domingo, 6 de diciembre de 2009

MaNo DuRa


El viejo había muerto finalmente y no importaba saber de qué. Silvia lo adivinó con tan solo ver aquel número de teléfono en su móvil. Su madre parecía realmente afectada al otro lado de la línea, tan solo quería que supiera que el velatorio iba a tener lugar en casa. Silvia llamó a su marido y le dijo: “Voy a ir, lo necesitamos, mañana mismo estaré de vuelta y te cuento, te quiero”. De camino al aeropuerto intentó contactar con su hermano y terminó dejándole un escueto mensaje de voz. Miró una vez más el reloj, con un poco de suerte llegaría a tiempo de coger el vuelo de las tres.

Harold W. Bloodworth se hallaba en un almuerzo en el Texas Roadhouse con la plantilla entera de la empresa. Él presidía la mesa central así que al consultar el buzón de voz tuvo que levantarse y disculparse ante todos: “Me temo que he de dejaros a medias, me ha surgido un contratiempo y debo estar en Dallas esta tarde, disfrutad del almuerzo”. A su secretaria, en un aparte, le dijo: “Ha muerto mi padre, pero no dudes en llamarme si se sabe algo del contrato con los finlandeses”.



Desde Houston solo había cuatro horas de camino hasta la casa del viejo, acaso tres y media si iba con el Lexus: por fin había surgido la ocasión de probar el nuevo juguete. Una vez en ruta se puso a pensar en su madre, qué palabras emplear. Había visto las llamadas perdidas. Podría devolvérselas ahora. ¿Para qué? En menos de cuatro horas volvería a tenerla delante y habría de hablarle de todas maneras. Se miró a sí mismo en el espejo del coche, ¿sería también ella otra persona? El campo verde retrocedía vertiginosamente a ambos lados del vehículo, era extraño asomarse y contemplar el manso ganado pastando y de pronto verlo precipitado con violencia hacia el pasado hasta hacerse minúsculo en el retrovisor. Pensó en todo aquello. La luna delantera iba atropellando intermitentemente a pequeños insectos que morían en el acto. Recordó vagamente aquellos años. Había que quitarlos de en medio; ya estaban muertos, pero sobraban allí. Presionó con firmeza el botón del limpiaparabrisas y los borró de su vista. Durante el resto del trayecto se concentró en la parte legal del asunto, ¿para qué si no este viaje a Dallas?



La viuda recibió a sus hijos en la biblioteca y de negro. El servicio había cambiado aunque llevaban todos el triste y discreto uniforme de antaño. Al otro lado de la puerta un mayordomo aguardaba de pie cualquier instrucción por parte de Mrs. Bloodworth.

-Me alegro sinceramente de que hayáis venido.

Harold y Silvia permanecieron en silencio.

-Sé que Harry lo hubiera valorado –continuó la madre-. De hecho estoy segura de que ahora mismo lo está haciendo desde allí arriba.

Silencio.

-Un padre es un padre al fin y al cabo –sentenció Harold.

-Últimamente hablaba mucho de vosotros, creedme.

Las miradas de los dos hermanos acabaron cruzándose.

-¿En qué sentido, madre? –preguntó el.

-¡Oh, Harold, qué cambiado estas! He sabido por tu hermana que te has convertido en un gran empresario, en un hombre de negocios.



La mirada de la vieja era vidriosa y de un azul más limpio que cuando era joven. Sus ojos estaban fijos en él pero parecían atravesarlo y estar contemplando algo situado más allá de su voluminoso cuerpo.

-También le conté que cada día estabas más calvo y más gordo –dijo Silvia, guiñándole un ojo a su hermano.

Mrs. Bloodworth alargó su brazo, le tomó la mano a su hijo y éste se dejó.

-Un hombre de negocios –repitió para sí misma- como tu padre… Él estaba orgulloso de ti después de todo. Eres un hombre, Harold.

-Soy un hombre ya, madre. ¿Dónde está él?

-En la capilla.

Los tres se quedaron callados. El reloj de cuco seguía en el mismo lugar de siempre, frente a la chimenea, sobre la estantería repleta de libros de contabilidad y la enciclopedia ilustrada, marcando, con monotonía y regularidad anticipada, los segundos, siempre idénticos.

-¿Se sabe algo del notario? –preguntó Harold. Y al mirar a su hermana supo que tampoco ella sabía nada.

Pero la madre no pareció oírle, porque respondió:

-Está en la capilla: vayamos a verle.


En el fondo del jardín, separado de las canchas de tenis por una pared oscura de tupido seto, se levantaba un templete de adustas curvas neoclásicas. Era la capilla en la que aguardaba expectante el cadáver notable de Harold Bloodworth. El interior estaba en penumbra y la madre se adentró con pasos lentos y como un lazarillo fue arrastrando a sus dos hijos hasta el fondo de la estancia. Los hermanos avanzaban de la mano y también les pesaban los pies. Hacía frio. Poco a poco la luz de un gran candelabro macizo que colgaba de lo alto fue descubriendo de pies a cabeza el cuerpo rígido y crispado del padre. La viuda lo miró a la cara. Silvia Bloodworth se apretó contra su hermano y éste dio un paso al frente, junto a su madre. Las manos del padre seguían siendo, después de muerto, duras y rugosas como los nudos de un roble. Silvia se estremeció y Harold reaccionó a este movimiento con cierta brusquedad, como quien esquiva un golpe. La madre posó entonces su mirada aguada sobre sus dos retoños y los vio por fin, ahora sí, tal y como los recordaba.

-Salgamos, es suficiente –susurró.

Una vez fuera, Harold se pasó el dorso de la mano por los ojos, la luz del jardín lo cegaba. Ya recompuesto, se dirigió a su madre:

-¿Qué hay del notario?

-Harold, querido, tranquilízate. Vendrá esta tarde. Ni yo ni tu hermana sabemos nada todavía. Pero de algo puedes estar seguro: él te quería.

-Veremos.


6 comentarios:

Anónimo dijo...

Frecuente forma de evaluar el amor, me temo.Pero no estoy muy de acuerdo con Harold. Puede que el vieji le amase un montón pero decidiese no dejarle un chavo precisamente porque conoce y valora las cualidades de su hijo y sabe que no va a necesitar la herencia, que es plenamente capaz de apañárselas solo. ¿Por qué esa manía de que la justicia es dar a todos lo mismo y no a cada uno lo suyo?
Pues para estar liadilla me estoy entreteniendo bastante.
bye,
Rbc

Anónimo dijo...

En cualquier caso a este Harold lo que habría que darle es un buen capón, porque parece un capullo...
rbc

Andriu dijo...

Su padre le dio ya muchísimos capones de pequeño... pero me temo que esto no lo he dejado lo suficientemente claro en el texto.

Un abrazo navideño.

Anónimo dijo...

Sí que había quedado claro, por lo menos es lo que se interpreta cuando Harold responde como sorteando un golpe y la madre ve en ese semblante al hijo que fue. Algo así, ¿no? ¿o es que mi café es alucinógeno?
buen fin-de PRE-navideño (Dios, qué coñazo)

Anónimo dijo...

La navidad, no tu hª (por lo del coñazo)

Andriu dijo...

Rbc: of course, ese es uno de los indicios, también sus manos rugosas y duras como robles. Está todo muy implícito, posiblemente demasiado.

Un abrazo.