sábado, 27 de octubre de 2007

cRóNiCa EsCoLaR 4

El día siguiente al robo del bolso era crucial. Por una parte, había que ser contundente y duro con los alumnos: dejarles claro que se había cometido una falta -un delito- gravísimo y que moveríamos cielo y tierra para descubrir al culpable y castigarlo con la pena capital, que en un instituto de enseñanza secundaria se resume en la temible expresión "expulsión definitiva".

Pero por otra parte, era preciso no precipitarse y jugar bien las cartas: dejar que el ladrón se confiase, bajase la guardia, cometiera un error. Por eso, no hicimos ni dijimos nada durante las cinco primeras horas de la jornada, como si nada hubiera pasado el día anterior, como si robar bolsos a profesores en el Blas Cabrera saliera gratis. Nuestro intención: que el ladrón se fuese de la lengua, que se pavoneara delante de algún compañero en el recreo, que dejara un reguero de culpabilidad a su paso en forma de potenciales delatores.

Porque en mi breve aunque intensa experiencia interrogando a alumnos he aprendido que éstos siempre mienten cuando se trata de confesar los propios pecados, pero que en el arte de la delación no se andan con chiquitas, especialmente cuando se trata de salvar el propio pellejo. La estrategia de acusar al cómplice, al que sabe, de todo el fregado, para que acabe confesando de modo pormenorizado los delitos y pecados del cabecilla, del líder o del mero lenguatrapo, me había dado siempre excelentes resultados. Así que todo era una cuestión de darles tiempo.

Pero no demasiado. El contraataque no podía demorarse eternamente. Antes de la sexta hora el adjunto de jefatura llamó a tres alumnos del curso, repetidores, escogidos certeramente por su historial del curso pasado. No sabían nada -me dijo.

(Al lector habituado a las sagas de un Poirot, de un Holmes, de un padre Brown, de un Flanagan, le extrañará que no haya estado yo en este primer interrogatorio quizás decisivo; el lector habituado o conocedor de los reclamos variados e ininterrumpidos a los que está expuesto un jefe de estudios en una mañana de trabajo cualquiera, sabrá comprender esta ausencia insólita).

Así que a última hora fuimos la directora y yo al aula de 1ºESO E, en la que la tutora y víctima del robo estaba -según lo acordado- aguardándonos. Eso era atacar con la artillería pesada: jefe de estudios y directora. Rara vez ocurría tal cosa. Si fuera jugador de RISK posiblemente hallara una metáfora idónea para este tipo de situación; no sé, atacar con tres dados, defenderse con uno o algo semejante: en una acampada a la Graciosa intentaron explicármelo unos profesionales de la materia pero la belleza del paisaje me obnubiló y sólo asimilé algunos conceptos.

Silencio sepulcral en el aula.

Discursito mío con muy muy mala leche, casi toda fingida. Los alumnos del Blas ignoran que soy una persona tímida, pacífica, relajada y hasta con sentimientos. Me ven como una especie de Musolini escolar y mi despacho como la antesala del paredón. A veces lo noto, cuando algunos alumnos se quitan rápidamente la gorra al verme al final del pasillo, cual conductores afanándose en abrocharse el cinturón de seguiridad al avistar una pareja de guardias civiles en una glorieta. Y el otro día un amigo que trabaja en un centro de menores me lo confirmó, al contarme el retrato que hacía de mí una de las internas que estudia en el Blas: "Buff, tiene una mala leche, y pega unos gritos, cuando aparece en los pasillos todos nos apartamos". Mi amigo decía "sí" como los locos, pero en el fondo estaba descojonado y no podía creer que era de mí de quien hablaba la alumna. Él, que conoce mi dulce pachorra; él, que sabe cuánto cuido la voz y cuán insólito es verme alterarado y mucho menos gritando; él, que sabe cuán patético, risible y susceptible de perderme el respeto y de no tomarme en serio puedo llegar a ser. Él estaba perplejo al contrastar la persona y el personaje, el amigo y el jefe de estudios, el Doctor Fajardo y su horrible metamorfosis en horario escolar.

La directora me secundó, enfatizando ella la gravedad del asunto y yo la dimensión punitiva del mismo, salpicadas con argumentos y comentarios de carácter algo más pedagógico y menos policial, que apelaban no tanto al miedo y a la exaltación de los bajos instintos que éste desata cuanto a consideraciones morales más encomiables: el profesor de ética que hay en mí secuestra y amordaza a menudo al jefe de estudios cabrón.

Pero tras los discursos había que actuar, que pasar a la acción y comenzar a aplicar un plan de choque. Primera medida: todos castigados sin recreo por un tiempo indefindo. Justos pagan por pecadores. Pese a lo dicho, esta medida no puede aplicarse indefinidamente. En primer lugar, porque hace falta alguien que se quede con los alumnos durante tantos recreos; y ello no es fácil. En segundo lugar, porque los padres pueden -con razón- protestar. Y en tercer lugar -por utilizar argumentos de mayor calidad moral- porque que los justos paguen por los pecadores es, sencilla y llanamente, injusto.

Injusto -protestaba en mi fuero interno el profesor de ética- pero efectivo -respondía el maquiavélico jefe de estudios. En efecto, nadie es chivato vocacional. Al contrario: uno de los peores estigmas o sambenitos que te pueden colgar siendo alumno hoy y siempre es -junto al de pelota- el de chivato de mierda. No obstante, cuando las cosas se ponen feas, cuando es el bocadillo y el aire puro y libre de la media hora en el patio del recreo lo que está en juego, la cosa cambia, las lealtades se desarman, los principios se relativizan... Sí, es triste este trabajo y te mancha las manos: hay que forzar a los amigos y compañeros de clase a delatarse unos a otros mediante chantajes y deshonestos ardides, sólo porque la causa lo merece.

Pero cuesta al principio. Todos callan. Hay que facilitar el proceso. Hay que propiciar la delación silenciosa y cobarde, siempre más fácil. Para ello repartimos un folio en blanco a cada uno, para que escribieran en él absolutamente todo lo que supieran acerca del robo: lo que habían visto, lo que habían oído, lo que sabían, lo que sospechaban. Si eran sinceros y decían toda la verdad, no tendrían nada que temer. Si por contra se les congía en falta mintiendo, el veredicto era claro: expulsión definitiva.

-Profe, y si yo no sé nada ¿qué pongo?
-Profe, yo no ví nada ¿qué escribo?
-Ustedes pongan todo lo que saben. Y si no vieron ni oyeron nada, lo escriben: "Yo no vi nada, ni he oído nada n sospecho de nadie".
-Profe, pero es que yo no sé nada.

Quien haya impartido clase a criaturas de 1º ESO sabe de lo que hablo.

De modo paralelo a la recogida de información a través de las declaraciones escritas de los alumnos, procedí a un interrogatorio oral. A veces, el contexto del aula, con todos los alumnos presentes, confunde y oscurece el caso; otras veces, ocurre al contrario: salen a la luz las contradicciones y las mentiras.

Primera pregunta: ¿estaban todos los alumnos del grupo en clase ayer? ¿falta hoy alguien?

-Sí estaban todos. Y hoy falta Orlando -responde la tutora y algún alumno.

Orlando es un niño de P.T. (pedagogía terapéutica), es decir, con N.E.E. (necesidades educativas especiales): esta profesión está llena de siglas y tecnicismos de esta guisa. No es repetidor, así que no lo conozco. He mirado las fichas del grupo antes de subir al aula y en la foto tiene el aspecto inocente y vulnerable que suelen tener los alumnos de P.T. No parece verosímil que sea capaz de robarle un bolso a una profesora en su primera semana de clase en un centro de secundaria. Aunque todo es posible.

Segunda pregunta: ¿estaban todos ayer sentados en el mismo sitio que hoy?

La respuesta es afirmativa, salvo algunas variaciones menores.

Muy rápidamente, empiezo a preguntarles uno por uno a los alumnos si vieron el bolso durante la hora de matemáticas o no. No les doy tiempo a pensar el por qué de la pregunta y me apresuro en llegar a Aridane, un alumno nuevo que por su aspecto y por su reacción tiene todas las papeletas: un zangalote mayor que el resto de alumnos, con gorra y algún piercing, que nada más haber comenzado la directora y yo a hacer acusaciones a distracción se ha sentido aludido (acaso por una mirada) y ha dicho: "A mí no me miren, que yo no he sido".

Su amigo Brandon se sienta detrás suyo. Ambos parecen, junto a Maicol, los nuevos líderes, en competencia con los más duros y gallos de los repetidores: Diego y Steven.

Las tres chicas que se sientan delante del pupitre en el que la profesora dejó el bolso dicen que lo vieron allí durante toda la hora, así que tuvo que llevárselo alguno de los alumnos al final de la clase, tras tocar el timbre y salir todos en tropel.

En mi vertiginosa encuesta , como era de esperar, los alumnos situados cerca de la esquina derecha y delantera del aula, en la que se hallaba el bolso, repararon en él. El resto no se fijó. Sin embargo, Aridane y Brandon están entre los alumnos que no lo vieron. Interesante resultado. ¿Acaso es creíble que un alumno como Aridane (ya había tenido algún encontronazo con él en los pasillos por estar gritando y alborotando) no se fijase en el bolso, no lo viera, pese a estar sentado en el medio del aula en la segunda fila? Lo mismo cabe decir de Brandon.


No obstante, otros alumnos con "mejor pinta" que estaban sentados también relativamente cerca del bolso, tampoco lo vieron. No obstante, la pinta de los alumnos -como la de los profesores, o los jefes de estudio- no siempre se corresponde con cómo son realmente.

Steven dice algo interesante: que vio al salir de clase cómo Orlando subió las escaleras hacia la tercera planta. Fue allí donde la señora de la limpieza encontró el bolso. Eso abre dos posibilidades, dos hipótesis alternativas:

a) Steven dice la verdad y por lo tanto su testimonio es clave como testigo para acusar a Orlando del robo.

b) Steven miente y se inventa algo que no vio para echarle la culpa a alguien que no puede defenderse porque no ha asistido a clase.

Entonces Aridane salta y dice que eso no es verdad, que Orlando se fue con él, que los dos bajaron las escaleras juntos porque el padre los viene a recoger siempre a los dos. La inesperada filiación de ambos hace del hasta el momento inocente y cándido alumno de P.T. un posible sospechoso. Solo no, pero con la ayuda e instigación del espabilado Aridane resulta creíble la historia. Parece natural que este último trate de defenderlo públicamente. Primero, porque son amigos. Segundo, porque si cae Orlando, es muy posible que también caiga él.

Toca el timbre, sin que Aridane y Steven hayan salvado sus diferencias: uno de los dos miente.

Abandono el aula con la certeza subjetiva pero indemostrable de que es Aridane el artífice del robo. Orlando puede o no estar involucrado. En cualquier caso es su amigo. Y su coartada para afirmar que no subió las escaleras de la tercera planta, en donde se encontró el bolso, sino que las bajó con su amigo Orlando, rumbo a casa. La directora sale con la misma impresión.

No obstante, trato de poner un poco de orden en todo lo que han dicho y omitido los alumnos... Steven insistió en el dato de que vio a Orlando subir las escaleras, no como un dato anecdótico sino inculpatorio y decisivo: es decir, sabía que el bolso había aparecido en la tercera planta. De otro modo, su observación habría sido absolutamente irrelevante. Pero he aquí algo crucial: ¿cuándo, en qué momento les dijo la directora dónde se había encontrado el bolso? ¿no fue acaso después de la intervención de Steven? Francamente, no lo recuerdo, aunque se trata de algo fundamental. Si la directora no había dicho nada aún, la intención incriminatoria de su intervención sólo podía tener una explicación: que Steven sabía algo que sólo el ladrón podía saber.

Al día siguiente les pregunto a la directora y a la tutora, por separado, que si recuerdan en qué momento reveló la primera el lugar del hallazgo. Ambas coinciden en que creen que fue después de que Steven hablara. Este "creen", este "puede", este margen de incertidumbre, es suficiente para dejar en suspenso, en punto muerto, cualquier acusación individualizada.

Ambos, Aridane y Steven, encajan como sospechosos, junto al todavía ausente Orlando.

La madre de este último se presenta en el centro, justificando la falta de su hijo por enfermedad y diciendo que qué es eso de que están acusando a su hijo de haber robado un móvil. Aridane les ha informado de todo. La directora tranquiliza a la madre y le dice que nadie ha acusado de nada a su hijo.

Eso sí, que nos gustaría hacerle algunas preguntas el día en el que se incorpore.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Esto me recuerda a cosas que me han pasado en estos cinco años en la jefatura de estudios de mi centro. Hoy, subí a los pasillos en un cambio de clase y todos los chicos corrían a meterse en su aula cuando me vieron. Esta tarde, he abrazado a un exalumno, algo conflictivo, que me ha dicho que yo le ponía partes con mucho cariño. Me ha alegrado mucho verlo hecho un hombretón, trabajando y sacándose el práctico del coche, tras aprobar el teórico ¡a la primera!. Un fuerte abrazo, Andriu, me siento muy identificado con muchas cosas de las que escribes.

Anónimo dijo...

Sí, están la cal y la arena, ambas cosas. También he visto a ex-alumnos conflictivos por ahí y me saludan, no sé si con cariño, al menos sin rencor ni acritud. Creo que lo que recuerdan con cariño es esa época de perrerías en el cole, al que ven ya como una etapa superada, de la cual sobrevive en el recuerdo sólo lo bueno.

Un abrazo, Ricardo. Y cuidado, métete en clase, que viene el jefe de estudios...