

Pensaba que este post iba a tener un enfoque gremial, que iba a tratar fundamentalmente de la escuela española ayer y hoy, de cómo en tan poco tiempo -de nuevo el tiempo- había cambiado tanto la enseñanza en nuestro país.
de mi abuela: "al encerado"). El resto de niñas se daban cuenta de este favoritismo, que a mi abuela no le hacía pizca de gracia, imaginando a sus espaldas la libidinosa mirada del profesor desde el fondo de la clase. Tanto era así, que un día mi abuela se plantó y al sentenciar el profesor, como cada día: "Señorita Socorro, salga al encerado a resolver los ejercicios", armándose de valor, le espetó: "Pues mire, no. No voy a salir, porque estoy cansada de ser siempre yo quien lo haga". Un silencio gélido recorrió toda la clase, como el que durante unas centésimas de segundo precede a una explosión, a una caída, a un accidente de coche. Aquel desafío al profesor podía suponer lo peor: la expulsión. Y sin embargo, lo que ocurrió entonces fue lo siguiente: ¡¡taack!!... El ruido sobresaltó a todas las alumnas, empezando por mi abuela. Había sido el profesor que, despechado, había lanzado desde la última fila de pupitres su tiza contra la pizarra con todas sus fuerzas y, acto seguido, había recogido sus cosas y había abandonado el aula.


n arquetípica e ideal del país que le gustaría que fuera España y que me malicio coincide bastante con el florido pensil que invocaban cara al sol y con la camisa nueva todos los que, henchidos de orgullo y fanatismo, tanto gritaron: ¡Arriba España!.
e fascinó comprobar cómo el personaje que interpreta Ignacio Villa en "59 segundos" no tiene nada de impostura ni artificio, pues fuera de plató resulta ser tan repulsivamente jesuítico como frente a las cámaras. Nacho Villa siempre me ha parecido -cuando lo he visto en los debates de "59 segundos"- como el perfecto demagogo, un tipo inteligente pero incapaz de entender el diálogo como un intercambio de posturas enfrentadas en el que el interés por alcanzar la verdad (aunque ésta fuera relativa) no cuenta nada frente a lo realmente importante: convencer y ganar, aun a costa de una suprema falsificación de la realidad o -como le reprochaba Platón a los sofistas- aun a costa de "hacer más fuerte el argumento más débil". Al parecer, según nuestro amigo periodista, quien maneja todo el cotarro en la COPE es Nacho Villa, y no Federico, como piensa mucha gente.
asa traté de encontrar en google una solución al dolor de huevos. La contención y la tentación no eran buenas compañeras de viaje; al final, si el asunto se demoraba mucho y la chica no soltaba prenda, todo acababa en un dolor sordo y agudo, como de ejambre, ahí abajo.
to a minuto la resaca, llegué al Retiro. Aquello era una fiesta: domingueros de sábado, parejas de enamorados, ciclistas, patinadores de gimnasio, caricaturistas, brujas del tarot, negros ofreciendo costo y gitanas ramas de romero. En la hierba se dormitaba, se tomaba sol en bañador o se entregaban las parejas al exquisito pasatiempo de las carantoñas, los arrumacos y las metidas de mano.
una escalinata, de cara al lago, contemplando las torpes maniobras de las barcas, bronceando su blanca piel, pensativa -quién sabe-, abstraída -quizás-: rubia y bella y sola.
e y tres días después, aunque sólo fuera para evitar en ella y en mí la incómoda sensación de quedar con un desconocido para acabar bostezando y existiendo frente al otro sin nada que decirnos, como un matrimonio malogrado. Lo cierto es que todo fluyó y ninguno de los silencios fue incómodo. Accedió a todos mis juegos y atrevimientos. Accedió a una breve instrucción en mi rudimentario conocimiento del yoga, dejándose tocar su muslo y su vientre cuando la corrección de una postura exigía mi pedagógico contacto. Accedió a dejarme ser jardinero de su ombligo, construyéndole allí, en su centro umbilical, un secreto Versalles con
briznas de hierba, deseo contenido y risas por su parte que amenazaban con dejar mi ensayo de domesticar en su ombligo la naturaleza en un estado de destrucción tal como no se recordaba desde el histórico terremoto de Lisboa. Accedió a que la fotografiara, de frente y de perfil; y a que hiciera un herbario digital con cada una de las plantas -bueno, casi- que conformaban su femenina vegetación: ojos, boca, pelo, manos, pies... y esos sugerentes zapatos blancos sobre verde en poética y evocadora actitud. Accedió a que recorriera su brazo desde la mano hasta la frente con una brizna de césped primero y con una moneda de 10 céntimos después, inventando un relato justificador para cada ocasión; y se rió con él, aunque mirando para otra parte, para evitar que me abalanzara sobre ella y la besara; se rió y disfrutó -creo- con ese alpinista infatigable que remontaba su frontis por el conducto de su brazo y por el acantilado de su cuello hasta alcanzar y conquistar la sima de oro de su pelo.
ionado o intoxicado por el recuerdo de las promiscuas páginas de Trópico de Capricornio, en las que el propio Miller o cualquiera de sus compañeros de viaje conseguía echar un polvo con la facilidad con la que el común de los mortales alcanzaba, fuera del universo literario en que se inscrible el bautizado por Miller "País de la jodienda", a respirar.
Respuesta de andriu: A las 9. Te animas?
A las 20:20 Henrike contrataca: Me parece mejor si quedamos mañana a las siete algo así. No estoy informa! Beso
Y andriu de nuevo: Como quieras. Me tomaré esta noche una copa de vino a tu salud. Mañana espero verte ya totalmente recuperada.
Al día siguiente me citó a las ocho de la tarde en el Bo Finn, el típico Irish Pub con suelos, paredes y techos de madera en el que en cada mesa una cesta de mimbre con papas fritas aguarda al cliente sediento de cerveza y en el que el camarero te pide que pagues la consumición por adelantado. Tardé unos minutos de más en plantarme allí, en Velázquez esquina Diego de León. Acudía radiante y optimista a mi cita, tarareando una canción de Sabina acorde con la ocasión y fantaseando con lo humano y lo divino, feliz al recorrer las calles de una ciudad en la que la gente se daba cita en la intersección de dos calles: Velázquez con Diego de León era a Madrid lo que la calle 12 con la Quinta avenida era a Nueva York o la rue Monge con le Boulevard St-Germain era a París. Me explico: nadie en Arrecife de Lanzarote quedaba, pongamos por caso, en la calle Ingeniero Paz Peraza esquina con Jacinto Borges. Pensamientos de esta guisa me escoltaban en mi periplo hasta el Bo Finn, del que aún dudaba si sería un bar, un supermercado o un motelito en el que furtivas parejitas perpetraban sus clandestinas infidelidades. Resultó ser lo primero. Allí estaba ella, sentada en un taburete de madera (como todo lo que nos rodeaba allí dentro) y al recordarla hoy tal y como se me presentó esa noche -serena y muda, blanca y bella- no he podido menos de establecer una asociación de ideas entre la vaca blanca de la leyenda y mi mansa Henrike.
Aquella cita fue la más soporífera y estéril de cuantas nadie haya tenido la desgracia de soportar. Aquellas fueron las dos cervezas más largas de mi vida. Henrike ya había cenado así que mis perspectivas de cena romántica y luego copa en su casa se fueron al traste. Ignoraba que no había quedado conmigo frente a su casa para invitarme a ella sino para salir escopetada -y sola- cuanto antes. Se encontraba mejor de la resaca. "¡¿Sólo mejor?! -pensé para mis adentros- ¡pero si hoy es martes y te emborrachaste el sábado!". He de reconocer que seguía estando muy guapa. Se había pintado los ojos, aunque no necesariamente para la ocasión: ya los llevaba discretamente pintados la tarde del sábado en el Retiro. Pero pese a encontrarse mejor, seguía muy callada. Recordé aquel post acerca de la virtud del silencio de Natalia Porcel. Estaba de acuerdo en su esencia con todo aquello. Y por eso mismo me sentía como un tonto al tratar de tapar con mi palabrería hueca todos aquellos silencios. En mi monológica desesperación me vi abocado a recurrir a topicazos de la guisa de "¿Qué música te gusta oír?" o "¿Cuál es tu color favorito?". Cuando Platón dijo que "El sabio habla porque tiene alguna cosa que decir; el tonto, porque tiene que decir alguna cosa" se estaba refiriendo a mí con este último.
Poco a poco el hechizo se rompió y se esfumó el encanto y magnetismo de la insípida rubia. Ortega y Gasset describe en uno de los textos más bellos y acertados que he leído de él (Estudios sobre el amor) el proceso del enamoramiento con la metáfora de la cristalización. El enamorado construye o inventa una imagen del ser amado que es bella y perfecta como esa filigrana de cristal de hielo que la naturaleza construye en invierno: lo idealiza. Pero el tiempo acaba por derretir el etéreo y frágil aderezo y nos hace ver de nuevo al ser amado sin el manto de fino cristal con el que nuestra anhelante imaginación lo tenía cubierto. En el Bo Finn el proceso de cristalización que mi imaginación había operado sobre aquella planta exótica hallada en el Retiro, la alemana Henrike, tomó su camino de retorno, se invirtió, desmitificándola. No coincidíamos en nada. Nos reíamos a destiempo, y de cosas diferentes; cada uno pertrechado de registros humorísticos divergentes y excluyentes. No coincidiamos en opiniones, en aficiones, en actitudes ante la vida; ni siquiera en colores favoritos.
-Henrike, ya no me gustas. ¿Qué hago yo aquí? -pensé.
Me entró hambre, eran ya casi las 10:30. Le propuse salir a comer algo; ella podría ayudarme tan solo, si no se animaba a recenar. Al final acabó recenando. Tras pagar yo la cuenta (aunque ella había comido tanto como yo, la idea había sido mía) me percaté de que en los últimos tres días yo había pagado siempre y ella no había hecho ni un gesto para pagar ella o a medias ni tan siquiera me había dado nunca las gracias. Yo había pagado las coca-colas en el Retiro, las entradas a esa bazofia de Bourne, las cervezas en el pseudo-pub irlandés y las micro-tapas de un restaurante ultramoderno, pijo y vacío. No, no era como rezaba Platón: no eras tonto, andriu; eras, fuiste, más bien ¡gilipollas!.
La acompañé hasta el portal de su casa, mucho antes de que a Cenicienta empezara a rondarle por la cabeza la idea de que su flamante carruaje iba pronto a convertirse de nuevo en una simple calabaza. No me apetecía besarla pero tampoco irme sin un beso. Así que se lo dije: "La verdad es que me apetece besarte". Siempre me había llamado la atención aquella idea de Eusebio Poncela en "Martin H" de que a él no le gustaba follarse los cuerpos sino las mentes: "Follarse las mentes, H, hay que follarse las mentes". Ahora quería refutar a Poncela a partir de ese beso que le pedía a Henrike. No me atraía para nada su mente, pero acaso el misterio de la carne podría encender de nuevo ese mecanismo abortado, ese magnetismo pretérito.
Dijo que no. Dijo algo así como: "Hombres..." y un largo suspiro. Yo le pregunté si le extrañaba que después de tres días juntos me apeteciera besarla (cosa que era sin embargo falsa, aunque verosímil). Me dijo que no quería "discutir" sobre estas cosas. Y desapareció. Se la tragó su inexpugnable inmueble.
Yo me quedé con tres palmos de narices, frustrado y con innumerables incógnitas por despejar: ¿por qué quedaba conmigo? ¿no quedó claro desde el principio que mis intenciones iban desde echar un simple polvo hasta casarnos y tener una parejita de lindos y rubios retoños a los que llamarles Henrike y Enrique respectivamente? ¿por qué embarcarse conmigo en este viaje si nuestros rumbos no coincidían?... Y sobre todo: ¿Por qué no me dio nunca las gracias tras invitarla a algo? ¿por qué lo daba por sentado como la cosa más natural del mundo? ¿no se supone que son los alemanes los que se gastan sus ahorros y sacan así de la miseria al canario pobre metido a hostelero? ¿era machismo, racanería o timidez? La rubia Henrike quedará siempre por esto en mi recuerdo como un ser absolutamente críptico y misterioso...
Aquí termina esta aventura frustrada. Antes de despedirnos me preguntó que cuándo me iba de Madrid: "El martes" -le dije. Me dijo que de jueves a domingo iba a estar con una amiga que venía de Alemania. "Pues que se prepare bien la cartera" -pensé. Me dijo que quizás el lunes podíamos vernos. Quise descojonarme en su cara pero sólo acerté a replicar: "Bueno, ya veremos".
Si el lunes me llama, cosa que creo muy pero que muy improbable, pienso llevarla a cenar al restaurante más caro de Madrid (aunque tenga que ser a las 19:30 de la tarde) y cuando llegue la cuenta proceder según debería haber hecho desde un primer momentos: "Es Tanto. Dividido entre dos, sale a Cuanto por cabeza".

Le envié un sms a una amiga, para ver si quedábamos un día: "madrid en agosto! stas loco!" fue su respuesta.(Trópico de Capricornio)
Desde arriba, desde la infinita altura de los cielos, se relativizan los problemas y las penas.
Luego ardió Gran Canaria.


