Nunca llegué a hablarte de las tortugas ni de mis colecciones ni de Carolina. Antes de que lo abras me gustaría contártelo. Cada una de mis colecciones tiene una razón de ser, aunque desde fuera puedan parecer ridículas. A Carolina nunca le gustó una de ellas: mi colección de latas de sardinas. La había comenzado durante un viaje a Portugal que hicimos juntos. Íbamos de camping y nos alimentábamos de latas y de pan, o de bocadillos que nos hacíamos con lo que había en las latas. Era el final del verano. Y al abandonar Coimbra tuve la amarga certeza de que no volvería nunca a Portugal con Carolina. Entonces decidí no abrir nuestra última lata de sardinas, volver a España con ella en la mochila.
Meses más tarde tuve que explicarle a Carolina que había empezado a coleccionar latas de sardinas. Ya te las enseñaré: cilíndricas, ovaladas, rectangulares, las tengo de todas las formas y colores. En España apenas fabrican latas de sardinas historiadas ni hay tradición de adornarlas con motivos marineros ni de ninguna otra clase, como hacen en Portugal, en China o en Marruecos. Por eso le terminé explicando a Carolina que mis latas de sardinas eran meros souvenirs de aquellos países a los que había viajado: una especie de compendio de mi pasión aventurera.
Fue entonces que trajo a casa Carolina aquellas dos tortugas, en otro catorce de febrero: “Tengo una sorpresa este año: abre el paquete”. Eran dos tortugas de agua, pequeñas y torpes. Carolina había comprado también una isla de plástico con una palmera y un segmento de mar artificial en el que las tortugas podrían retozar y jugar a sentirse libres. Carolina me recordó mi personalidad meticulosa y detallista y me aseguró que yo sería feliz cuidando de las tortugas.
Debía darles de comer tres veces al día y cambiarles el agua cada dos. Comían vorazmente pequeñas gambitas deshidratadas que cagaban casi al instante: nunca vi digestiones tan breves. En cuanto yo me daba la vuelta el exiguo paraíso artificial en que nadaban las tortugas se llenaba de excrementos y Carolina me decía: “¿Pero no les has cambiado el agua?”.
Mi colección de latas de sardinas aumentaba a medida que crecían las tortugas. Yo le decía a Carolina: “¿Has visto ésta que me han traído de Chile? ¡Ojalá pudiéramos ir!”. Y ella replicaba: “No entiendo cómo no les has puesto nombre todavía”. Y yo: “¿Nombre a las latas?”. Y ella: “¡A las tortugas, animal!”.
Pero es que apenas podía diferenciar cuál era cuál. ¿De qué servía bautizarlas? Regordetas, viscosas, insaciables las dos, me era imposible distinguir una de otra. Mientras más comían, más engordaban y cagaban, lo que me había obligado a trasladarlas a una pecera de treinta litros de océano. Ahora cambiarles el agua no era tan sencillo. Había que cogerlas con la mano y trasladarlas temporalmente a la bañera: a veces me mordían, pues confundían mis dedos con palitos de cangrejo o trozos de beicon. Luego había que vaciar la pecera mediante baldes y un tubo de plástico por el que yo absorbía y apartaba mi boca antes de que me llegara el torrente de agua pútrida y caca de tortuga. Finalmente con un estropajo y detergente limpiaba las paredes enmohecidas de la pecera y volvía a llenarla con otros treinta litros de agua pura. Carolina me daba un casto beso en los labios al final de toda esta operación.
Pero yo seguía entusiasmado con mi colección de latas de sardinas y ella no me lo perdonó: Perú, Brasil, Suecia, Nigeria, Turquía, Filipinas… Así que un día al regresar de un fin de semana en casa de mis padres me encontré con que Carolina había regalado todas mis latas de sardinas a las monjas descalzas del convento de las Catalinas. En una nota me había dejado escrito: “No puedes irte y desentenderte de las tortugas, ya hablaremos”. Pero no hablamos. Yo tenía guardada aparte mi primera lata de sardinas, la de Coimbra. Las dos tortugas seguían vivas pero tenían hambre, mucha hambre. Decidí abrir la lata y darles una sardina. Llevaban dos días sin probar bocado. Dos sardinas. Daba gusto verlas engullirlo todo sin masticar. Tres sardinas. Mis tortugas eran insaciables. Cuatro, cinco, seis sardinas. Les di toda la lata y se lo comieron todo sin rechistar. Cuando volvió a casa Carolina no hablamos. Y las dos tortugas flotaban inertes hasta reventar en el agua podrida de escabeche y de deposiciones.
Carolina me dejó y yo no volví a tener tortugas pero sí una nueva colección de latas de sardinas, que tarde o temprano me gustaría enseñarte. Pero ahora que ya te lo he contado todo y que sabes de mis colecciones y de mis tortugas y de Carolina, me gustaría que lo abrieras por fin. Abre el paquete sin miedo, que no muerde; o quizás sí: tiene forma de tortuga ¿no? o acaso, también, de lata de sardinas.
9 comentarios:
Está claro que hay regalos que se terminan antojando como un castigo o como un sibilino modo de controlar al otro... Yo todavía me acuerdo cuando me "regalaste" ese dichoso hamster. Comparado con él, tus tortugas eran los seres más limpios de la tierra!
Pafri,
¡Jajaja!
¡Me había olvidado de la existencia de Torrente!
Él también mordía.
Un abrazo.
Me ha gustado el relato.
Y además me ha hecho mogollón de gracia porque yo una vez que volví de viaje, mi marido y mi hija habían adquirido sibilinamente dos tortugas como las tuyas (que sí tienen nombre -maika y óscar- y las distinguimos por las manchitas de la panza). La verdad es que me "obsequiaron" con una carga y una culpa que todavía acarreo (por no limpiarlas todos los días sólo les doy sus gambitas y sus palitos dos veces x semana). Son longevas y supervivientes, siguen enanas (efecto de la desnutrición, supongo) y cuando abro la tapa se lanzan como pirañas...¿decías que te sobraba alguna lata milagrosa?
rbc
Rbc: gracias, me alegro que te guste el relato. Tuve dos tortugas pero fui yo el que las regaló a una tienda de animales después de algunos años en que me tuvieron esclavizado. Las mías terminaron siendo bastante grandes: les daba beicon, jamón, trozos de ternera. Si Mayco se hubiera caído algún día dentro del tanque de agua en que las tenía se lo hubieran papeado vivo. Auténticas pirañas, si. En cuanto a las cagadas, creo que en el relato queda suficientemente explicado. Latas me quedan, sí, pero seguro que Oskar y Maika hacen muy buena pareja: ¿Acaso quieres un final a lo Romea y Julieta versión tortugas ninja?
Un abrazo.
Por cierto, ese nombre... "Maika"... es... casi perfecto.
;)
Me regalaste una vez una de esas latas...sabes que no entendí...y cuidé de esas tortugas asquerosillas...hace mil años. Eran un auténtico coñazo, jajajaja.
Un saludo amigo. Muak.
¡¿Te regalé una de mis latas!?
¿De verdad? No lo recuerdo (debe ser que he pensado demasiado en ello).
Un abrazo.
pd: ver post "CiTaS CrUzAdAs" para entender el paréntesis.
roja, de sardinas...el volumen de lo ausente... Muak.
Supongo que es la roja de marca "Catita" que estaba abierta... De esa tenía dos.
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