viernes, 26 de febrero de 2010

SeRáS Yo


Todo empezó cuando los dos hombres dejaron de hablar y se quedaron mirándonos fijamente. El que teníamos delante lucía una melena rizada y unas gafas redondas desde las que nos escrutaba atentamente, a unos y a otros. Al segundo hombre lo sentíamos en la retaguardia: su respiración flemática, el aroma dulzón a tabaco de pipa y una voz grave y cavernosa que había cesado casi al mismo tiempo que la del primer hombre. Al encontrarse detrás de nosotros, ignorábamos su aspecto. Sin embargo yo me imaginaba que era el dueño de la casa y que era un hombre audaz y corpulento, aunque de corazón noble.


A ambos lados podía sentir la presencia inmóvil de mis siete hermanos y un poco más atrás la de los demás: tíos, primos mayores, obispos y, por supuesto, mi madre y, junto a ella, mi padre, el rey. Yo estaba justo delante suyo y por un momento imaginé que era él quién me empujaba desde atrás y me obligaba a dar dos pasos al frente, sin ni siquiera poder ofrecer algo de resistencia. Pero aquella calidez gordezuela no podía proceder del tacto gélido y mayestático de mi padre, sino a todas luces de las yemas de los dedos del hombre que fumaba en pipa.


Al descubrirme de repente tan solo y sin escolta comprendí que había llegado por fin la Gran Ocasión. El obispo de mi madre era un ser singular, supersticioso: sólo pisaba suelo negro y se movía en largas y veloces diagonales para evitar contacto alguno con la otra mitad del pavimento. Él había hablado por primera vez, como un profeta, de este momento. Me había anunciado: “Ya sabrás qué hacer cuando llegue la Gran Ocasión. Tendrás solamente que dejarte llevar”.


Dejarme llevar… El hombre de la pipa me había empujado por detrás y allí estaba yo, completamente aislado en medio de la nada, blanco sobre blanco.


Y de repente se precipitó hacia mí: casi me atropella, de no haberse detenido a tiempo, negro sobre negro. Era como yo, pequeño y calvo, suave, redondeado… pero del color del azabache. Recordé las palabras de mi madre: “Los sabrás reconocer cuando los veas. No los confundas, hijo mío. Ellos son nuestro negativo”. Y mi tío Roque: “Aprende a odiarlos. Ataca siempre y déjate llevar. Tus primeros pasos habrán de ser dos. Odia y ataca”. Y ahora estaba allí uno de ellos, idéntico a mí, frente contra frente, negro contra blanco.


Quise abalanzarme contra él, tirarlo al suelo, demostrar que había aprendido a odiarlos. Pero desde atrás sentí que alguien saltaba y se colocaba casi a mi altura. Sentí los cascos de su montura, era mi primo: “Lo tengo a tiro. Tú no puedes hacer nada. Atacas oblicuamente. Sólo déjate llevar”. Si me fijaba en la mirada del hombre de las gafas podía ubicar con precisión la posición de mi primo. Pero en seguida éste empezó a saltar de un lado a otro, matando y esquivando al mismo tiempo.


Yo seguía inmóvil y absurdo, incapaz de odiar y mucho menos de matar, mientras a mi alrededor tenía lugar el juego de muertes y venganzas. Pero volví a sentir de nuevo aquellos dedos que me alzaron en volandas y que me hicieron avanzar un paso más y después otro. Delante de mí se abría un pasillo y entonces recordé aquella canción de cuna de mi madre: “Serás yo, pequeño, un día serás yo”. Era un pasillo hacia aquel lugar del que me había hablado ella tantas veces: “Me darás vida nuevamente. Será el lugar del sacrificio. Tu padre, el rey, nos necesita”.


Porque en efecto estábamos solos. Habían caído los obispos, uno por uno, mi tío Roque y su gemelo, mis siete hermanos, mis primos a caballo y hasta la dama: ella, mi madre. Así que enfrenté el odio en la mirada del hombre de las gafas y recorrí solo aquel pasillo hasta el final.



Fue entonces que sentí aquella caricia de sus dedos sobre mi cuarzo y un beso húmedo y aromático en mi fría testa. Volví a oír su ronca voz como de gruta:


-Pido dama.


Y mi madre, muerta y blanca, regresó radiante y viva, como yo mismo, transfigurado en ella, al auxilio del rey, mientras en mi cabeza, o en la suya, resonaba aún aquella alegre cantinela, aquella nana: “Serás yo, pequeño, un día serás yo”.




Foto: Flevia

4 comentarios:

Montse dijo...

¿Ahora te has convertido en peón de ajedrez? ¡No hacía falta, ya eres suficientemente raro! jajaja.

Ea, ya me he puesto al día que andaba desconectada porque he tenido muchas cosas que hacer.

Abrazo, Montse

Andriu dijo...

Peón de blancas, sí señora.

¿Raro? ¿Qué tiene de raro sentirse peón?

Un abrazo.

A.

Anónimo dijo...

Me encantó.
Un beso de dama.
Castora

Andriu dijo...

Gracias, Anónimo y Castora: todo queda en familia.

Un abrazo.