"Vivo en la calle S. Agustin nº 73 (la laguna) en una casa antigua, típica de mi localidad. La casa es grandísima, esto es un dato bastante vulgar, puesto que hay un 90% de posibilidades de que dentro de que dentro de 12 años siga viviendo aquí. El balcón de mi casa es el segundo balcón más viejo de La Laguna. El primero es el de la casa Osuna que esta al lado de la Catedral y enfrente del videoclub García. Mi padre es un entendido en casas viejas, al igual quemi tío Luis que está restaurando una cas a antigua que compró y que seguramente este verano ya se instalará allí con mi tá Blanca y mis primos Nico, Blanqui, Isa, Luis"
Para un niño, nada más natural que comenzar por la casa, por el hogar. Es probablemente el dibujo más repetido entre quienes por primera vez cogen unos "creyones", unas ceras o un juego de témperas para retratar la realidad circundante: una casa, con sus ventanas y sus puertas, con su chimenea humeante, con su sol en lo alto y su árbol frutal.
Hace poco leí una novelita espléndida en la que, pese a estar narrada en tercera persona, todo lo que se nos cuenta procede del punto de vista del protagonista, Bruno, un niño de nueve años. Su familia se traslada desde Berlín hasta un lugar insólito, desconocido y sórdido. Y para expresar el desasosiego y extrañeza del cambio Bruno empieza, también, por la casa; describiendo y recordando la vieja casona familiar de Berlín y comparándola con este nuevo y enigmático lugar en el que ingresa.
Para el niño de 12 años que era yo al escribir esta "carta al futuro" aún más natural era comenzar por la casa. Hacía sólo dos años que nos habíamos mudado y posiblemente aún no había terminado de acostumbrarme a las nuevas dimensiones de todo.
Un poco después, entrado ya en la pubertad, o un poco antes, llegaría a avergonzarme de ella. Le diría a mis padres que yo lo que quería era vivir en un piso, como todos mis amigos: en un piso con ascensor. Y es que hay una época en la que nos avergonzamos de todo: de la casa pequeña, por ser tan pequeña, y de la grande, por ser tan grande; de la piel morena, por ser tan morena, y de la piel clara, por ser tan clara; del apellido raro, por ser así de raro, y del apellido común, por ser tan común; de ser tan bajitos y de ser tan altos; de ser tan flacuchos y de ser tan gordos... Es esa época en la que más que nunca nos aterra el ser o creernos diferentes.
La casa de mis padres, mi casa, ha ido ganando con los años valor económico y sentimental. La compraron por 17 millones de pesetas. Vendiendo la casa de Guajara por 16, sólo tuvieron que pedir un millón al banco. Quien la ha visto y escucha la anécdota no termina de creérsela. Yo lo sigo contando, para que sepan que pese a lo que pudiera desprenderse de la visita a este pequeño palacete, somos gente normal.
Para un niño, nada más natural que comenzar por la casa, por el hogar. Es probablemente el dibujo más repetido entre quienes por primera vez cogen unos "creyones", unas ceras o un juego de témperas para retratar la realidad circundante: una casa, con sus ventanas y sus puertas, con su chimenea humeante, con su sol en lo alto y su árbol frutal.
Hace poco leí una novelita espléndida en la que, pese a estar narrada en tercera persona, todo lo que se nos cuenta procede del punto de vista del protagonista, Bruno, un niño de nueve años. Su familia se traslada desde Berlín hasta un lugar insólito, desconocido y sórdido. Y para expresar el desasosiego y extrañeza del cambio Bruno empieza, también, por la casa; describiendo y recordando la vieja casona familiar de Berlín y comparándola con este nuevo y enigmático lugar en el que ingresa.
Para el niño de 12 años que era yo al escribir esta "carta al futuro" aún más natural era comenzar por la casa. Hacía sólo dos años que nos habíamos mudado y posiblemente aún no había terminado de acostumbrarme a las nuevas dimensiones de todo.
Un poco después, entrado ya en la pubertad, o un poco antes, llegaría a avergonzarme de ella. Le diría a mis padres que yo lo que quería era vivir en un piso, como todos mis amigos: en un piso con ascensor. Y es que hay una época en la que nos avergonzamos de todo: de la casa pequeña, por ser tan pequeña, y de la grande, por ser tan grande; de la piel morena, por ser tan morena, y de la piel clara, por ser tan clara; del apellido raro, por ser así de raro, y del apellido común, por ser tan común; de ser tan bajitos y de ser tan altos; de ser tan flacuchos y de ser tan gordos... Es esa época en la que más que nunca nos aterra el ser o creernos diferentes.
La casa de mis padres, mi casa, ha ido ganando con los años valor económico y sentimental. La compraron por 17 millones de pesetas. Vendiendo la casa de Guajara por 16, sólo tuvieron que pedir un millón al banco. Quien la ha visto y escucha la anécdota no termina de creérsela. Yo lo sigo contando, para que sepan que pese a lo que pudiera desprenderse de la visita a este pequeño palacete, somos gente normal.
Al principio la casa me asustaba: fría, oscura, fantasmal, llena de crujidos nocturnos de la madera que hacían pensar en espíritus celosos de los nuevos y jóvenes inquilinos. También la consideraba una impostora: la culpable de haber vendido la casa de Guajara, que identifico con mi infancia de carreras de bicis, de cumpleaños dichosos, de cuarto de juegos, de C.P.I. (Club d Policía Infantil), de gamberradas sin fin.
La idea me pareció inconcebible. Tras más de diez años de reformas, de evolución del mercado inmobiliario y de revalorización colectiva de las casas viejas del casco antiguo de La Laguna, el precio de una posible venta se había multiplicado por mucho.
Pero esa casa se había convertido para todos, y quizás fundamentalmente para los niños, en la casa. Ahora que dos tercios de mi vida (veinte años) se han desarrollado allí, el valor sentimental de esa casa cuyo balcón es el segundo más viejo de La Laguna (dato que me dicta mi yo de 12 años, pero que no he podido confirmar aún) tiende cada vez más al infinito. Ahora que cada rincón de la casa guarda un recuerdo, ahora que me he hecho amigo de esos espíritus celosos, ahora que me conoce la casa tanto como yo a ella, pues me ha visto jugar y estudiar y reir y llorar y leer y escribir y cagar y follar y soñar y crecer, ahora, qué va, ¡¡¡no!!!, la idea resulta realmente inconcebible.
Ya no existe el videoclub García. Ni tampoco vivo en San Agustín 73. En torno a los 24 años (pese al 90% que calculó mi yo de 12 años) dejé de vivir en Tenerife, con mis padres.
Pero si tuviera que reescribir ahora otra carta al futuro, no podría dejar de hablar de esa casa grandísima, antigua y típica de mi localidad.
Pero un día que mis padres coquetearon con el amago de fantasía hipotética de venderla, me di cuenta: ¡¡¡No!!!.
La idea me pareció inconcebible. Tras más de diez años de reformas, de evolución del mercado inmobiliario y de revalorización colectiva de las casas viejas del casco antiguo de La Laguna, el precio de una posible venta se había multiplicado por mucho.
Pero esa casa se había convertido para todos, y quizás fundamentalmente para los niños, en la casa. Ahora que dos tercios de mi vida (veinte años) se han desarrollado allí, el valor sentimental de esa casa cuyo balcón es el segundo más viejo de La Laguna (dato que me dicta mi yo de 12 años, pero que no he podido confirmar aún) tiende cada vez más al infinito. Ahora que cada rincón de la casa guarda un recuerdo, ahora que me he hecho amigo de esos espíritus celosos, ahora que me conoce la casa tanto como yo a ella, pues me ha visto jugar y estudiar y reir y llorar y leer y escribir y cagar y follar y soñar y crecer, ahora, qué va, ¡¡¡no!!!, la idea resulta realmente inconcebible.
Ya no existe el videoclub García. Ni tampoco vivo en San Agustín 73. En torno a los 24 años (pese al 90% que calculó mi yo de 12 años) dejé de vivir en Tenerife, con mis padres.
Pero si tuviera que reescribir ahora otra carta al futuro, no podría dejar de hablar de esa casa grandísima, antigua y típica de mi localidad.
7 comentarios:
Joooo, pues yo quiero pasar unas vacaciones en esa fantástica casa de esa fantástica ciudad de La Laguna que tiene el segundo balcón más viejo de la ciudad. Un abrazo, Montse
PD: Me encantan que nos cuentes tus historias. ¿Será que soy una cotilla?
¡Vaya, ya veo que no le temes a nada, ni siquiera a esos "espíritus celosos" que habitan las casonas viejas laguneras!
Tú te preguntas: "¿Será que soy una cotilla?".
Yo me pregunto: ¿Será que soy un exhibicionista?
Creo que todos los que estamos en esto de la blogosfera nos hemos hecho ambas preguntas alguna vez.
Un abrazo.
¿Será que somos de todo un poco?, jajaja. Ahora un beso, Montse
PD: no te has dado por aludido con lo de las vacaciones y la casa, jeje.
Es verdad, pero no por nada, no creo que haya ningún problema por parte de mis padres. Son gentes muy hospitalaria, anfitriones de primera.
La cosa está en lo de las vacaciones. En cuanto tengo unas suelo aprovechar para darme un saltito a alguna parte.
Pero, oye, a Lanzarote puedes venir cuando quieras y es más probable que me cojas allí. No tengo casa abalconada pero sí una playita muy chula.
Saludos.
Era una broma pero ya que te gusta dar saltos, cuando quieras aterrizar en La Mancha aquí tienes un huequito, ok? Más saludos. Montse
Me encanta pasear por las calles del casco antiguo de La Laguna y ver sus casas y edificios antiguos. El puente de diciembre estuve allí paseando un día entero. Creo que pasaría por delante de la fachada de la casa de tus padres sin saberlo y la admiraría seguramente. Gracias por compartir estas cosas con todos/as nosotros/as. Lo que nos pasa a nosotros dos es que estamos cerrando una etapa, ya sabes tú a qué me refiero...Un abrazo. Ricardo.
Mucha complicidad hay aquí entre Andriu y Ricardo, siempre acaban diciendo ya sabes tú a qué me refiero. Pues yo también me quiero enterar, ¿sería posible?
Saludos a los dos. Montse
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