entre nosotros una raíz común por la que se nos recnociera, a pesar de que la vegetación que nos revestía se hubiese retraído un poco ante las respectivas diferencias de sombra y tonalidad. Pero no existía ningún punto de contacto y yo, poseído de eso que en el mundo en que había ingresado se llama sensibilidad acusada, comprendí que el hecho se debía tanto a algo que había en Frankie como a lo que había en mí.
-¿Cómo te va últimamente, Frankie? -le pregunté recreándome en el uso del tono de antes, aunque sabía que ya no tenía derecho a emplearlo".
En este pasaje el autor no se limita a dejar constancia de la propia transformación, sino que da a entender que ello supuso de algún modo una suerte de traición. Más explícita aún encontramos esta idea en las primeras páginas del mismo relato, en las que el narrador contempla su nutrida biblioteca y se lamenta:
"Son cosas que han pasado a formar parte de mí, una vegetación que ha crecido para cubrir el vástago desnudo de mi personalidad real, lo que era yo antes de haber visto esos libros o incluso otros. Más de una vez quisiera arrancarlos de mí uno por uno, desterrar sus sombras de mis labios y de mi corazón, extirparlos limpiamente de la selva de mi cerebro con un escalpelo. Imposible. No se puede dar cuerda al revés al reloj que descansa con su mueca burlona en la repisa de mármol. Ni siquiera es posible aplastarle la cara y olvidarlo".
No, amigo Alan, es imposible. Ya lo hemos dicho a menudo en este blog: nada permanece. Por eso creo que la oculta -acaso inconsciente- intención de Alan Sollitoe en los relatos que componen el vólumen de "La soledad del corredor de fondo" no es otra que la de saldar su deuda con su pasado, con su antiguo yo, con aquel mundo de pobreza urbana y heroica grandeza de esos personajes que pueblan sus conmovedoras páginas.
Metiéndose en la piel de todos ellos su escritura ha conseguido conjurar aquel tiempo perdido y hacerle creer, por un momento, que no hubo cambio ni devastación.
A todo esto, me he quedado sin comentar la película "Evil".
Ya habrá tiempo.
Ya habrá tiempo.
4 comentarios:
Suelo correr dos o tres veces por semana unos 40 ó 45 minutos desde hace no sé la de años. En la soledad del corredor de fondo, cientos de ideas que se suceden por su cabeza son de una lucidez asombrosa. Creo que es el mejor momento para reflexionar sobre las "cosas de la vida", como diría Montse. Lo malo, es que después se me olvida todo lo que he pensado. Al menos queda el beneficio físico y mental del deporte...Un fuerte abrazo, Andriu. Ricardo
Yo ahora mismo estoy inmerso en una crisis sedentaria, por un dolor en la planta del pie (una "fascitis" según el fisio). Me mandó 10 días de rehabilitación y estoy tan liado que le dije que no, que otra cosa: pastillas y hielo. Y así sigo. Cuando deje la jefatura recuperaré la salud (perdona el monotema pero comprenderás que con mi "homólogo" no pueda resistir la tentación de desahogarme, je, je).
Otro deporte para pensar en soledad nadar.
Y mi último descubrimiento, mi gran hallazgo, mi nueva fe: el yoga.
Llevo 2 meses sin practicar por lo del pie, pero en enero vuelvo, le pese a quien le pese.
Ya dedicaré algún post al asunto más adelante. Lo merece.
Un abrazo.
hola andriu, un placer haber llegado a tu blog. QUé buena la nota sobre este libro. Espero sigas coleccionando vientos. Saludos
Muchas gracias, "al ver verás". ¿Cómo llegaste? Supongo que te trajo el viento...
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