
Sea como fuere, el día estaba frío y ya habíamos estado bastante tiempo puertas adentro, así que un cine se presentó como la mejor opción: "Te voy a llevar a uno que hay cerca de casa, está de madre, con unos sofás muy grandes para sentarse; además cuesta la entrada 3 dólares menos". Me pareció perfecto; sobre todo porque echaban esa película que mi madre me había recomendado y que no había podido ver en Tyler: "The reader".
En efecto, la película me encantó. Una historia hermosa, una interpretación impecable por parte de Ralph Fiennes y de Kate Winslet, un argumento con sustancia, rico en temas y preguntas que hacerse y con las que entretenerse un rato:
¿Pueden amarse dos personas radicalmente diferentes? ¿De qué manera se aman dos amantes de edades tan diferentes: un joven principiante y una mujer ya madura, curtida por experiencias singularmente dramáticas? ¿Quién era realmente Hanna Sm

Pero, por encima de todas estas preguntas, quedó sin responderse una elemental y simple:
¿Cómo termina la película?
Y es que durante el transcurso de la misma, justo en ese momento álgido de justicia poética, en el que Ralph Fiennes vuelve a leerle a su antigua amante -ahora una anciana- toda la bibliografía con la que alimentaron ese extraño e imposible idilio de juventud, justo entonces, ocurrió lo impensable, la ruptura de la magia, el cese del tiempo, el despertar del hipnótico sueño en que consiste el buen transcurrir cinematográfico:
Se jodió la película.
Se jodió la cinta, el rollo de película, el celuloide o cómo coño se llame el carrete en que se yuxtaponen los fotogramas para conseguir la ilusión del movimiento. Tras un extraño temblor de la imagen, tras una súbita e insólita coloración, una luz como de llama comenzó a quemar la película hasta que ésta se quebró y se quedó inmóvil y abierta en canal, estúpidamente, cual víctima de un asesinato atroz y macabro, exhibiendo delante de todos nosotros, espectadores atónitos, unas vísceras absurdas con forma como de dinosaurio.

Tras encenderse las luces entró en la sala un joven e incomodado acomodador, quien tras disculparse y tratar de explicar lo inexplicable nos repartió un pase gratuito para otra función.
De allí salimos todos con cara de pringados, absolutamente estupefactos y desconcertados, sin saber como digerir lo ocurrido: emocionados por el espectáculo de la película consumiéndose en llamas y frustrados por quedarnos sin ver el final.
En fin, por 3 dólares menos, qué otra cosa cabía esperar.
¡Qué genuinamente auténticos son los cines añejos en América!
En fin, por 3 dólares menos, qué otra cosa cabía esperar.
¡Qué genuinamente auténticos son los cines añejos en América!
No sé qué extraño pálpito me había llevado a coger conmigo la cámara en el último momento.
Gracias a ello, pude filmar el final de todo.
Bueno, no exactamente el final: ése, nos lo perdimos.